Incluyo una entrevista con Pedro Tarquis sobre el tema y un artículo largo que publiqué para el Interamerican Institute for Democracy a cuyo consejo consultivo me honro en pertenecer. Espero que disfruten de ambas.
Aquí está la entrevista
Y aquí el artículo
EL PAPA, EL DICTADOR Y EL PRESIDENTE PALESTINO
Esta semana pasada ha estado rezumante de noticias de interés que, de manera bien destacada, pasaban por los últimos pasos dados por la diplomacia vaticana. Si la semana comenzó con el encuentro del papa Francisco con el dictador cubano Raúl Castro concluyó con el anuncio del reconocimiento del estado palestino. No hay que ser un avezado analista para captar el desconcierto, incluso malestar, que semejantes acciones han provocado en amplios sectores de la población mundial. Ese desconcierto ha sido mayor si cabe entre los católicos. En el curso de las líneas siguientes, desearía señalar que, en contra de lo que se pueda pensar, ambas acciones son notablemente coherentes, no guardan una relación especial con el presente pontífice y, lejos de causar confusión, deberían llevarnos a afinar nuestra percepción de la realidad mundial.
Aunque para muchos, la iglesia católica es simplemente una religión - la única verdadera para centenares de millones de habitantes de este planeta - la realidad es diferente y más compleja. En realidad, la iglesia católica es imposible de desvincular de la existencia de un estado concreto reconocido como tal por el derecho internacional, el así llamado Estado Vaticano. A decir verdad, la cabeza de la iglesia católica - el papa - es, a la vez y comprensiblemente, jefe del Estado Vaticano. Este estado presenta características muy específicas. Por ejemplo, es, junto a la república islámica de Irán, una de las pocas teocracias que siguen existiendo en el globo. Por añadidura, su forma política es la de una monarquía electiva, como antaño lo fue la visigótica en España o la polaca, donde sólo la aristocracia participa en la elección del nuevo monarca. La legitimación de tan peculiar - y arcaica - forma de estado es espiritual, pero semejante forma de legitimación estuvo muy extendida hasta bien entrado el siglo XIX. De manera que sólo puede calificarse como natural, ese estado Vaticano, como todos los estados por otra parte, tiene intereses muy concretos y, a pesar de las declaraciones de principios, esos intereses no son espirituales sino, fundamentalmente, políticos, sociales y económicos. Quien comprenda esta sencilla circunstancia captará sin problemas los caminos de la diplomacia vaticana mientras que quien se aferre a la idea de que la Santa Sede no se mueve más que por principios de carácter espiritual estará condenado a la perplejidad perpetua. Enunciado este punto de partida permítaseme entrar en los dos episodios concretos a los que me refería al inicio de este artículo. Comencemos por el cubano.
Corría el año 1998 cuando se publicó un libro titulado Diálogos entre Juan Pablo II y Fidel Castro. La obra consistía en realidad en una recopilación de las homilías pronunciadas por el papa durante su visita a Cuba y de los discursos que, en respuesta, había pronunciado el dictador caribeño. Partiendo de esa base, el libro no presentaba mayor interés en la medida en que se limitaba a recoger textos de circunstancias. Sin embargo, sí resultaba más que llamativo su prólogo. A lo largo de casi medio centenar de páginas, aquel preámbulo presentaba una visión de Cuba ciertamente notable.
Achacaba sus males no a la dictadura comunista sino a lo que denominaba el bloqueo de Estados Unidos; cargaba después contra el sistema capitalista basándose incluso en algunos de los textos pontificios de Juan Pablo II y, finalmente, afirmaba que el sistema político y social más cercano a la doctrina social de la iglesia católica era un socialismo como el cubano siempre que se le añadiera la idea de Dios. Al concluir la lectura del prólogo, poca duda podía haber de que su autor simpatizaba con la dictadura cubana y no sentía un especial afecto por la democracia liberal. El autor de aquel prólogo, por añadidura, no era Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez, Jon Sobrino o algún otro de los teólogos de la Liberación. Se llamaba, en realidad, Jorge Mario Bergoglio y era arzobispo de Buenos Aires. Hoy todo el mundo lo conoce como el papa Francisco.
Más de un católico bienintencionado se preguntará cómo ha sido posible que un prelado con semejantes antecedentes haya sido elegido papa y cederá al impulso de alguna teoría conspirativa. A decir verdad, hay que responderle que Bergoglio fue elegido por sus pares como cabeza de la iglesia católica por la sencilla razón de que fue contemplado como el personaje más adecuado para hacer avanzar sus intereses internacionales.
