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Sábado, 23 de Noviembre de 2024

La Reforma indispensable (XXXII): El proceso Lutero (XII): La Dieta de Worms (III): el juicio (I)

Domingo, 18 de Enero de 2015
Lutero esperó hasta que los cultos de Pascua concluyeran antes de ponerse en camino. Finalmente, el jueves, 2 de abril, partió hacia Worms. Llevaba consigo la citación, el salvoconducto imperial y los documentos oficiales de su príncipe. Además lo acompañaban en el carro en que viajaba tres amigos el teólogo Nicolás Amsdorf, un agustino llamado Juan Petzensteiner y Pedro Suaven, un estudiante joven.

El grupo atravesó Leipzig, Weimar, Erfurt, Gotha, Eisenach, Frankfurt y Oppenheim en un viaje muy distinto al que habían sufrido Aleandro y Eck. La gente simpatizaba con Lutero y resulta por ello normal que predicara en las distintas localidades por las que fue pasando. No faltaron, sin embargo, los que intentaron disuadirlo de que continuara su viaje. En ocasiones, se trataba de gente que lo apreciaba y que temía que acabara en la hoguera como había sucedido con Huss. En otros casos, eran intentos encaminados a evitar que la Dieta pudiera escucharlo. Así, el nuncio Aleandro se ocupó de que el decreto imperial estuviera fijado en varias de las ciudades por las que había de pasar como un claro elemento disuasor. Por añadidura, en Oppenhein, Glapión, el confesor de Carlos, se valió de Martín Bucero para sugerir a Lutero que se ocultara en el castillo de Ebernburg con Hutten y Von Sickingen y aceptara solventar todo apartado de la publicidad de la Dieta. Elofrecimiento constituía una verdadera trampa porque, de haberlo aceptado el monje, se le hubiera considerado en rebeldía y su salvoconducto habría prescrito, un resultado que hubiera entusiasmado a Aleandro.. Por todo ello, no sorprende que la respuesta de Lutero fuera que si Glapión deseaba hablar con él tendría ocasión de hacerlo en Worms y que, desde luego, de él se podría esperar cualquier cosa salvo que huyera o se retractara. Así, a las diez de la mañana del martes, 16 de abril de 1521, tras recorrer más de cuatrocientos kilómetros en catorce días de viaje, Lutero entró en Worms. Pendientes de recibirlo estaban unas dos mil personas. Mientras bajaba del carro en el que había viajado, se pudo oír cómo decía para si, “Dios estará conmigo”.

Las Actas de la Dieta nos han dejado un testimonio bien revelador de la situación moral de Worms. Sabemos que era normal que en la ciudad se perpetraran tres o cuatro homicidios cada noche y que las ejecuciones por este motivo superaban el centenar. Por añadidura, las calles estaban llenas de prostitutas y los príncipes de la iglesia distaban mucho de dar ejemplo. A decir verdad, los prelados se pasaban la mayor parte del tiempo banqueteando y bebiendo (¡en cuaresma!) e incluso uno de ellos llegó a perder sesenta mil guilders en una partida. Se mire como se mire, lo cierto es que cuesta no contemplar en semejantes conductas síntomas innegables de la acusada crisis espiritual de la época.

 

El juicio 17-18 de abril de 1521

Durante la mañana del día siguiente a su llegada, Lutero escuchó la confesión de un caballero que estaba agonizando y le administró la Eucaristía. Luego cuando Ulrico von Pappenheim, un caballero del emperador, le informó de que debería comparecer ante la dieta a las cuatro de la tarde, el monje fue a que le cortaran el pelo para que su tonsura quedara bien de manifiesto. Con posterioridad, lo llevaron a palacio por un camino secundario para evitar a la multitud.

Después de esperar por espacio de dos horas, Lutero fue conducido a una sala abarrotada en la que el calor resultaba sofocante. Los miembros de la Dieta se quedaron sorprendidos al ver al fraile. Pálido, delgado, cansado por las dos semanas de viaje, enfermo por la tensión de los meses anteriores, los presentes, especialmente los italianos y los españoles, no acertaban a entender cómo aquel hombre podía ser el origen de tantos problemas. Porque además a su ausencia de prestancia, unió el humilde comportamiento que se hubiera esperado de un religioso. Mantuvo la cabeza inclinada y dobló sus rodillas ante sus superiores.

