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Sábado, 23 de Noviembre de 2024

La Reforma indispensable (XXXVII): Después de Worms

Domingo, 22 de Febrero de 2015

Después de Worms, los intentos realizados para volver a remendar, siquiera en parte, la unidad eclesial resultaron, desde luego, fallidos. Quizá el último se agostó en diciembre de 1549 a los tres años de la muerte de Lutero.

​En esa fecha falleció el papa Pablo III, un miembro de la familia Farnesio que con sus cuatro hijos y sus tres nietos – nombrados cardenales entre los 14 y los 16 años – era un paradigma del papa renacentista. En esos momentos, la mayoría de los cardenales apostaba porque el sucesor de Pablo III fuera el cardenal Reginald Pole. Primo de Enrique VIII y miembro del círculo erasmista inglés, Pole parecía el hombre adecuado para adoptar una serie de pasos reformadores que permitieran eliminar los males de 1517 y, a la vez, recomponer la unidad herida. De hecho, durante años Pole había sostenido la misma tesis sobre la justificación por la fe defendida por Lutero y es lógico que así fuera porque se desprende con claridad meridiana de textos del Nuevo Testamento como las cartas de Pablo a los Gálatas y a los Romanos. El 3 de diciembre de 1549, ante la oposición de los cardenales franceses, los partidarios de Pole le sugirieron que aceptara la elección por aclamación, pero el inglés – un erasmista que podría haber ocupado el trono papal – se retiró, según su expresión, “mudo como un buey” a su celda. Al día siguiente, el voto ya no respaldó a Pole que pasó el resto del cónclave, dos meses, escribiendo un libro sobre el poder y la misión del papa.

Las dudas de Pole – erasmista hasta en eso – provocó un cambio radical en el cónclave. El candidato de los franceses, fundador de la Inquisición romana en 1542, de la orden de los Teatinos, Juan Pedro Carafa logró maniobrar con la suficiente habilidad como para ser elegido papa con el nombre de Pablo IV. El nuevo pontífice llevó a cabo una acción mezcla de antiguos y nuevos pecados. En su lujosa corte, entregó cargos a sus sobrinos incompetentes y carentes de piedad – dos de ellos fueron ejecutados como malhechores por el sucesor de Carafa – y emprendió una guerra contra España, el emperador y, por supuesto, la Reforma. Con Pablo IV, la Inquisición se convirtió en institución e instrumento privilegiado, los escritos de Erasmo resultaron definitivamente condenados y cualquier posibilidad de diálogo con los reformados o de una reforma católica en profundidad se extinguieron. En adelante, con Carafa o con sus sucesores, ya de manera definitiva, para la iglesia católica la Reforma no sería ni una alternativa ni una instancia con la que debatir sino un enemigo al que abatir, cuestión aparte es que semejante visión estuviera condenada al fracaso.

Al fin y a la postre, la Reforma protestante implicó una ruptura

- que ha permanecido, lo que la diferencia de otros movimientos a lo largo de la Historia del cristianismo que se extinguieron con el paso del tiempo. A la Reforma no se le puede aplicar de manera negativa el argumento de Gamaliel que indicaba que aquello que no es de Dios se extingue (Hechos 5, 34-42). A decir verdad, no ha dejado de extender su área de influencia por un solo día en casi cinco siglos pese a chocar con un poder católico que, históricamente, no se refrenó a la hora de utilizar contra ella la hoguera y la prisión

- que no se puede explicar como hicieron apologistas católicos como Denifle o Grissar aludiendo a la mala fe de Lutero o a su supuesta insania mental o a sus graves pecados. Todos esos argumentos han quedado desmentidos por católicos como J. Lortz o D. Olivier que han reconocido, entre otros extremos, la ruptura de la unidad eclesial previa a la Reforma, la grave crisis espiritual de la iglesia católica, la falta de respuesta a los argumentos de Lutero e incluso la inferioridad moral y teológica de los adversarios del agustino. Como muy bien ha indicado Lortz, ni el Eck corrupto, ni el Aleandro que no se dedicaba a la oración, ni los obispos despreocupados, ni el papa León X ocupado en una cacería mientras firmaba la bula de excomunión del fraile estuvieron a la altura de las circunstancias. Humanamente, pudieron acabar con Lutero en diversas ocasiones, pero las consideraciones de carácter político – como el deseo del papa León X de impedir que Carlos I de España se convirtiera en emperador – impidieron adoptar esas medidas. Si, en no escasa medida, Lutero no fue neutralizado se debió al hecho de que él era un hombre de fe que tomaba sus decisiones con la valentía que sólo deriva de la confianza total en Cristo y en el poder del Evangelio, mientras que las consideraciones de sus adversarios – que contaban con el respaldo de los dos grandes poderes de la época – pensaban en otra clave no precisamente evangélica. No debería sorprender que ese resultado haya sido contemplado siempre desde el lado reformado como una demostración innegable de la acción de la Providencia que preservó a los que anteponían a Cristo y Su Evangelio a cualquier otra meta ni tampoco que inspirara una clara convicción de superioridad ética y teológica.

