En el año 1995, me dirigí a la ciudad de Sarasota, en Florida, para entrevistar a un judío neoyorkino llamado Milt Felsen. Había sido el productor ejecutivo de Saturday Night Fever. Hablamos algunos minutos sobre John Travolta, pero mi intención no era profundizar en la vida del famoso actor. En realidad, lo que me interesaba de Felsen era que en 1937 se había alistado en el Batallón Lincoln para combatir en la guerra civil española. Felsen había combatido después en la segunda guerra mundial y participado en operaciones del OSS tras las líneas enemigas, pero insistía en que la guerra de su vida había sido la guerra civil española y no aquella que – cito literalmente – habían provocado unos japoneses imperialistas. No sólo eso. En su dormitorio se podía ver un poster donde aparecía reproducido el discurso de despedida de las Brigadas internacionales que había pronunciado la dirigente comunista Dolores Ibárruri “Pasionaria” en 1938. Felsen, un tipo muy agradable que me regaló algunos libros casi imposibles de encontrar, pero que, sobre todo, era un ejemplo de hasta donde el mito puede cubrir la Historia. Felsen – que nunca había sido comunista – creía que la guerra civil española había sido una causa noble en la que un grupo de gente solidaria procedente de todo el mundo se había enfrentado con el fascismo con la finalidad de acabar con todas las guerras. Por supuesto, el mito que Felsen creía no fue el único que se difundió desde el inicio del conflicto.
Eighty years ago, the Spanish Civil War created a world reaction. As the first victim of the war, truth was replaced by myth. Not only Europe, but the rest of the world – even US public opinion – accepted a part of these myths believing that Franco was a new crusader or that the so called Loyalists fought for freedom. But History is different of myths. En los próximos minutos intentaré desvelar algunos de esos mitos y de acercarles al mismo tiempo a la Historia real de la guerra civil española de cuyo inicio se cumplirán el año que viene ochenta años. Y ya que comencé hablando de Milt Felsen empezaré deteniéndome unos instantes en el mito de las Brigadas internacionales.
Desde Hemingway a Malraux, desde Hollywood a Moscú, de acuerdo con la leyenda políticamente correcta, las Brigadas internacionales fueron un cuerpo de voluntarios de distintas naciones que acudieron a España de manera espontánea a defender la democracia y la libertad frente al empuje del fascismo. Las fuentes históricas – y de manera muy especial las extraídas de los archivos de la antigua URSS y de las propias Brigadas internacionales – muestran una realidad muy distinta. En primer lugar, las BI surgieron como consecuencia de una orden directa de Stalin formulada en septiembre de 1936. Ese mismo mes, se produjo una labor febril de la Komintern para formar las BI. Aunque todos los partidos comunistas del globo pusieron manos a la obra, sería el PCF el que desempeñaría un papel fundamental. No sólo Francia era una nación que limitaba con España sino que además en ella gobernaba, como en España, una coalición de izquierdas conocida como el Frente Popular y en la Cámara de diputados había comunistas.
Los jefes de las BI lejos de ser demócratas conocidos eran comunistas como el francés André Marty – que sería conocido como el “carnicero de Albacete” - los italianos Luigi Longo (que adoptaría el seudónimo Gallo en España) y Giuseppe Di Vittorio, el checoslovaco Klement Gottwald y el yugoslavo Josip Broz (conocido entonces como Tomanek y, posteriormente, como Tito). La llegada de los reclutas a Francia fue organizada por el propio NKVD soviético. Por si quedaba alguna duda, el .centro director de las BI, el denominado Comité de París, se ubicó en la sede del Comité central del PCF, en la calle Lafayette, número 128. Cuando los miembros de las BI llegaban a Barcelona, rumbo a Albacete, eran recibidos —significativamente— por el soviético Antónov-Ovseyenko.
Dado que la formación de las BI era una labor ideada, organizada y ejecutada por la Komintern siguiendo órdenes directas de Stalin, de los distintos partidos comunistas se esperaba que proporcionaran cuotas mínimas de voluntarios. Si estas podían ser relativamente fáciles de cubrir en el caso de partidos comunistas grandes como el francés o el alemán, se convirtieron en un reto casi inalcanzable para otros más reducidos como el británico o el estadounidense. Pese al innegable papel director y organizador de la Komintern, las consignas oficiales eran las de negar el verdadero origen de las BI e insistir en que se trataba de un movimiento surgido espontáneamente en todo el mundo.
