Mi amor por Grecia y por la lengua y cultura griegas creo que es sobradamente conocido. Siempre he dicho que sin conocer el griego seguramente mi vida habría sido diferente siquiera porque me convertí leyendo el Nuevo Testamento en esa lengua, la original en que se escribió. Sin embargo, mi admiración por la cultura griega no se limita ni de lejos a los escritos neo-testamentarios. Recuerdo a la perfección la manera en que Homero me cautivó con sus epopeyas cuando sólo era un niño – por cierto, gracias a los amigos que me enviaron las últimas cajas de libros recuperé justo aquellos primeros ejemplares que tuve de la Ilíada y la Odisea – y esa sensación de fascinación continuó durante la infancia y la adolescencia de la mano de Jenofonte, Platón o el grandioso trío formado por Esquilo, Sófocles y Eurípides. Seguramente, con esos antecedentes, comprenderá el lector que me emocionara al visitar la exposición a la que antes he hecho referencia.
En su primera parte -el mundo de Egeo – no pude evitar sentirme transportado a un mar en el que he navegado ocasionalmente y en el que, más de una vez, fantaseé con hallar el lugar de reposo para los últimos años de mi vida. Pensé entonces en aprender a jugar tablis, en dominar el griego moderno y en inundar mi mirada de cielo y mar. No hace falta que diga que hace ya mucho que comprendí que ese sueño no se realizará y que también he asimilado la pérdida de algunas figuritas de arte cicládico que compré hace muchos, muchos años. El arte de las Cícladas sigue gustándome y me sobrecoge el gran movimiento cultural que se produjo durante el Neolítico en esa parte del Mediterráneo mientras los egipcios levantaban las grandes pirámides.
Ese fue el mundo también de la cultura minoica de cuya reconstrucción por Evans yo he sido siempre escéptico – es más, creo que en muchos aspectos fue una falsificación para llamar la atención – pero que, sin duda, fue una gran cultura femenina que dominó el Mediterráneo central hasta que un maremoto aniquiló su flota o los micénicos del norte se impusieron a sangre y fuego.
Precisamente a esa cultura micénica está dedicada la segunda parte de la exposición. Dado que es la de los conquistadores de Troya, la de los héroes homéricos y la de los filisteos a los que se enfrentó el reino de Israel no ha dejado de fascinarme a día de hoy. Recuerdo cómo las lágrimas se agolparon en mis ojos la primera vez que contemplé Micenas y cómo al recorrer sus calles devastadas, una vez traspasada la puerta de los leones, sentí que circulaba por un mundo ya visitado en infinidad de ocasiones.
La exposición cuenta con una magnífica reproducción de la máscara funeraria de Agamenón así como con armas, cerámicas y joyas de la época. Creo que dos cosas me impresionaron especialmente. La primera fueron las piezas escritas en lineal B, una misteriosa escritura descifrada en el siglo XX, que era una forma de pre-griego, el que utilizaron Aquiles y Odiseo, Áyax y Menelao, Néstor y Agamenón. La segunda fue encontrarme con los cascos de los héroes homéricos. No eran estos los elaborados yelmos de metal y plumas a los que nos tiene acostumbrados Hollywood sino unas gorras de cuero similares a las de los pilotos de la primera guerra mundial, pero cubiertas por fuera con colmillos de jabalí. Ante mi, aparecía el verdadero casco de Odiseo o de Aquiles y no la armadura llamativa, pero falsa de Brad Pitt.
La tercera parte de la exposición relacionada con la Grecia arcaica me reservaba sorpresas como los yelmos beocios encontrados en unas excavaciones y que no había tenido ocasión antes de contemplar así como la restitución del color original de algunas korai – muchachas – inicio de la que sería insuperable escultura helena.