- que fue positiva para el protestantismo – que siempre la vio como un acto de la Providencia - ya que permitió iniciar la Reforma por la que venía gimiendo la Cristiandad occidental desde hacía siglos y

- que cambió la Historia de formas notablemente positivas como es el hecho de que ese pensamiento reformado inspiró, como han indicado entre otros Whitehead o Kuhn, la revolución científica, el desarrollo económico y el nacimiento de la democracia moderna.

La razón espiritual de la Reforma queda afirmada, por añadidura, por el hecho de que la misma iglesia católica, con cerca de medio milenio de retraso si se quiere, pero, de manera innegable, ha terminado por aceptar algunas de las tesis sustentadas por Lutero incorporándolas como propias a pesar de que, en el pasado, pudiera haberlas condenado como heréticas. Por citar un ejemplo llamativo, ¿qué católico – no digamos ya que pontífice u obispo – sostendría hoy que quemar herejes es una obra impulsada por el Espíritu Santo y que negarlo merece la excomunión como afirmó el papa León X en la bula de excomunión de Lutero? Sólo un desequilibrado o un ignorante podría mantener semejante posición.

No se trata además de la única de las reivindicaciones reformadas que también han sido asimiladas en el seno de la iglesia católica. La celebración de los cultos en lengua vernácula y no en latín; el libre acceso de los laicos a las Escrituras (aunque en el catolicismo persista la obligación de que sean traducciones comentadas), el arrinconamiento de la Vulgata latina en favor de traducciones de la Biblia realizadas a partir de las lenguas originales o la desaparición del poder temporal del papa, por más que, inicialmente, se viviera como una imposición traumática son realidades actuales cuya negación llamaría la atención de la inmensa mayoría de los católicos salvo algunos fanáticos irreductibles. Sin embargo, todas esas propuestas resultaban intolerables para la jerarquía de inicios del s. XVI y no se aceptaron hasta el Vaticano II.

 

No sólo eso. El acercamiento no de la jerarquía, pero sí de los teólogos y los escrituristas católicos a las posiciones reformadas sobre temas como la justificación por la fe sola resulta verdaderamente espectacular. Una vez más, autores como Denifle, en ciertos momentos paradigmáticamente católicos, han quedado ubicados en el altillo de los objetos inútiles y se han visto sustituidos por predicaciones como las del confesor del papa Benedicto XVI o por documentos como la Declaración conjunta luterano-católica sobre la justificación por la fe. Este documento en concreto asume de tal manera posiciones protestantes en lo que a la justificación por la fe se refiere que las preguntas que asaltan al lector que conoce el tema es, primero, cómo los teólogos católicos pueden después encajar en semejante esquema cuestiones como el sistema sacramental católico y, segundo, cómo lo contemplarán no pocos protestantes que no tienen un punto de vista tan radical en lo relativo a la acción de la gracia. Partiendo de esa base, hay que preguntarse si la tesis del Hans Küng consultor del Vaticano II señalando que había que darle inicio reconociendo que Lutero tenía razón y a partir de ahí esperando que Dios actuara no reflejaba más que mero voluntarismo una realidad innegable y hasta qué punto no estaba totalmente justificada la pregunta que se formulaban no pocos teólogos católicos: “¿Cuánto tiempo tendremos que esperar aún para admitir reformas que Martín Lutero planteó con toda razón hace ya cuatrocientos años?”[1].

La Reforma tenía razón y, se diga lo que se diga, hasta la iglesia católica se ha visto obligada a reconocerlo en una parte desdiciéndose de sus posiciones de hace cinco siglos. Sin embargo, todos estos hechos no deberían llevarnos a pasar por alto un principio reformado tan esencial como el de “Ecclesia reformata semper reformanda” (la iglesia reformada siempre tiene que ser reformada). En las próximas entregas intentaré resumir los aportes teológicos de la Reforma y también aquellos aspectos en los que, sin embargo, Lutero no supo o no pudo llegar hasta las últimas consecuencias.

CONTINUARÁ: La Reforma indispensable (XXXVIII)

[1] H. Küng, Libertad conquistada, Madrid, 2003, p. 377.

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