Las BI podían estar formadas por anti-fascistas, pero no por demócratas así cumplieron la función de organismos de reclutamiento y adoctrinamiento en la doctrina del comunismo estalinista. Igualmente, realizaron desde los primeros días de su creación labores de apoyo para el NKVD, el antecedente directo del KGB soviético. Las BI fueron también aprovechadas para reclutar agentes secretos al servicio de la URSS e infiltrar los servicios de inteligencia y organismos gubernamentales de países como Francia, Gran Bretaña o Estados Unidos. De ellas surgirían los jefes de los aparatos policiales de represión en la Europa comunista e incluso los espías norteamericanos que entregaron a la URSS el secreto de la bomba atómica. No acaba todo ahí. Dado que los pasaportes de los voluntarios de las BI eran entregados a los agentes de la Komintern que a su vez lo entregaban al NKVD, pudieron ser utilizados en operaciones de espionaje de la URSS. Su número ascendió, sólo en el caso de ciudadanos de Estados Unidos, a unos dos mil. No se trató de un esfuerzo mal empleado. Por ejemplo, años después uno de esos pasaportes incautado a un interbrigadista sería utilizado para proporcionar una identidad falsa a Ramón Mercader, facilitándole la misión que le había encomendado Stalin de asesinar a Trotsky en México.
La Historia nos dice que las BI fueron el ejército de Stalin en España. El mito insiste a día de hoy en que fueron demócratas venidos de todo el mundo para salvar a la República española.
No menor fue el mito relacionado con los denominados niños de la guerra. Este nombre se dio a unos cinco mil niños españoles enviados a la URSS para apartarlos de la tragedia. Durante décadas, los niños de la guerra serían presentados como paradigma de la ayuda soviética a la república española por encima del armamento, los instructores militares o los asesores en represión. La gran potencia habría manifestado su buena voluntad de manera conmovedora acogiendo a aquellos niños. Ése es el mito. La Historia es muy diferente.
Inicialmente, aquellos niños fueron objeto de un buen trato. Se les asignaron escuelas en las que conservaron maestros españoles y se les dispensó la enseñanza en su lengua natal. Sin embargo, la situación cambió radicalmente al producirse el final del conflicto español y, especialmente, desde el momento en que Stalin firmó su pacto de no-agresión con la Alemania de Hitler. Entonces los niños debieron sumar a su actividad escolar trabajos físicos de notable dureza. En los días de invierno, debieron talar árboles antes del desayuno y, en el verano, realizar las más diversas faenas agrícolas. El resultado fue pavoroso.
Para el curso 1941-2, una inspección médica realizada por el Comisariado de Educación puso de manifiesto que más de un 50% de los niños padecían tuberculosis y otro 30% se hallaba en un estado de pretuberculosis. En ese curso, según algunas fuentes, no menos del 15% de los niños había muerto. Pero la desgracia no se limitaba a los niños ya escolarizados. No resulta sorprendente que en ese contexto alguno de los mandos del PCE considerara conveniente recomendar a los adolescentes que se enrolaran en el Ejército rojo no por identificación ideológica sino como la única manera de eludir el espectro del hambre. Lamentablemente, lo peor quedaba por venir.
Enfrentados con el hambre y los maltratos, no pocos niños de la guerra se vieron obligados a someterse a un sistema que consideraban odioso o delinquir. En Tashkent, por ejemplo, constituyeron bandas dedicadas a perpetrar hurtos convencidos de que era mejor morir en esa situación que regresar a las instituciones estatales. En Samarkanda y Tiflis, las niñas prostitutas españolas - de las que no pocas quedaron embarazadas - llegaron a hacerse célebres entre los jerarcas del partido. Ni siquiera los hijos de los héroes se vieron libres de aquella negra situación. Un hijo del coronel Carrasco, que había servido en el Ejército republicano y ahora enseñaba en la Escuela militar Frunzé de Moscú, fue detenido mientras robaba una panadería en Kakan. Detenido, murió en prisión de tuberculosis.
