Este enclave en cuestión era el puerto más cercano a la ciudad de Filipos. Debieron contar con viento favorable ya el itinerario en total desde Troade sólo les llevó dos días de viaje. Algunos años después el mismo trayecto tardaría más del doble (Hechos 20, 6). Hasta Neápolis llegaba la Via Egnatia, la gran calzada romana que unía el Adriático con el Egeo y el Bósforo. Pablo y sus compañeros la siguieron unos dieciséis kilómetros en dirección noroeste y alcanzaron la ciudad de Filipos. La fuente lucana parece mostrar un especial interés por Filipos a la que presenta como colonia y capital del primer distrito de Macedonia. Ambos datos son meticulosamente exactos. De hecho, Macedonia había sido dividida en cuatro distritos por el romano Lucio Emilio Paulo en el 167 a. de C..
El nombre de la ciudad derivaba de Filipo II de Macedonia, el padre de Alejandro Magno, que la fundó en el 356 a. de C., en el lugar de un antiguo enclave llamado Krenides. En el año 42 a. de C., se convirtió en una colonia romana después de que Marco Antonio y Octavio derrotaran en Filipos a Bruto y Casio, los asesinos de Julio César. Los vencedores establecieron en Filipos a algunos veteranos y la denominaron Colonia Victrix Philippensium. Doce años después, tras la victoria de Octavio sobre Marco Antonio, fueron establecidos en Filipos algunos de los seguidores de éste último. Filipos recibió entonces el nombre de Colonia Iulia Philippensis al que se añadió el de Augusta cuando Octavio se convirtió en Augusto el año 27 a. de C.
No parece que existiera una sinagoga en Filipos. Desde luego, sí había judíos en la ciudad o carecían de medios o no llegaban al número mínimo de diez varones indispensable para contar con un minyan [1]. Sin embargo, sí existía un lugar oficioso de reunión fuera de las murallas de la ciudad, a orillas del río Gangites (Hechos 16, 13). Es muy posible que los congregados fueran en su mayoría mujeres, en algún caso judías y, quizá, mayoritariamente, temerosas de Dios. Fue precisamente a este grupo de mujeres a las que, según la fuente lucana, se dirigieron Pablo y sus acompañantes:
13 Y un día de sábado salimos por la puerta situada junto al río, donde solía celebrarse la oración; y sentándonos, hablamos a las mujeres que se habían reunido. 14 Entonces una mujer llamada Lidia, que vendía púrpura en la ciudad de Tiatira, temerosa de Dios, estaba oyendo; y el Señor le abrió el corazón para que estuviese atenta a lo que Pablo decía. 15 Y, después de ser bautizada, junto con su casa, nos rogó, diciendo: Si considerais que soy fiel al Señor, entrad en mi casa, y quedaos en ella: y nos obligó a hacerlo.
(Hechos 16, 13-15)
El caso de Lidia resulta – una vez más – bien iluminador acerca de los conversos que formarían en Europa las comunidades paulinas. Se trataba de una mujer que no procedía del paganismo, que tampoco ignoraba el judaísmo, pero que no había llegado a integrarse en su seno quizá por la resistencia que podía plantear su familia. Al escuchar a Pablo, no sólo consideró que era cierto su anuncio de que esa fe de Israel había encontrado su consumación con la venida del mesías Jesús. Además descubrió que existía una comunidad espiritual en la que podía integrarse plenamente sin ser un miembro de segunda clase como, en no escasa medida, eran los temerosos de Dios y en la que además las mujeres no tenían una posición subordinada como en el judaísmo. De la sucinta noticia de Lucas parece además desprenderse que su casa – los adultos tanto esclavos como libres según el derecho romano – también abrazó el Evangelio, aunque no tenemos noticia de que antes se hubieran acercado siquiera al judaísmo. Seguramente para todos ellos resultaba obvio que la predicación del apóstol superaba la de los misioneros judíos siquiera porque se refería a promesas de Dios ya cumplidas en Jesús. Pero es que además les permitía integrarse en un ámbito comunitario en el que no existía diferencias entre hombre y mujer, esclavo o libre, judío o gentil (Gálatas 3, 28-29), diferencias todas ellas bien presentes en el judaísmo. No extraña el entusiasmo de Lidia ni tampoco su insistencia en poder manifestar su hospitalidad a aquellos que le habían traido aquel mensaje liberador.
A pesar de todo, Pablo no estaba dispuesto a dejarse mantener por sus conversos. Siguiendo una conducta típica de los rabinos, Pablo rechazó que sus discípulos se hicieran cargo de sus necesidades económicas y tanto él como sus acompañantes se sustentaron mediante el expediente de fabricar tiendas de campaña, el oficio de la familia del apóstol que él mismo había aprendido tiempo atrás. Las razones para este tipo de conducta eran diversas. Por un lado, tenía la ventaja de evitar cualquier referencia a motivos mercenarios en su actividad misionera; por otro, le permitía dar un ejemplo de desinterés a los conversos.