La elección del papa Francisco estuvo vinculada a dos objetivos bien definidos. El primero es contener el avance extraordinario de las iglesias evangélicas en Hispanoamérica, un avance que ha resultado imparable en los últimos cuarenta años y que amenaza con convertir a la iglesia católica en la segunda confesión del continente en tan sólo un par de generaciones socavando así las bases de un poder que sigue siendo extraordinario en ámbitos como el social, político y económico. Ese retroceso resultaría especialmente perjudicial en la medida en que el subcontinente hispanoamericano es el único lugar del mundo en que la iglesia católica no es testimonial, como en África o Asia, o se ve sometida a un abandono masivo de la sociedad sobre la base de la secularización, como en Europa.
El segundo objetivo - muy relacionado con el anterior - es mantener buenas relaciones con las dictaduras del denominado socialismo del siglo XXI acerca de las cuales el Vaticano considera que durarán décadas. Finalmente, a esos dos objetivos se suma el deseo de mantener unas relaciones lo más cordiales posibles con el mundo islámico en la medida en que se aprecia su pujanza agresiva y en que su presencia en Europa es creciente. El papa que sucediera a Benedicto XVI tenía que ser una persona idónea para enfrentarse con esos desafíos y no, por ejemplo, como cabría esperar, con legislaciones cada vez más laxas en materia de aborto o eutanasia o con la extensión de la influencia del lobby gay.
Pasar por alto la existencia de esa agenda vaticana, ha dado lugar a anécdotas no exentas de comicidad. Por ejemplo, apenas unas horas antes de la elección de Bergoglio como pontífice, el bloguero católico español más relevante, Francisco José de la Cigoña, se permitió escribir un artículo abiertamente injurioso contra el entonces cardenal acusándole de numerosas vilezas e incluso calificando su mirada como torva. De la Cigoña - que, ocasionalmente, se presenta crítico con la labor de algún prelado - no podía entender que el Espíritu Santo bendijera a semejante sujeto con la elección papal. Quizá no fue el Espíritu Santo a fin de cuentas, pero Bergoglio fue elegido y De la Cigoña volvió a publicar al día siguiente su injurioso artículo aunque añadiendo una coletilla afirmando que el Espíritu Santo había hablado y lanzando vivas al mismo personaje al que había vilipendiado apenas unas horas antes.
El autor de las líneas que leen ustedes ahora partió para analizar la futura elección papal de un punto de partida totalmente distinto del expresado por De la Cigoña o la mayoría de los católicos. Fue el de los intereses reales del estado Vaticano. Así, en un artículo publicado, antes de la elección del actual papa, publicó un retrato robot del futuro pontífice que sólo permitía dos opciones o un papa de transición que permitiera encajar la salida de Benedicto XVI o un cardenal que encajara a la perfección con esos intereses ya señalados. El perfil que dio entonces encajaba como un guante en el actual papa Francisco: un papa hispano - pero no étnico sino de aspecto europeo - que pudiera neutralizar el avance de las iglesias evangélicas y llevarse bien con las denominadas dictaduras del socialismo del siglo XXI. No deseo jactarme lo más mínimo, pero creo que los hechos han demostrado que no me equivoqué un ápice en mi análisis. A decir verdad, desde su llegada al trono pontificio, el papa Francisco ha intentado neutralizar el avance evangélico recurriendo a la adulación de determinados personajes de relevancia y, en paralelo, es el gran valedor secreto y eficaz de las dictaduras de izquierdas en Hispanoamérica. De hecho, uno de los resultados más relevantes de la ayuda brindada a los dictadores que oprimen a millones de hispanoamericanos ha sido la aceptación por parte de la Casa Blanca de las conversaciones con la dictadura cubana. A su vez, el resultado más decepcionante para la Santa Sede ha sido que la Casa Blanca no haya sido igual de receptiva a los consejos del papa Francisco de que se siente a dialogar con Maduro. Sin embargo, la agenda papa es obvia hasta el punto de que, como le dijo a Raúl Castro, sus encíclicas provocan la satisfacción de los dictadores siempre, eso sí, que sean de izquierdas. No resulta, pues, casual que en Cuba, la nación con normativa más represiva en términos de libertad de expresión, los medios únicos que no pertenecen al Partido Comunista sean de la dictadura chavista y de la iglesia católica. La horrenda dictadura caribeña sabe a la perfección quiénes son sus amigos y valedores. De hecho, en el futuro, la Santa Sede no dejará de dar pasos en favor de esas dictaduras en la convicción de que obedece a los intereses no de sus fieles, pero si del estado Vaticano.