La cuarta parte destinada a trasladarnos a unas poleis de deportistas y ciudadanos me permitieron regresar a ese mundo tan visitado por mi en que lo mismo estaba el conocido busto de Leónidas, el rey de los espartanos, como la cerámica maravillosa de figuras negras y rojas o los ostraka que servían para desterrar a los conciudadanos y de donde procede nuestro término “ostracismo”. Aproveché para contarle a Lara que me acompañaba la famosa anécdota relacionada con Arístides. Al parecer, se le acercó un ciudadano analfabeto y le pidió que escribiera el nombre de Arístides en el ostrakon para provocar su destierro. Arístides preguntó entonces al sujeto sobre la razón que tenía para desear ese destierro y si conocía al tal Arístides. El hombre señaló que no tenía motivo alguno y que no lo conocía – algo obvio puesto que hablaba con Arístides sin saberlo - pero que le molestaba que lo llamaran siempre el justo. Arístides no descubrió quién era, pero escribió su nombre en elostrakon y se lo entregó al ciudadano. Efectivamente, fue condenado al exilio, pero el episodio, dicho sea de paso, permite entender su sobrenombre.
Los atenienses – creadores de la democracia – se fueron volviendo cada vez más críticos del sistema cuando vieron como éste mantenía a holgazanes, cómo los demagogos arrastraban a masas ignorantes y egoístas, cómo ordenaba la muerte de Sócrates o cómo no pocos de los mejores ciudadanos, como Platón y Jenofonte, acababan optando por el exilio. Pero junto a una serie de instrumentos de votación y ostracismo – por ejemplo, los destinados a las votaciones - la exposición también recuerda lo que fue la Edad de oro de la tragedia griega o el surgimiento de la filosofía posterior a Sócrates sin olvidar a genios de la oratoria como Demóstenes.
La democracia quedó herida de muerte por la demagogia y los regímenes totalitarios como el de Esparta tampoco supieron sobrevivir. Al final, uno y otro sistema acabaron sucumbiendo frente al empuje de los reyes de Macedonia a los que está dedicada la quinta parte de la exposición. Filipo de Macedonia – un hombre de escasa estatuta a juzgar por las grebas de metal que aparecen en la exposición – logró lo que nadie había logrado: unificar Grecia. Lo consiguió además a pesar de estar situado su reino en la periferia. No era un bárbaro como clamaban sus enemigos sino un genio. A decir verdad, aunque eclipsado por su hijo Alejandro Magno, yo siempre he tenido la sensación de que Filipo fue el cerebro de un proyecto político que coronaría su hijo ya en otro continente: Asia.
Alejandro, joven, impetuoso, descontrolado no pocas veces, pero indudablemente genial, llevó a cabo el primer proyecto de globalización de la Historia más de tres siglos antes del nacimiento de Jesús. Para los griegos, se trataba de un peligro porque incorporaba no poco del despotismo oriental, pero, sin duda, también llevó su cultura a Egipto, a Persia, a Mesopotamia e incluso a Afganistán y la India. Las piezas escultóricas de la exposición nos lo muestran a la vez audaz y escandalosamente joven. Sus logros políticos se desplomarían en buena medida tras su muerte, pero el helenismo lo sobreviría hasta el punto de que Poncio Pilato interrogaría en griego koiné a Jesús – aunque le pese a Mel Gibson – y Jesús no sólo le respondería en esa lengua sino que además sus seguidores escribirían en la misma sus enseñanzas y hechos.
La última sala rinde tributo precisamente a ese período helénico que, en buena medida, llegó, al menos, hasta el siglo XV con la caída de Constantinopla en manos de los turcos, pero que volvería a reverdecer cuando Erasmo editara el Nuevo Testamento en griego y, acto seguido, la Reforma del siglo XVI pusiera al alcance del pueblo llano y en lengua vernácula ese texto prodigioso.
Termina la exposición y yo me siento, a la vez, conmovido y apenado. Conmovido porque, una vez más, he paseado por los caminos de un período histórico que ha ocupado mi vida desde hace no menos de medio siglo y apenado porque he de salir a una calle diferente de las de mis soñadas Ítaca, Atenas y Micenas. Lara me nota emocionado y sonríe amorosa. Más tarde, durante el día, me enviará un sms en el que dice: “Papá, gracias por todo lo que me has enseñado”. En realidad, soy yo el que está agradecido a Dios por estas horas en que, en el centro de Washington, he podido recorrer con ella mi amada Grecia.
CONTINUARÁ