Ciertamente, no es la primera vez que la CIA ha recurrido a un uso más que censurable de la violencia para, al final, sólo cosechar un fracaso. Creada en 1947 en virtud de la National Security Act, a lo largo de las décadas siguientes obtendría notables éxitos, pero también sonados fracasos. En 1948, por ejemplo, su intervención fue más que decisiva para evitar que el Partido Comunista Italiano ganara las elecciones y lograr que la Democracia cristiana se impusiera como partido de gobierno. Con todo, cuando en 1953, la dirección fue asumida por Allen Dulles, un personaje imbuido de la filosofía de la guerra fría, la CIA alcanzó su mayoría de edad. Ese mismo año, cosechó uno de sus grandes éxitos impulsando un golpe de estado en Irán que expulsó del poder al reformista Mossadegh y mantuvo el petróleo en manos de transnacionales británicas y norteamericanas. En 1954, logró el derrocamiento de Jacobo Arbenz en Guatemala protegiendo así los intereses de la United Fruit Company. En 1960, consiguió que fuera asesinado Patricio Lumumba abriendo el camino hacia la dictadura del general Mobutu. Es cierto que durante esos años, la CIA de Dulles fracasó estrepitosamente en sus intentos de infiltrarse en la Unión Soviética, pero los éxitos resultaron innegables. No faltaron tampoco grandes reveses. Uno de los más sonoros fue de la invasión de la Cuba castrista mediante un desembarco en Bahía Cochinos. La CIA – que había fracasado en distintos intentos para asesinar a Castro - insistió ante J. F. Kennedy en que apoyara la invasión porque, supuestamente, provocaría una sublevación popular que no podría ser neutralizada por el gobierno. En realidad, Dulles sabía sobradamente que, todavía fascinada por la revolución, la población cubana no se alzaría contra Castro, pero confiaba en que JFK, antes de soportar semejante fracaso, llevaría a cabo una invasión de la isla en toda regla. El director de la CIA se equivocó. JFK se negó a verse implicado en un conflicto armado que perjudicara la imagen de Estados Unidos y amenazó después del fracaso con “volar la CIA en mil pedazos”. No llegó a hacerlo víctima de un atentado en Dallas del que, durante décadas, se ha culpado a gente de la CIA. Por lo que se refiere a Dulles fue destituido de su cargo y llegaría a formar parte de la Comisión Warren que investigó el asesinato de Kennedy rechazando cualquier posible conspiración y culpando como asesino solitario a Lee Harvey Oswald. Más éxito que en Cuba tuvo la CIA en Indonesia donde en 1965, logró la llegada al poder de Suharto en Indonesia. En el curso de las semanas siguientes, no menos de medio millón de personas fueron ejecutadas por el dictador alegando que se trataba de comunistas. Con todo, el mayor triunfo de la CIA en los años setenta fue, muy posiblemente, el golpe de Pinochet que en 1973 derribó a Allende. Con todo, no logró compensar la amargura de la derrota en Vietnam. La CIA, presente en este país desde los años cincuenta, desarrolló en suelo vietnamita la denominada Operación Phoenix que tenía como objetivo derrotar al Frente de liberación nacional. Alcaldes, maestros, médicos y empleados de Hacienda se encontraron entre los detenidos, torturados y asesinados por la CIA en una cifra que rozó las veinte mil personas y que Wiliam Colby, el encargado de Phoenix justificó alegando que eran una “necesidad militar”. Los años setenta concluyeron para la CIA entre los fracasos y los escándalos al descubrirse que había llevado a cabo operaciones ilegales en el interior del país. Aunque en esa década y la siguiente, la CIA desarrolló sus actividades con mayor o menor éxito en una Centro-América convertida en el “patio de atrás”, su operación de mayor trascendencia fue la decisión de convertir Afganistán en un Vietnam para la Unión soviética. A finales de los años setenta, la CIA ya había comenzado a proporcionar ayuda a los talibán afganos a fin de provocar una intervención soviética. La maniobra – la más costosa de toda la Historia de la CIA – tuvo un éxito notable. El Kremlin decidió invadir Afganistán para apoyar al gobierno existente y se vio inmerso en una guerra de guerrillas contra integristas islámicos armados por Estados Unidos. Afganistán no fue la causa del desplome de la Unión Soviética como, en ocasiones, se afirma, pero le ocasionó un enorme daño en lo que a prestigio se refiere. La caída de la URSS permitió a la CIA ampliar su campo de operaciones – esta vez sí – en la Europa del Este. No sólo participó de maneras no del todo esclarecida en el desmembramiento de la antigua Yugoslavia – una jugada que pensó que debilitaría a Rusia – sino que además en 1994, abrió una base en la otrora pro-china Albania. En pleno siglo XXI, la invasión de Afganistán y la segunda guerra de Irak colocaron a la CIA en la primera línea de la denominada “guerra contra el terror”. El director de la CIA, George Tenet, apoyó a Colin Powell cuando presentó unas pruebas – que ahora sabemos que eran totalmente falsas – de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción masiva. Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que se descubriera que la estrategia seguida era errónea. En 2006, el National Intelligence Estimate – que reúne el consenso de una docena de agencias de inteligencia distintas – concluyó que la invasión y ocupación de Irak había “ayudado a que floreciera una nueva generación de radicalismo islámico y que la amenaza terrorista ha crecido en todas partes”. Semejante análisis – que resulta muy difícil de refutar – obliga a reflexionar sobre el balance real de las acciones de la CIA. Sin duda, constituyó una parte importante del valladar occidental frente a la Unión Soviética aunque su penetración en las naciones del Pacto de Varsovia fuera muy inferior a la conseguida por el KGB en Occidente. De manera semejante, fue un instrumento privilegiado para evitar revoluciones – Cuba y Nicaragua fueron una excepción – en Hispanoamérica. Sin embargo, las consecuencias de otras acciones suyas obligan a plantearse su eficacia. Por ejemplo, el derrocamiento de Mossadegh ha interferido en los sentimientos del pueblo iraní hacia los Estados Unidos desde mucho antes de la revolución islámica. De manera semejante, su conducta en la búsqueda de información ha contribuido a facilitar el reclutamiento en favor de organizaciones islámicas radicales al haber aceptado que se detuviera y considerara como terroristas a personas denunciadas, pero totalmente inocentes. De hecho, el oscar al mejor documental lo ganó en 2007 la película Taxi to the Dark Side donde se narraba cómo un taxista había sido torturado hasta la muerte sobre la base de una denuncia no contrastada y cómo semejantes excesos no eran, en absoluto, excepcionales en el comportamiento de la CIA. Debería mover a la reflexión que, de manera bien reveladora, cuando la CIA se ha mostrado más ineficaz ha sido, precisamente, al optar por seguir una conducta brutal que no reparaba en las consecuencias a largo plazo no sólo para determinadas naciones sino para los mismos Estados Unidos. A fin de cuentas, quizá no es casual que los talibán sigan utilizando para enseñar el odio a niños y jóvenes los mismos libros de texto proporcionados por la CIA para atizar la lucha contra la Unión Soviética; que la misma Al Qaeda a la que se atribuyen los atentados del 11-S recibiera ayuda de la CIA para combatir a los soviéticos o que el sanguinario ISIS tenga como califa a alguien que el senador John McCain, en mayo del año pasado, calificó como un “moderado” al que había que prestar apoyo. Jugar a Dios tiene estas amargas consecuencias.