Incluso a pesar de la controversia entre Reforma y Contrarreforma, el catolicismo se vio virulentamente desgarrado entre los dominicos que la afirmaban basándose en la Biblia y en la Summa Theologica y los jesuitas que la intentaban adaptar para que no recordara demasiado a la teología reformada. El 15 de agosto de 1594, el papa ordenó a ambas órdenes religiosas no discutir sobre la gracia eficaz en público o en privado, bajo pena de excomunión. La situación era tan espinosa que el mismo Felipe II de España intervino para lograr que la decisión papal se ejecutara. En medio de esta controversia teológica que, salvo a los especialistas, resultará hoy distante para casi todos, Tirso de Molina escribió El condenado por desconfiado. La primera mención a El condenado… la escuché cuanto tan sólo tenía nueve años en el curso de ingreso que impartía don Ángel García en San Antón - ¡vaya nivel! – y creo que debí leerla no mucho después. Desde entonces la he releído una y otra vez y – se esté o no de acuerdo con la tesis principal - nunca me ha decepcionado. Tirso pretendía dar una lección de teología a la vez que salvaguardaba la confianza en la Providencia e insistía en la necesidad de hacer buenas obras para salvarse. Era, pues, un alegato en favor del catolicismo posterior a Trento y una muestra de oposición a las doctrinas de la gracia predicadas por el protestantismo. Sin embargo, El condenado… es muchísimo más. En la obra – donde aparece el Diablo como Pedro por su casa – se reflexiona sobre la soberbia del santo que debería ser humilde, sobre la posibilidad de redención del disoluto y, guste o no guste, sobre el camino de paradojas interminables que esconde nuestra existencia, una existencia que oculta más interrogantes que respuestas aunque siempre pueda confiarse en que la Respuesta por antonomasia existe. Ahí reside su actualidad a pesar de que los debates teológicos que la originaron sean, desde hace mucho, cosa del pasado.