En Filipos se produjo un episodio que muestra la manera en que la llegada a un territorio totalmente gentil implicaba desafíos nuevos para la predicación del Evangelio. La historia es narrada de la siguiente manera por la fuente lucana:
16 Y aconteció, que yendo nosotros a la oración, una muchacha que tenía espíritu de adivinación, nos salió al encuentro. Se trataba de una joven que proporcionaba abundantes ganancias a sus amos adivinando. 17 Esta, mientras seguía a Pablo y a nosotros, daba voces, diciendo: Estos hombres son siervos del Dios Altísimo, que os anuncian el camino de salud. 18 Y esto lo estuvo haciendo durante muchos días; pero desagradando a Pablo, éste se volvió y dijo al espíritu: Te ordeno en el nombre de Jesús el mesías, que salgas de ella. Y salió en ese mismo momento. 19 Y, al ver sus amos que había salido la esperanza de su ganancia, prendieron a Pablo y a Silas, y los trajeron al foro, al magistrado; 20 Y presentándolos a los magistrados, dijeron: Estos hombres, que son judíos, alborotan nuestra ciudad, 21 y predican ritos, que no nos resulta lícito recibir ni hacer, porque somos romanos.
(Hechos 16, 16-21)
El texto de resulta en su sencillez enormemente elocuente. Las prácticas propias del paganismo – como la adivinación prohibida por la ley de Moisés y por el cristianismo – podían resultar lucrativas. Desconocemos la divinidad a la que apelaba la esclava a la hora de llevar a cabo su trabajo mántico. Muy posiblemente, se dedicaba a imitar a la pitonisa de Delfos y estaba también acogida a la devoción al dios Apolo, pero no podemos asegurarlo con total certeza. Sí sabemos que constituía una fuente de ingresos nada desdeñable para sus amos que éstos apreciaban. ¿Qué vio aquella muchacha en Pablo? Quizá únicamente la acción de un hombre cargado de espiritualidad. En un primer momento, parece que no dio mayor importancia a unas palabras que, a fin de cuenta, reflejaban la realidad. Posiblemente, la situación cambió cuando el apóstol llegó a la conclusión de que los gentiles podían terminar por asociarle con algún mago o filósofo propio del paganismo, algo totalmente lógico si se tiene en cuenta el respaldo que le proporcionaba la adivinadora. El enfrentamiento fue breve, pero decisivo. Pablo reprendió al espíritu de la muchacha que salió de ella. El problema es que a partir de ese momento también los dueños de la joven se vieron privados de una fuente de ingresos. Al considerarse dañados en sus intereses condujeron a Pablo y Silas ante los magistrados y los acusaron de judíos, es decir, fieles de una religión que los romanos debían rechazar. Es posible que aquí aparezca la clave que permite explicar la ausencia de congregaciones judías en Filipos. Los habitantes de la colonia se consideraban tan medularmente romanos que, bajo ningún concepto, iban a permitir el establecimiento de una fe tan extraña como el monoteísmo judío. Como mucho, podían tolerar que algunas mujeres se reunieran a orar fuera de las puertas de la ciudad, pero Pablo y sus compañeros habían excedido aquellos estrechos límites.
La colonia de Filipos se regía como una especie de Roma en miniatura y sus dos magistrados colegiados disfrutaban del título honorario de pretores aunque el oficial era el de duumviros [2]. Al igual que sucedía con los cónsules romanos, los duumviros eran asistidos por los lictores. Éstos llevaban como enseña de su cargo el haz (fasces) de varas y las hachas que denotaban su autoridad. No deja de ser significativo que en griego los lictores fueran denominados precisamente rabdujoi, es decir, los que llevan las varas. El símbolo de autoridad, de imperio de la ley y de orden unido a las varas y a las hachas dejó una huella tan obvia en la historia de Roma que milenios después Benito Mussolini las escogería como lema de su movimiento político dando lugar al término fascismo.
Lo que esperaban ahora los dueños de la muchacha que se había quedado sin el espíritu de adivinación era que los magistrados castigaran a aquellos inoportunos judíos. La acusación, claramente teñida de antisemitismo, recayó precisamente sobre Pablo y Silas que eran judíos. Ni Lucas que era gentil ni Timoteo que era hijo de griego fueron objeto de acusación alguna. Pero el antisemitismo no se limitaba a los dueños de la joven. Según relata la fuente lucana, “agolpóse el pueblo contra ellos” (Hechos 16, 22). Los magistrados deberían haber hecho frente a aquel comportamiento y llevado a cabo una investigación en regla. Sin embargo, optaron por contentar a la turba. Puede que incluso pensaran que el intento de proselitismo por parte de judíos aunque no prohibido legalmente rozaba el ámbito de los antijurídico [3]. Así, “tras rasgarles las ropas, les mandaron azotar con varas” (Hechos 16, 22). A continuación, los arrojaron en la cárcel con la intención de expulsarlos de la ciudad al día siguiente (Hechos 16, 23).
