Vaya por delante que yo no soy de los que opinan que la primera vez que Alfonso Coronel de Palma vio un receptor de radio fue cuando entró en su despacho de presidente de la COPE. Esa afirmación – injusta y cruel, que quede constancia – la formuló José María García en una entrevista realizada en Popular TV. No sólo eso. García acusó a Coronel de haber llegado al cargo sin conocerlo y de hacer las cosas rematadamente mal. Para colmo, pronunció aquella diatriba mientras miraba a la cámara como si pronunciara el juicio de la Historia. No llegó a llamar a Coronel abrazafarolas y chupóptero – términos caritativos que pronunciaba desde los micrófonos de la COPE en sus buenos días – pero bastó para que la periodista que lo entrevistaba, con voz temblorosa, le dijera que todos los trabajadores de la casa estaban muy contentos con la dirección de COPE. García, volviéndose hacia la desdichada, le dijo que aprendiera a morder la mano que tenía que besar y se fue tan fresco. Lo que pasó unos minutos después en la esquina de COPE fue inenarrable, pero de ello hago gracia al lector porque me desviaría mucho del tema.
Decía yo que no comparto la tesis de que Coronel de Palma no había visto un receptor de radio antes de etc, etc. Es más, estoy seguro de que más de una y más de dos veces debió contemplarlo en algún sitio e incluso escucharlo. No sólo eso. Hasta estoy convencido de que Coronel sabe que lo que ha dicho sobre el EGM no se corresponde con la verdad histórica. Baste citar dos ejemplos. Cuando Apezarena – que tan bien informa últimamente de los éxitos de audiencia de Es.radio – dejó hundida la audiencia de La linterna y Federico Jiménez Losantos asumió la dirección, el resultado no fue un peor EGM sino todo lo contrario. Se pasaba de malo a muy bueno y la audiencia supo reconocerlo. Segundo ejemplo. Cuando unos años después, Apezarena, por segunda vez, volvió a hundir La linterna y yo fui llamado a sustituirlo, la subida que experimentó la audiencia en el EGM fue, de nuevo, estratosférica. Como en el caso de Federico unos años antes, los oyentes agradecieron el cambio. Por lo tanto, teniendo en cuenta que Federico y yo dejamos la COPE con un record de audiencia y creciendo la de nuestros respectivos programas, lo suyo es que tanto La mañana como La linterna continúen esa estela y tengan unos resultados en el próximo EGM verdaderamente envidiables. Ésa es la lógica histórica a menos… a menos que la decisión empresarial de sustituir a Federico y de cambiar de manera radical la línea de COPE fuera un error de ésos que bastan para hundir una empresa saneada en el déficit previo a su quiebra.
Si se diera el caso de que COPE experimentara un bajón de audiencia no podrá jamás atribuirse, pues, al cambio de directores si no a otros factores que no voy a tratar ahora, aunque prometo hacerlo en el futuro. Nos encontraríamos – parodiando a García Márquez – con que Coronel no tiene quién lo escuche.
Pero seamos ecuánimes. Es muy fácil convertir a Coronel en el chivo expiatorio de la marcha de COPE. Cualquiera que hable con sus empleados y con los que no son sus empleados sabe que con escandalosa frecuencia escupen, orinan y defecan sobre él y su familia de manera inmisericorde. Tal conducta puede comprenderse si el que profiere las injurias es uno de las docenas de los que trabajaban en la COPE y han perdido el empleo tras la salida de Federico, pero aún así no es justa ni puede aceptarse. Coronel es el presidente de COPE, pero las decisiones – acertadas o equivocadas – las ha tomado con el respaldo de un consejo de administración. Coronel es el presidente de COPE, pero quien se coloca detrás de los micrófonos y dirige los programas no es él. Coronel es el presidente de COPE, pero los sindicatos tienen voz propia y activa y mecanismos legales para hacerse escuchar. Coronel, al fin y a la postre, es el presidente de COPE, pero no es el propietario ni ha impuesto a la propiedad de la cadena nada que ésta no haya decidido asumir con decisión e incluso entusiasmo. Guárdense, pues, las gentes de emitir juicios severos sobre él, incluso aquellos que piensen erróneamente, como José María García, que el primer receptor de radio que vio Coronel fue el que descansa sobre una de las estanterías de su despacho de presidente de la COPE.
