Sin embargo, coincidíamos en la necesidad de defender la democracia. Como no podía ser menos, surgió a no mucho tardar el tema de la OTAN. Algunos sentían inquietud ante la posibilidad de que Donald Trump la desarticulara; otros se aferraban a que los miembros de su gabinete interrogados al respecto por el senado habían insistido en su importancia y en la necesidad de su permanencia. Fue entonces cuando la persona sentada justo a mi izquierda, un veterano embajador en importantísimo destino en la época del presidente norteamericano de mayor relevancia del último medio siglo, dijo de manera contundente: “Estados Unidos no puede seguir pagando el setenta y tres por ciento del gasto de la OTAN”. La frase encerraba en si misma todo un tratado de política. Se puede discutir si ha sido sensato alargar las fronteras de la OTAN hasta las de Rusia en contra de lo prometido por el gobierno de Estados Unidos a Gorbachov; se puede argumentar a favor y en contra de que la OTAN haya desbordado las fronteras y objetivos de su proyecto original; incluso se puede sostener que la OTAN tal como existe actualmente no tiene razón de ser y ha de verse sustituida por otra entidad. Sin embargo, hay un hecho que admite poca controversia. No es ni justo, ni razonable ni equitativo que Estados Unidos acabe pagando casi tres cuartas partes de la factura de una organización compuesta, de Albania a Turquía, por veintiocho naciones independientes. A nadie se le escapa que la contribución de Eslovenia o Eslovaquia no puede ser la de Alemania, Reino Unido o Francia. Sin embargo, no cabe engañarse ante la realidad de que Estados Unidos soporta un peso excesivo y que son muchos millones de norteamericanos los que así lo ven. Donald Trump, en su discurso de jura, se quejó de estos “trillones” – nuestros billones – de dólares que se gastan en el extranjero en lugar de emplearlos en el interior. Más vale que vayan tomando nota en los cinco continentes porque no hablaba en broma.