De los dramas que semejante actitud provocó es un claro paradigma la historia de Florentino Meana Carrillo y su hermano. Desesperado por salir de la URSS - a la que denominó “inmenso campo de concentración y de hambre” - Florentino se bebió un vaso de ácido sulfúrico con la intención de quitarse la vida. Su hermano decidió vengarlo. Sabedor de que la Pasionaria era la única persona autorizada por las autoridades comunistas para conceder o denegar los permisos de salida de los españoles, el joven se dirigió, armado con un cuchillo, al Hotel Lux. Su intención era matar a la dirigente comunista. Para fortuna de Pasionariaaquel día estaba ausente y fue José Antonio Uribe, el suplente del Buró político, el que se convirtió en nuevo objetivo. No le costó mucho contener al muchacho a la espera de que lo redujeran. Después se lo tragarían las fauces del sistema represor soviético. Todavía décadas después algunos de los antiguos niños de la URSS identificados con la ideología comunista intentarían quitar importancia al episodio alegando que el muchacho era un desequilibrado.
No resulta por ello extraño que para muchos, se fue abriendo camino la idea de que la única esperanza de supervivencia se hallaba en poder abandonar la URSS. Sin embargo, ni la URSS ni el PCE estaban dispuestos a que se supiera la verdad del paraíso del proletariado y del trato que venía dispensando a los niños desde hacía años. Pasionaria se convirtió, al parecer sin resistencia, en la pieza clave que impidió la salida de aquellas víctimas hacia otros países. Sus razones - reproducidas por Jesús Hernández, comunista y antiguo ministro republicano - no podían ser más obvias : “no podemos devolverlos a sus padres convertidos en golfos y en prostitutas, ni permitir que salgan de aquí como furibundos antisoviéticos”. Constituía toda una confesión de los resultados reales - ocultados por la propaganda - de vivir en la URSS.
Puestos a delinquir, los niños españoles difícilmente hubieran podido hacerlo en un medio más difícil. Desde su establecimiento, el sistema soviético - sin precedentes en cuanto a su dureza - se había mostrado especialmente riguroso con los niños. En 1926, el Código penal soviético ya había incluido condenas de campo de concentración y de prisión para los niños que hubieran cumplido doce años. Los resultados de aquella norma fueron fulminantes. Al año siguiente, el cuarenta y ocho por ciento de la población del Gulag tenía entre 16 y 24 años. El 7 de abril de 1935 se decretó que la pena de muerte sería también aplicable a los niños que hubieran cumplido doce años. La incomparable ferocidad del sistema – en aquellos momentos incluso superior a la de los campos de concentración de Hitler - no hizo ninguna excepción con los niños españoles. El campo de Karagandá, abierto en 1936, fue tan sólo uno de aquellos terribles enclaves donde los españoles - adultos y niños - fueron explotados como esclavos y murieron de frío, hambre y agotamiento. Diversos testimonios hablan de sodomizaciones de niños en los traslados hasta Karagandá y de niñas sometidas a lo que eufemísticamente se denominó tranvía, es decir, una violación colectiva a manos de otros reclusos o de guardianes.
La suma de hambre, maltratos y represión se tradujo pronto en unos resultados sobrecogedores. En 1943, cuando José Hernández abandonó la URSS, afirmó que cerca de un cuarenta por ciento de los niños españoles había muerto.
En 1947, con ocasión del décimo aniversario de su llegada a la URSS, los antaño niños fueron reunidos en el teatro Stanislavsky de Moscú. No llegaban a dos mil. El resto prefería no correr riesgos, había muerto o se hallaba atrapado en las redes del sistema concentracionario. En septiembre de 1956, quinientos treinta y cuatro españoles lograron regresar a España. Se trataba de un testimonio bien elocuente porque puestos a elegir entre el gobierno del execrado Franco y la patria del proletariado no lo habían dudado. De nuevo, el mito y la Historia eran bien diferentes.