AGORA (y III): El cristianismo victorioso
En mis dos últimos artículos me refería al carácter de panfleto fallido y de pésima reproducción de la Historia de que adolece la película Ágora. En este último, deseo detenerme en una cuestión que Amenábar pasa por alto en su película y cuyas claves me atrevo a decir que no ignora del todo. Me estoy refiriendo a las razones del triunfo del cristianismo sobre el paganismo, precisamente cuando éste seguía siendo profesado por una parte no escasa de la población del imperio. Como bien puede verse en los primeros minutos de Ágora, los paganos, llegado el caso, recordaban con resentimiento que los cristianos habían sido una minoría perseguida apenas unos años antes y algunos incluso habían sido testigos de los intentos de exterminio llevados a cabo por ciertos emperadores. ¿Por qué se produjo, sin embargo, el triunfo del cristianismo? Desde luego, no por la violencia o el poder político. De ser así, habría sido el paganismo el que, en el espacio de tres siglos, habría logrado extirpar al cristianismo del mapa imperial. Pasando por alto cuestiones sobrenaturales que al historiador no le competen, yo diría que el triunfo final derivó de tres circunstancias que, curiosamente, Amenábar menciona de pasada en los inicios de su película. La primera fue la crítica cristiana del paganismo que tenía entre otras manifestaciones la del culto a las imágenes de los dioses. Partiendo de una crítica ya realizada por el pueblo judío, los cristianos se burlaban de aquellas imágenes de plata y oro que, como señala el salmo 135:16-17, “tienen boca y no hablan; tienen ojos y no ven; tienen oídos y no oyen”. Igualmente – y aquí seguían incluso a autores paganos – señalaban la inverosimilitud de unos dioses tan humanos como para fornicar, matar o robar. Frente a esa visión de la divinidad, el cristianismo oponía la fe en un Dios único que era Amor y que lo había demostrado al encarnarse para morir por el género humano. La segunda razón fue la superioridad de la ética cristiana. No pocos paganos – Hipatia fue un ejemplo – sentían repugnancia ante la degeneración moral del paganismo, pero el cristianismo fue más allá del mero desagrado e impulsó una traducción real del amor al prójimo. Los primeros médicos que no abandonaron a sus pacientes durante las epidemias fueron cristianos, como también lo fueron los primeros orfanatos y hospitales, y los primeros que opusieron alternativas al aborto o el infanticidio. El emperador Juliano - que intentó infructuosamente restaurar el paganismo – escribió a los sacerdotes paganos insistiendo en que debían comportarse de esa manera y ofreciéndoles incluso subvenciones públicas para hacerlo. Fue inútil. El paganismo carecía de esa fibra moral. Por último, el cristianismo planteaba una predicación sin complejos. Sus seguidores estaban convencidos de que este mundo está perdido sin la luz que emana del Evangelio y que por ello no podían anteponer la cortesía a la verdad. No estaban, desde luego, dispuestos a dejarse paralizar por lo políticamente correcto de la época. Esa combinación permitió al cristianismo sobrevivir una serie de persecuciones despiadadas, crear unas instituciones que en la actualidad ya forman parte del aparato del estado y triunfar sobre el paganismo. Amenábar deja entrever retazos de que lo sabe, pero también de que, al final, ha preferido quedarse con el simulacro en lugar de con la verdad.
De Calvino, Servet y la Inquisición
Uno de los lectores de este blog pretendió al hilo de mi último texto igualar a Calvino con Tomás Moro ya que yo había señalado el pasado poco conocido, pero innegable, de represor de la libertad de conciencia que tuvo el canciller inglés autor de Utopía. Por amor a la Historia y a la verdad me veo obligado a responder a esa afirmación que no pasa de ser un disparate, seguramente de buena fe, pero disparate.
La figura de Calvino puede gustar más o menos. Sin embargo, su influencia es extraordinaria en términos históricos en episodios positivos como la revolución puritana del s. XVII en Inglaterra, la configuración de la constitución de los Estados Unidos o el desarrollo del capitalismo. En una encuesta reciente, incluso era considerado en Francia como el segundo francés más importante de la Historia. Compararlo pues en términos históricos con Tomás Moro es una insensatez porque es comparar a un personaje de muy tercera fila como el inglés – el propio Erasmo que lo quería mucho y era amigo suyo afirmaba que no llegaba a la categoría de humanista – con un gigante que verdaderamente cambió la Historia.
Tampoco en el terreno de la libertad de conciencia existe punto de comparación entre ambos. Tomás Moro, a diferencia de Calvino, se expresó una y otra vez en contra de la libertad de conciencia e hizo todo lo que estuvo en su mano – incluyendo el uso de la tortura y de la hoguera – para impedirla en Inglaterra. No lo ocultó sino que insistió en que resultaba indispensable para salvar el mundo en que creía. Calvino, por el contrario, insistió en la defensa de la libertad de conciencia. La única excepción a esa trayectoria fue el caso de Miguel Servet. Personalmente estoy convencido de que si Servet hubiera sido ejecutado por la inquisición española que lo perseguía para quemarlo pocos lo conocerían hoy de la misma manera que pocos recuerdan los nombres de los quemados en los autos de fe de Valladolid de hace ahora cuatrocientos cincuenta años. El caso, sin embargo, es que, finalmente, ardió en la Ginebra de Calvino… aunque no por orden de Calvino sino del gobierno de la ciudad en el que el reformador no tenía cargo alguno.
Insisto en ello: según la mentalidad de la Europa católica, Servet debía arder en la hoguera y lo hubiera hecho de caer en sus manos. Desde el punto de vista de la Europa protestante – donde nunca existió una inquisición - la muerte de Servet fue repudiable y así lo expresaron públicamente personas cercanas a Calvino y otros teólogos reformados. No sólo eso. El municipio de Ginebra levantó un monumento de pública petición de perdón en honor a Servet. No puedo decir lo mismo – y pena me da como español – en relación con ninguno de los protestantes ejecutados en España por la inquisición. No sólo eso. Menéndez Pelayo se quejaba en el siglo XIX de que hubiera gente que se atreviera a recordar a los quemados en Valladolid y yo mismo, siendo niño, pude escuchar a uno de mis profesores – bellísima persona, por otro lado – asumiendo la quema de biblias protestantes como un acto obligado. Se trataba, eso es cierto, de un acto común no hace tantas décadas en España, pero que jamás se produjo en la Europa protestante. Todo esto sea dicho sin ánimo de controversia y sólo por amor a la verdad histórica.