Sin embargo, la terrible experiencia no había quebrantado a Pablo. Ya había sido azotado varias veces por los judíos años atrás y además era consciente de que la ley estaba de su parte. La presencia de ánimo de Pablo y Silas – que pudieron escapar de la prisión al producirse un temblor de tierra y que, no obstante, siguieron en ella – impresionó enormemente a uno de los carceleros que acabó abrazando el Evangelio. La manera en que la fuente lucana narra el episodio constituye un breve resumen de la predicación de Pablo centrada en que la salvación se obtiene a través de la fe en Jesús:
29 El carcelero entonces pidiendo luz, entró y, temblando, cayó a los pies de Pablo y de Silas; 30 Y sacándolos, les dijo: Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme? 31 Y ellos dijeron: Cree en el Señor, Jesús el mesías, y serás salvo tú, y tu casa. 32 Y le hablaron la palabra del Señor, junto con todos los que estaban en su casa. 33 Y tomándolos en aquella misma hora de la noche, les lavó las heridas de los azotes; y se bautizó junto con todos los suyos.
(Hechos 16, 29-33)
Sin embargo, para Pablo el episodio con las autoridades de Filipos no había concluido. Lo vivido el día anterior no había sido una manifestación de la legalidad de Roma. Más bien, había sido un ejemplo de tumulto anti-semita respaldado de forma vergonzosa por las autoridades de la colonia. Semejante desafuero no podía quedar así. Una vez más Lucas, un testigo directo de los hechos, relata lo que sucedió al día siguiente de la flagelación:
. 35 Y cuando se hizo de día, los magistrados enviaron a los alguaciles para que comunicaran: Deja en libertad a aquellos hombres. 36 Y el carcelero se lo comunicó a Pablo: Los magistrados han ordenado que se os ponga en libertad, así que ahora salid, e idos en paz. 37 Entonces Pablo les dijo: Hemos sido azotados públicamente sin haber sido condenados. A pesar de ser ciudadanos romanos, nos arrojaron a la cárcel; y ¿ahora nos echan de manera encubierta? No, que vengan ellos y nos saquen. 38 Y los alguaciles regresaron a decir a los magistrados estas palabras: y les entró miedo al escuchar que eran romanos. 39 De manera que acudieron y les ofrecieron excusas; y poniéndoles en libertad, le suplicaron que salieran de la ciudad.
(Hechos 16, 35-39)
El episodio concluyó de forma satisfactoria para ambas partes. Pablo estuvo dispuesto a no proceder a acciones legales contra los magistrados que habían violado sus derechos como ciudadano romano. Incluso no tuvo inconveniente en aceptar marcharse de Filipos comprendiendo que los magistrados no se vieran capaces de protegerlos contra una población impregnada de antisemitismo. Sin embargo, es muy posible que a través de esas concesiones, Pablo se granjeara la buena voluntad de los magistrados en relación con la comunidad que dejaba establecida en Filipos. Al frente de ella quedó Lucas que desaparece del relato de los Hechos en este momento y no vuelve a reaparecer hasta algunos años más tarde y precisamente en este mismo lugar. Lo que a lo largo de los años los judíos no habían logrado – dejar establecida una comunidad estable en Filipos – lo consiguió Pablo mediante una acción que demuestra su enorme flexibilidad táctica. Su primera meta era lograr el avance del Evangelio. Si para conseguirlo tenía que renunciar a los derechos que le otorgaba su ciudadanía romana, estaba dispuesto a hacerlo. Se trataba, a fin de cuentas, de la misma convicción con que se había sometido en Jerusalén a la abstención de ciertos alimentos para los conversos gentiles o a la circuncisión de Timoteo para no escandalizar a los judíos a los que deseaba comunicar el mensaje de Jesús. La acción de Pablo, desde luego, tuvo su fruto. Como veremos más adelante, la congregación de Filipos fue objeto de una de las cartas del apóstol, misiva en la que se refiere a miembros de esta comunidad como Evodia, Síntique o Clemente (Filipenses 4, 2 ss) con verdadero aprecio. Sabemos también que aquella iglesia envió periódicamente ofrendas a Pablo que éste no gustaba de recibir – ya conocemos su opinión sobre cómo debería mantenerse un misionero – pero que aceptó, en parte, para no ofender a los filipenses y, en parte, como dirigidas a Dios y no a él (Filipenses 4, 10 ss). Pero, por ahora, todo eso se hallaba situado en un futuro lejano. El inmediato – que era el que preocupaba a Pablo – estaba en seguir expandiendo el Evangelio por Europa.
CONTINUARÁ
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[1] Rabí Halafta en Pirke Avot 3, 7.
[2] Cicerón ha señalado (De lege agraria II, 93) cómo esa conducta no era extraña en otros enclaves romanos. Así en Caputa los duumviros también deseaban ser denominados pretores.
[3] Al respecto, véase A. N. Sherwin-White, Roman Society and Roman Law in the New Testament, Oxford, 1963. A pesar de todo, como hemos tenido ocasión de ver, ese proselitismo se practicaba.