La llegada al poder de los liberales en marzo de 1901 estuvo acompañada del anuncio de reformas indispensables que chocaban con los intereses de la iglesia católica en España. A finales del citado mes, el conde de Romanones, ministro de instrucción pública, anunció que se respetaría la libertad de cátedra de los profesores universitarios y suprimió la religión como asignatura obligatoria en las escuelas públicas de enseñanza secundaria. Ambas medidas eran lógicas y moderadas, pero la reacción de los obispos fue extraordinariamente agresiva. El obispo de Santander, por ejemplo, las calificó como el camino que lleva hacia un “régimen republicano y ateo”[1]. No cuesta trabajo imaginarse que si semejantes medidas gubernamentales provocaron una conducta airada en el clero no mejor podía ser el anuncio de Sagasta de que, dada la situación de las arcas públicas tras la guerra con los Estados Unidos, el gobierno tenía intención de reducir el presupuesto de culto y clero y de renegociar el concordato de 1851[2]. Por añadidura, perseguía una meta expresada en repetidas ocasiones en el pasado, la de que las congregaciones religiosas se inscribieran en un registro ya que se trataba de entidades que, forzosamente, debían recibir un reconocimiento jurídico. Este último paso intentó darlo Sagasta mediante una revisión de la ley de asociaciones de 1887 y, de nuevo, la reacción episcopal fue virulenta instando al clero regular a no inscribirse[3]. El argumento era que el estado no tenía ninguna legitimidad para establecer un patrón legal por el que debía discurrir la vida de una congregación religiosa. A ello se sumaba el temor de que, caso de negarse la inscripción, la congregación tuviera que disolverse. En realidad, el gobierno no pretendía que así fuera, pero sí deseaba evitar la existencia de entidades que, por su “inexistencia” jurídica eran focos de opacidad en medio de la sociedad. Finalmente, la Santa Sede aceptó la inscripción en el registro, pero sólo a condición de que, previamente, el gobierno garantizara que no se le negaría a ninguna de las entidades que la solicitara. No se trataba de escasa concesión, pero el gobierno se sometió a ella para evitar una confrontación con la iglesia católica. Con todo, como ya había sucedido en el pasado, el intento de solventar cuestiones relacionadas con la iglesia católica volvió a provocar la salida del poder del partido liberal. En diciembre de 1902, Sagasta perdió un voto de confianza por un asunto menor y la situación fue aprovechada para que Alfonso XIII pidiera al conservador Francisco Silvela que formara un nuevo gobierno.
CONTINUARÁ