Llegados a este punto cabe preguntarse cuál es la realidad histórica de la guerra civil española si dos de sus mitos más utilizados no resisten el examen del historiador serio. Desde luego, la verdadera historia de la guerra civil española no fue la de la una república democrática combatiendo al fascismo, ni la del primer capítulo de la segunda guerra mundial ni tampoco la de voluntarios solidarios venidos de todo el mundo dispuestos a salvar la democracia. La guerra civil española fue un conflicto típicamente español - aunque con paralelos en otras naciones como Rusia o Finlandia - en el que un proceso revolucionario provocó una reacción contrarrevolucionaria. Esa circunstancia explica por qué – a diferencia de lo sucedido en la guerra entre los estados y a semejanza de lo acontecido en Rusia – el número de muertos en la retaguardia fue superior al que hubo en los campos de batalla.
La Historia de España es una Historia ciertamente peculiar. Constituida como una de las primeras naciones europeas a finales del siglo V d. de C., la invasión musulmana de inicios del siglo VIII la desintegró sumergiéndola en una lucha contra el islam que se extendió hasta los últimos años del siglo XV. La reunificación de la nación española costó casi ocho siglos y concluyó con una unidad política y religiosa que expulsó del seno patrio a judíos y musulmanes. El hecho de que la reunificación española se basara no en un sentimiento nacional integrador sino en el monopolio cultural de la iglesia católico-romana resulta absolutamente esencial para comprender la evolución histórica. Esa circunstancia explica, por ejemplo, la manera en que España se convirtió en una potencia hegemónica para dejar de serlo al cabo de un siglo y medio a pesar de las riquezas de las Indias. También permite ver por qué no logró en ningún momento crear un estado liberal como Francia o Inglaterra. De hecho, a lo largo del siglo XIX, la iglesia católica - temerosa de que en España se estableciera un estado liberal que acabara con sus privilegios de siglos – se opuso a todos los procesos constituyentes y a la aceptación de derechos como la libertad religiosa o de expresión. De las diversas constituciones españolas del siglo XIX, sólo la de 1868 reconoció la libertad religiosa, pero su vigencia apenas llegó a un par de años. Cuando en 1876, se estableció un nuevo sistema constitucional, el mismo no reconocía la libertad religiosa, dejaba la educación en manos de la iglesia católica y cerraba el camino a un desarrollo político tranquilo.
Durante las décadas siguientes, la vida política española se fue deteriorando sin lograr articular un sistema moderno de corte liberal. Mientras un sector de la sociedad española se identificaba con una visión mitificada del pasado; especialmente acariciada tras la derrota de España en la guerra contra Estados Unidos en 1898, otro se aferró a visiones anti-sistema absolutamente utópicas que confiaban en cambios apocalípticos de la sociedad. Ninguna de las dos posibilidades era deseable. La primera se empeñaba en negar la realidad y, al actuar así, impedía analizar adecuadamente los errores del pasado y construir sin ellos el futuro y el presente. La segunda se entregaba a especulaciones más cercanas a la fe religiosa que a la reflexión sensata sobre la realidad.
Puede así comprenderse por qué la izquierda entró muy tarde en la Historia de España y cuando lo hizo fue de manera antidemocrática y no pocas veces violenta. Por ejemplo, España fue junto a Rusia el único país de Europa donde el anarquismo tuvo una enorme repercusión social y también fue uno de los países donde el socialismo se negó a adoptar un rumbo democrático y siguió pensando en la implantación de la dictadura del proletariado hasta muy avanzado el siglo XX.
Al llegar la segunda década del siglo XX, la monarquía española estaba políticamente muerta y cayó en la tentación de respaldar una dictadura militar encabezada por el general Miguel Primo de Rivera. La dictadura de Primo de Rivera tuvo algunos éxitos. Por ejemplo, acabó con el terrorismo anarquista en Cataluña, concluyó con éxito una guerra colonial en África e incluso dio algunos pasos para modernizar el país. Sin embargo, carecía de apoyo popular y cuando perdió el respaldo del rey, se desplomó. Así, a finales de 1930, España se debatía entre un sistema políticamente muerto e incapaz de regenerarse y unas fuerzas anti-sistema que no eran capaces de crear una alternativa salvo la de intentar destruir la monarquía.