Contamos con seis informes de la comparecencia de Lutero ante la Dieta que proceden de las dos partes. Para el estudioso, resulta tranquilizador el hecho de que sean muy similares en su contenido y además recojan de manera literal lo actuado. Puede decirse que, ciertamente, los énfasis son diferentes según las versiones, pero, en términos generales, ningún hecho aparece omitido ni tampoco deformado tendenciosamente.

El primero de los relatos (29 páginas) es el denominado informe de Spalatino que fue recogido por éste con la ayuda de los teólogos de Wittenberg. Existe también una versión abreviada de este informe que no añade nada a nuestro conocimiento del episodio. El tercer texto del que disponemos es el informe oficial católico compilado fundamentalmente por el letrado Von Ecken, el fiscal oficial, y aprobado por Aleandro. El cuarto informe, conocido como el Informe alemán, ofrece detalles muy interesantes sobre el procedimiento legal y sobre personajes como el arzobispo de Tréveris, Glapión o Cochlaeus. A estas fuentes hay que añadir el Informe Vehus, un texto muy objetivo y no teológico, escrito por un laico que era letrado y canciller del elector Felipe de Baden, y dedicado a los procedimientos del 24-25 de abril, y el Informe Cochlaeus debido a este teólogo católico, que, a pesar de su carácter extremadamente parcial, proporciona datos interesantes sobre las personalidades implicadas.

En total, la comparecencia de Lutero fue contemplada por unas mil quinientas personas lo que explica el calor sofocante que había en la sala. Las más importantes eran el emperador Carlos, los electores Federico de Sajonia, Joaquín de Brandeburgo, Luis del Rhin y los arzobispos Alberto de Maguncia, Reinhart de Tréveris y Hermann de Colonia.

Una vez que Lutero se encontró en presencia del emperador, Ulrico von Pappenheim le advirtió de que no debería hablar a menos que se le interrogara. Entonces el fiscal, Juan Von Ecken, en sustitución de Aleandro que no había querido estar presente, se dirigió a Lutero en latín y después en alemán para informarle de que se encontraba ante el tribunal por dos razones. La primera era reconocer públicamente si los libros expuestos que llevaban su nombre eran suyos y la segunda, si en tal caso, estaba dispuesto a retractarse de lo expuesto en ellos. Acto seguido, el doctor Jerónimo Schurff, un suizo de San Gall, ordenó que se leyeran los títulos de los libros y se instó a Lutero a retractarse de ellos de acuerdo con el mandato imperial.

El monje respondió a la primera pregunta que, efectivamente, los libros eran suyos. En relación con la segunda, contestó que estaba dispuesto a ceder ante cualquiera que le convenciera valiéndose de las Sagradas Escrituras. Ese hecho, hasta el momento, no se había dado a pesar de que se había ofrecido repetidamente a ello. Por otro lado, añadió, se trataba de una pregunta difícil ya que iba referida a la fe. Por esta razón, no podía dar una respuesta en ese momento sin reflexionarla antes y por ello, humildemente, solicitó que se le concediera un tiempo para deliberar.

 

En ese instante, el emperador expresó su deseo de que Lutero fuera informado a través de Von Ecken de que en todo momento debía tener a la vista la unidad de la iglesia santa, católica y apostólica y de que no debía de desgarrar lo que tenía que sostener, venerar y adorar, ni tampoco debía apoyarse en su propia opinión ni en textos bíblicos pervertidos. Lutero debía volver en si y retractarse. Si así lo hacía, el emperador le prometía su gracia y favor y que obtendría esos mismos favores del papa. Pero si no lo hacía, le esperarían la pena y el castigo. En opinión de Carlos, el monje debía haber meditado en todo hacía mucho tiempo. Sin embargo, aceptó conceder a Lutero un tiempo para reflexionar que se prolongaría hasta las cinco de la tarde del día siguiente.

CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (XXXIII): El proceso Lutero (XIII): La Dieta de Worms (IV): el juicio (II)

 

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