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Martes, 3 de Diciembre de 2024

Los libros proféticos (XVIII): Ezequiel (I): la gloria de Dios abandona Jerusalén (c.1-10)

Viernes, 27 de Mayo de 2016

En las últimas entregas, hemos tenido ocasión de detenernos en la vida de Jeremías. Sin duda, muchos le adjudicarían el gran papel de profeta en vísperas de la catástrofe. Sin embargo, esa calificación no resultaría del todo exacta.

Un personaje no menos grandioso anunció lo que se aproximaba y lo hizo además a distancia, desde el exilio. Mientras Jeremías permaneció en el reino de Judá hasta que se consumó su ruina y luego contempló sin poderlo evitar el desastre posterior a la toma de Jerusalén y la destrucción del templo, Ezequiel vivió las calamidades desde el exilio. Durante cinco años, no supo que sería de él y de los que ya habían sido arrancados de una tierra que no dejaba de almacenar juicio sobre si misma. ¿Cabría la posibilidad de que el reino de Judá sobreviviera? ¿El Templo sería garantía suficiente para proteger a una nación que había optado por la desobediencia más frontal a los mandatos de Dios? ¿Lo que había sucedido con aquellos deportados tendría lugar a escala masiva con el resto de la nación?

Ezequiel fue objeto de una revelación más que clara al respecto. En primer lugar, la visión que tuvo en el exilio de la gloria divina le entregó un mensaje de esperanza. Dios no está atado a un lugar o a un contexto para actuar. De hecho, su gloria se reveló a Ezequiel es un lugar tan odioso como el exilio. Se puede estar en el lugar en apariencia más lejano, pero la realidad es que Dios siempre alcanza incluso los sitios más apartados (c. 1).

En segundo lugar, Ezequiel debía tener claro, al mismo tiempo que la omnipresencia de la acción divina, el carácter de la misión profética. Ésta implica dirigirse a gente que no tiene la menor intención de oír, entre otras razones, porque se ha endurecido en un sendero de desobediencia. Es muy posible, por lo tanto, que no escuche al profeta. A decir verdad, si reexaminamos la historia de los profetas, lo cierto es que, en la mayoría de los casos, así es. Sin embargo, el profeta debe cumplir con su misión porque, pase lo que pase, habrá un momento en que “conocerán que hubo profeta entre ellos” (2: 5). Muy posiblemente, ese reconocimiento tendrá lugar cuando ya sea tarde, pero, de todas formas, no faltarán aquellos que, sumidos ya en la desgracia, tengan que reconocer que hubo una voz que los advirtió de lo que iba a suceder. Precisamente por todo esto, el profeta no debe tener miendo (2: 6). Por el contrario, ha de asumir su rechazo y, a la vez, su fidelidad. Será Dios, a fin de cuentas, quien le haga duro como el diamante para enfrentarse con gente rebelde (3: 9). No puede sorprender que, enfrentado con esa perspectiva, el profeta se sintiera sumido en la amargura y en la indignación (3: 14).

Al cabo de una semana de su llamamiento, Ezequiel recibió una nueva revelación (3: 16). Era la atalaya de Dios para la casa de Israel (3: 17) y, como cualquier centinela, era responsable de avisar de lo que iba a suceder. Esa era su responsabilidad. No podía lograr que la gente escuchara, que se arrepintiera, que cambiara su vida, pero sí debía advertirlos de lo que iba a suceder (3: 27).

La manera en que Ezequiel comunicaría aquellas revelaciones raya con la genialidad. Si Jeremías o Amós fueron extraordinarios oradores e Isaías un escritor sublime, Ezequiel era un magnífico actor. Podía, de hecho, resumir en un ejercicio de mimo todo el patetismo de su misión y, de manera muy especial, atraer la atención de su auditorio. Sin subvenciones ni riqueza de medios, todo hay que decirlo. Con un simple ladrillo (c. 4) o una navaja (c. 5), podía desarrollar un mini-drama en el que se recogiera todo lo que deseaba decir. Pero con ladrillo o con navaja, el mensaje era claro: Israel había pecado y Dios juzgaría al pueblo por su pecado. No podría esperar privilegio alguno. Si no se arrepentía, se encontraría con el hambre y la violencia.

En ocasiones, Ezequiel podía convocar a los accidentes geográficos para señalar que, en medio de ellos, tendría lugar su juicio (c. 6). En otros, podía casi detallar los pecados que Dios no podía tolerar como era el caso de la codicia (7: 19), del culto a las imágenes (7: 20) o de la violencia (7: 24). No hace falta decir que, históricamente, esas conductas se han practicado con profusión a la vez que se pretendía que se obedecía a Dios. Poder decirse es obvio que se puede decir, pero Dios las abomina porque, en los tres casos, se trata de idolatría. Sea que uno se incline ante el dinero, ante una imagen religiosa o ante un deseo tan incontrolado que puede llegar a derramar sangre es un idólatra y pocos mensajes transmite con más claridad el profeta que los clamores contra la idolatría y el juicio de Dios que se merece.

En ese contexto, la visión que Ezequiel tiene de Jerusalén y de su templo no puede ser más reveladora (c. 8). En su interior, los sacerdotes y las devotas podían estar convencidos de que no se apartaban de la recta adoración de Dios, pero no podían estar más alejados de la realidad desde el mismo momento en que rendían culto, a la vez, a otros seres. En esas situaciones, Dios siempre ejecuta juicio sobre una sociedad (c. 9). Sin embargo, lo peor no sería la manera en que el reino de Judá desaparecería sino el hecho de que la gloria de YHVH abandonaría el templo porque no podía seguir soportando la idolatría que se daba cita en su interior. El pasaje reviste su importancia porque, tras salir del templo, la gloria de YHVH se detuvo por un instante (10: 19) antes de marcharse por completo. De manera bien reveladora, ese mismo itinerario fue seguido por Jesús en la pascua del año 30 d. de C.. Primero, pasó por el templo donde comprobó que la casa de oración se había convertido, por acción directa de los sacerdotes, en cueva de ladrones. Luego anunció a sus discípulos la destrucción de aquel santuario que fascinaba sólo con ver su estructura arquitectónica. Finalmente, con los ojos llenos de lágrimas, se detuvo en el mismo lugar que la gloria de YHVH había hecho en la época de Ezequiel antes de abandonarlo totalmente. En ambos casos, Dios había advertido, a través de mensajes proféticos, de la necesidad de arrepentirse y abandonar una conducta que chocaba totalmente con sus mandatos. En ambos casos, el juicio de Dios se desencadenó sin excluir su propio Templo en Jerusalén. En ambos casos, el hecho de pertenecer a un colectivo concreto – el pueblo de Israel – no eximió del justo juicio de Dios. Esto anunció Ezequiel, desde el exilio. Era un profeta de Dios y así se cumplió.

 

Lecturas recomendadas: c. 2, 8, 10.

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