La ocasión para el cambio político se produjo con las elecciones municipales de abril de 1931. Aunque el número de concejales monárquicos casi quintuplicó al de republicanos, la oposición republicana supo aprovechar la depresión del rey tras la muerte de su madre, el temor de la reina a una revolución como la rusa donde había sido fusilada la familia real y el descontento público ante un sistema que no funcionaba. El rey Alfonso XIII abandonó España y se proclamó la Segunda república.
En teoría, España iba a entrar por un camino de progreso. La realidad iba a ser muy diferente porque de todas las fuerzas políticas sólo el partido radical, una pequeña formación de centro-derecha, tenía una visión democrática. El resto – y resulta muy importante recordarlo - alimentaban visiones utópicas que eran imposibles de implantar. El PSOE, el POUM y el PCE creían en la implantación de la dictadura del proletariado, los republicanos de izquierda de Manuel Azaña soñaban con una remodelación de España al estilo de la agenda del partido radical francés, los nacionalistas vascos y catalanes esperaban un sistema que les permitiera alcanzar la independencia, los anarquistas soñaban con la implantación del comunismo libertario… no se trataba de visiones realistas especialmente en el seno de una sociedad especialmente conservadora donde la iglesia católica tenía un peso social innegable.
Esta circunstancia explica que en los dos años primeros de la república en que gobernó la izquierda se produjeran varios alzamientos armados también de izquierdas y que un sector de la población se distanciara de la república simplemente porque había aprobado la separación de la iglesia y el estado, una ley de divorcio o la retirada de los crucifijos de las escuelas públicas.
En 1933, la victoria electoral fue conseguida por la CEDA, una coalición de derechas de orientación católica que anunció su propósito de reformar la constitución. En contra de los principios democráticos más elementales, el presidente de la república se negó a encargar la formación de gobierno a la CEDA mientras las izquierdas – en especial el partido socialista y los nacionalistas catalanes – se preparaban para un alzamiento armado. El gobierno fue formado por el partido radical – que era minoritario – y que supuestamente recibiría el respaldo de la CEDA, pero, en octubre de 1934, el partido socialista y los nacionalistas catalanes se alzaron en armas contra el gobierno republicano. La revuelta fue sofocada en horas en toda España salvo en Asturias donde duraría varias semanas y la izquierda llevaría a cabo un intento de revolución social en el curso del cual fueron asesinados miembros del clero y de la burguesía o víctimas simplemente de venganzas personales.
Cuando concluyó la denominada revolución de Asturias no fueron pocos los que consideraron que el régimen republicano estaba muerto. De hecho, desde octubre de 1934 hasta finales de 1935, España se vio sacudida por una violencia callejera que procedía tanto de los grupos de extrema derecha como la Falange inspirada en el fascismo de Mussolini o de los de extrema izquierda que incluían a socialistas, anarquistas y comunistas. A finales de ese año, las izquierdas anunciaron que formarían una coalición conocida como Frente popular cuya finalidad sería recuperar el poder e indultar a los alzados de octubre de 1934.
En febrero de 1936, en medio de un mar de irregularidades electorales, el Frente popular llegó al poder. En paralelo, se produjo, por un lado, el desencadenamiento de acciones revolucionarias que serían conocidas como la “primavera trágica de 1936” y que incluyeron, por ejemplo, la ocupación de tierras, y por otro, la preparación de un golpe de estado que impidiera el estallido total de la revolución. No podemos detenernos en los detalles, pero los hechos siguieron un desarrollo trágico:
1. En julio de 1936, tuvo lugar un golpe de estado apoyado por un sector del ejército, grupos monárquicos, la Falange y la iglesia católica. El golpe fracasó en aquellas zonas de España más urbanizadas e industrializadas y triunfó, por el contrario, en las agrícolas y más religiosas.
2. El alzamiento quitó las últimas barreras para la revolución que deseaba la izquierda y que se desencadenó con enorme violencia en las zonas controladas por el Frente popular. Miembros del clero, empresarios, simples católicos fueron fusilados en esa zona mientras en la otra corrían el mismo destino sindicalistas y miembros de partidos de izquierda. Pero los asesinatos no fueron sólo políticos. En muchos casos – como el del mismo García Lorca – se debieron a enemistades que sólo aprovecharon la guerra para tomar venganza. La política fue muchas veces la excusa para los ajustes de cuentas.
