Casi todos recordarán a Barea de la época Aznar cuando, en un intento sensato por reducir el gasto público, empezó a recortar de los presupuestos todo aquello que no era indispensable. Le llamaban entonces “Eduardo Manostijeras” y mientras que la izquierda y los nacionalistas le lanzaban miradas aviesas otros nos percatábamos de que no había manera distinta de salir del marasmo económico en que nos habían hundido los mandatos de Felipe González. Mi relación con él fue después mucho más intensa. Formaba parte del grupo de economistas que tenía en la tertulia de La linterna durante las temporadas que dirigí el programa. Barea era destacadamente simpático y educado. Acudía a la radio acompañado por su hija o su esposa – tenía problemas de movilidad que fueron aumentando con el paso del tiempo – y con una enorme sencillez esperaba en la “pecera” a que pasara la publicidad para poder entrar al estudio. Nuestra relación era muy, muy amistosa y cuando yo decidí abandonar la COPE por razones que he explicado en infinidad de ocasiones y marcharme a establecer Es.Radio, Barea me dijo que se venía conmigo aunque le pagaran menos. Debo decir que no todos actuaron igual y que algunos se vinieron, pero porque, previamente, se le dio libertad para aparecer en todos los medios que quisieran. A mi la decisión de Barea me conmovió como siguió conmoviéndome su aparición, semana tras semana, en el programa de Es la noche de César. Era un profesional extraordinariamente riguroso y, con años de antelación, se percató de adónde íbamos a acabar con ZP. Por otro lado, con una memoria prodigiosa para los números, desgranaba cifras y datos para dejar de manifiesto que con ciertos niveles de gasto es tan imposible que despegue una nación como que se alce por los aires un pato atado a un yunque. En un momento determinado, decidí sacarle del ambiente fatigoso de las tertulias y darle una sección específica que se titulaba La lección de Barea. Primero, en televisión y radio y luego sólo en radio, cuando algún espabilado hundió la televisión, aquella intervención semanal era como un trallazo en la conciencia de cualquiera que deseara saber de verdad como estábamos económicamente. Un día me comunicaron desde arriba que, por razones presupuestarias, tenía que suspender su sección. Me causó una pena inmensa e insistí en ser yo quien le diera la noticia. ¿Qué menos se merecía que recibirla del que había sido durante años director del programa? Me dijo con una voz dulce y débil que lo comprendía y a mi se me partió el alma porque era dolorosamente consciente de que el espacio era bueno, era económico y, por añadidura, se podrían haber eliminado de aquella radio muchas otras cosas con más justicia porque eran peores y más caras. Pero yo – en contra de lo que pensaban algunos – no tenía capacidad de decisión – salvo para cuestiones muy, muy concretas - ni siquiera en mi propio programa. Lo he seguido recordando estos años: su vigor al exponer, sus manos movidas como espadas, sus ojillos vivos, su afecto… Descanse en paz, entrañable profesor.