3. El fracaso del golpe provocó la petición de ayuda de los beligerantes a distintas potencias para enfrentarse con lo que iba a ser una guerra civil. En unas semanas, los alzados estaban recibiendo ayuda de Italia y Alemania y el Frente popular, de Francia y, especialmente, de la URSS.
4. Dijera lo que dijera la propaganda, el enfrentamiento no era entre democracia – a menos que consideremos a Stalin un demócrata - y fascismo sino entre revolución y contrarrevolución. Así, mientras los agentes de Stalin ya controlaban la España del Frente popular en abril de 1937, Franco – el general que se había convertido en jefe de los alzados – recibía el petróleo de la Texaco, disfrutaba de un trato de favor del gobierno británico y realiza más intercambios económicos con el área de la libra y del dólar que con la del marco y la lira. Ciertamente, Hitler y Mussolini ayudaban a Franco, pero el petróleo procedía de la Texaco y la diplomacia británica insistía en que el Frente popular ayudado por la URSS no podía ganar la guerra. De manera semejante, la iglesia católica – y las naciones donde esta confesión era mayoritaria como Portugal o Irlanda - respaldaba claramente a Franco.
En ese enfrentamiento entre revolución y contrarrevolución, la victoria acabó recayendo sobre los partidarios de la segunda. Las razones de esa victoria no fueron la enorme ayuda prestada por los fascismos a Franco o el abandono del gobierno republicano como las visiones míticas siguen insistiendo. En realidad, se debió a que
1. el desorden creado por las distintas revoluciones impidió aprovechar la aplastante superioridad material que inicialmente disfrutó el Frente popular, una superioridad que tuvo hasta el verano de 1937 cuando perdió el norte de España.
2. la contrarrevolución aprovechó mejor la ayuda extranjera que no fue superior.
3. la baza diplomática sirvió mejor a la contrarrevolución que a la revolución.
4. el factor religioso y moral tuvo un peso mayor en el bando rebelde convencido de que sus bajas eran “caídos por Dios y por España”. De hecho, estaban convencidos de que combatían para salvar a la nación de su despedazamiento por parte de los nacionalistas catalanes y vascos, de la implantación de una dictadura de izquierdas y del exterminio de la iglesia católica. Sin duda, el evitar la quema de iglesias, el saqueo de conventos y el asesinato de sacerdotes y religiosas fue, más que ninguna otra, la circunstancia que dio coherencia a las masas de un bando ideológicamente muy variado, y
5. la conservación de la mentalidad militar y la unidad de mando fue obvia en el bando rebelde desde el principio pero resultó tardía e incompleta en el frente-populista.
Finalmente, la contrarrevolución triunfó sobre la revolución y, como había previsto el presidente de la república, Manuel Azaña, lo que se implantó en España no fue una dictadura fascista sino una conservadora de corte católico. El coste de aquella victoria no fue pequeño. La suma de los gastos internos y externos bordeó la cifra espectacular de treinta mil millones de pesetas. Además, en 1939, la producción agrícola había descendido de un 21%; la industrial, un 31%; la renta nacional, un 26% y la renta per cápita, un 28%. Buena parte de ese descenso fue mayor en la zona controlada por el Frente popular donde las medidas revolucionarias habían tenido un efecto desolador sobre la producción.
A las pérdidas materiales mencionadas, deben sumarse, “last but not least”, las humanas. De los muertos en combate, la cifra debió aproximarse a las 100.000 personas en número redondos e incluso pudo resultar ligeramente inferior. En la zona controlada por el Frente popular, que nunca fue la totalidad de España, el número de fusilamientos ascendió a 56.576, siendo perpetrados cerca de 15.000 tan sólo en Madrid. Lejos de tratarse de muertes debidas a impulsos espontáneos de cólera popular como se repite con insistencia machacona, la represión estuvo fundamentalmente en manos de las fuerzas que componían el Frente popular y de los propios organismos gubernamentales republicanos. Se realizó de manera sistematizada e incluso codificada y siguió toda una filosofía de exterminio revolucionario que se utilizó en Rusia y, en menor medida, en México.
En la zona controlada por los alzados, los fusilamientos durante la guerra ascendieron a la cifra de 46. 823. A ellos hay que sumar 27.966 realizados durante la posguerra. Obviamente, la derrota del Frente popular evitó que pudiera seguir ejerciendo la represión tras la guerra, pero si juzgamos por lo que fueron los episodios de la posguerra rusa – con la eliminación de las izquierdas no afines y de los nacionalistas – y de toma del poder en las democracias populares, cuesta creer que hubiera sido inferior a la de los vencedores.
Cifra especial en esta consideración es la relacionada con los religiosos y sacerdotes católicos. La cifra de 6.800 religiosos asesinados en zona republicana es un número muy elevado y exacto. En algunos casos puede aducirse que se debió a impulsos populares, pero, en términos generales, fue llevada a cabo de manera concienzuda y sistemática por las fuerzas que componían el Frente popular y por los organismos gubernamentales.
La guerra civil española no fue la más cruenta de la Historia como tantas veces se repite. Ya en el s. XIX, la guerra civil norteamericana se zanjó con la muerte del 2% de la población e incluso hubo zonas del sur donde prácticamente desapareció la población masculina entre 15 y 40 años. Igualmente, durante la guerra civil española no tuvieron lugar episodios como “la marcha hacia el mar” del general Sherman. Ya en el s. XX, la guerra civil rusa superó, en términos absolutos y relativos, las pérdidas humanas y materiales de la guerra civil española. Puede decirse lo mismo de un conflicto tan poco conocido como la guerra civil finlandesa donde en apenas unos meses murió el 1% de la población a causa del conflicto. España no llegaría a esa proporción y eso en un período de casi tres años de combates. Finalmente, la represión de la posguerra fue también muchísimo más acusada en el caso de Rusia y algo similar en términos proporcionales en el de Finlandia. Ciertamente, se trató de una tragedia, pero no fue la tragedia del s. XX, ni, equitativamente, se puede comparar con episodios como las dos guerras mundiales o el Holocausto, como ocasionalmente se ha hecho.
La guerra civil española, esencialmente, fue una parte del terrible enfrentamiento contra las revoluciones totalitarias iniciado a partir del golpe bolchevique de 1917 y proseguido prácticamente hasta la caída de la URSS en las postrimerías del s. XX. La resistencia frente a esos procesos revolucionarios fracasó en Rusia, en la Europa del Este, en Cuba y en algunas naciones africanas y asiáticas. Triunfó, sin embargo, en Finlandia, España y Grecia de manera específica y, muy posiblemente, en Italia y Francia tras 1945 de forma más encubierta. Al vencer en la guerra, el general Franco garantizó la persistencia de su gobierno personal, un gobierno que no pensaba abandonar antes de llevar a cabo lo que consideraba su misión porque tenía muy presente la experiencia vivida por el general Primo de Rivera.
El hecho de que la guerra civil española no fuera el enfrentamiento del fascismo y de la democracia sino de la revolución y la contrarrevolución explica por qué Gran Bretaña y los Estados Unidos no derribaron a Franco al concluir la segunda guerra mundial. Ni lo veían como a Hitler o Mussolini ni tampoco confiaban en una oposición española en la que el papel del PCE era decisivo.
Franco era ciertamente un dictador, pero también una especie de aliado natural de las democracias en el enfrentamiento contra el comunismo y alguien siempre preferible a un régimen pro-soviético en el Mediterráneo occidental. Como había señalado un presidente norteamericano en relación con el nicaragüense Somoza, Franco era “ a son of bitch” but “our son of bitch”. Así, como en el pasado y convencidas de que cualquier alternativa era peor, las democracias decidirían su mantenimiento en el poder, apoyarían su proyecto de instauración de una monarquía en la persona del príncipe don Juan Carlos y, tras su muerte, propiciarían la entrada plena de España en el seno del mundo libre. Ésa es la realidad histórica de la guerra civil española y de sus consecuencias posteriores. Lo demás son mitos.