Pasemos ahora al reconocimiento del estado palestino. Como en el caso del prólogo, poco conocido, pero iluminador, de Bergoglio, la referencia histórica vuelve a ser obligada. En este caso el año que corría era el 1904. En esa fecha, el papa Pío X concedió una audiencia al judío Theodor Herzl, fundador del sionismo moderno. La intención de Herzl era conseguir el respaldo de la Santa Sede para la creación de un estado judío. Sin embargo, el papa Pío X, tras escuchar a Herzl, le dijo, de manera tajante, que la iglesia católica no podía reconocer al pueblo judío ni sus pretensiones de establecer un estado en Palestina puesto que, literalmente, los “judíos no han reconocido a nuestro Señor”. La actitud del Vaticano en contra del establecimiento, primero, y del reconocimiento después del estado de Israel se mantuvo firme en el curso de las décadas siguientes. En 1917, la Santa Sede se manifestó contraria a la Declaración Balfour que reconocía el derecho de los judíos a un hogar nacional en el mandato de Palestina alegando que era inaceptable que los “Santos lugares” pudieran encontrarse bajo gobierno judío. Voy a pasar por alto la actitud más que discutible de Pío XII ante el nazismo y el trágico periodo del Holocausto, pero sí debo hacer hincapié en que, al decidir la ONU la división del mandato británico de Palestina en 1947 en dos estados, uno judío y otro árabe, el Vaticano insistió en que Jerusalén no estuviera situado en ninguno de los dos sino que fuera una zona libre. Israel estaba ciertamente interesado en el reconocimiento por parte del Vaticano, pero todavía en 1964, cuando el papa Pablo VI visitó Tierra Santa no pronunció ni una sola vez la palabra Israel en sus discursos subrayando la negativa de la Santa Sede al reconocimiento del estado judío. La razón fundamental de esta conducta que chocaba con el derecho y la realidad internacionales era el deseo del Vaticano de mantener buenas relaciones con los países árabes. Ni siquiera la aprobación durante el concilio Vaticano II de la Declaración Nostra Aetate en la que, por primera vez en la Historia, la iglesia católica afirmaba que no se podía culpar a todos los judíos del pasado ni tampoco a los de hoy de la crucifixión de Jesús cambió esa situación diplomática. A decir verdad, la Santa Sede no comenzó a modificar su posición hasta que, después de la primera guerra del Golfo en 1991, la OLP reconoció al estado de Israel al igual que lo hicieron potencias como China o India. Semejantes cambios en el tablero internacional amenazaban con dejar aislada en tan delicada situación a la Santa Sede y Juan Pablo II dio órdenes para iniciar negociaciones que permitieran el reconocimiento del estado de Israel. En 1994, efectivamente, el Vaticano reconoció al estado de Israel, pero también a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) como representante de los palestinos y, de hecho, estableció relaciones diplomáticas con las dos instancias a pesar de su disparidad jurídica. De manera bien significativa, la Santa Sede había dado semejante paso después de naciones como España que se negaron durante décadas a no reconocer al estado de Israel por influjo vaticano, después de China e India e incluso después de naciones árabes. Por añadidura, lo había hecho a la vez que reconocía a la OLP.
Partiendo de ese contexto histórico no puede sorprender que, apenas unas horas después del encuentro entre el papa Francisco y Raúl Castro, el Vaticano anunciara su intención de reconocer el estado palestino. De hecho, la Santa Sede ha anunciado la próxima firma de un tratado bilateral que define a Palestina como Estado. La noticia no puede considerarse una sorpresa ya que durante su visita a Tierra Santa, el papa Francisco siempre se refirió al “Estado palestino”, aun a sabiendas de que la expresión implicaba un desaire diplomático para Israel. El anuncio del acuerdo, que se firmará en un “futuro próximo”, coincide además con la confirmación de que el presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmud Abás, sería recibido por el papa Francisco el sábado coincidiendo con la canonización de dos monjas nacidas en territorio palestino.
No cabe, sin embargo, engañarse. El tratado implica un intercambio de beneficios ya que, si bien implica el reconocimiento del estado palestino, también regulará “aspectos esenciales de la vida y la actividad de la Iglesia católica en Palestina”. Por añadidura, tampoco es consecuencia de un papa Francisco supuestamente trastornado sino directamente de un acuerdo suscrito ya en febrero de 2000 entre la Santa Sede y la OLP.
El que la diplomacia vaticana se rija no de acuerdo a unos principios morales impuestos sobre sus fieles sino por intereses muy concretos además humanos explica que la Santa Sede rechazara durante décadas el reconocimiento del estado de Israel por considerar intolerable que algunos santos lugares estuvieran bajo administración judía y, sin embargo, en estos momentos, no tenga ningún inconveniente en que eso suceda si la administración es palestina y, presumiblemente, musulmana. No se trata, por otro lado, de una postura nueva ya que la Santa Sede reconoció, de manera muy discutible jurídicamente hablando, representación diplomática a la OLP al mismo tiempo que al estado de Israel.
La solución de los dos estados es la única que respetaría la Resolución 181 de las Naciones Unidas que establecía la fundación del estado de Israel y también la de un estado árabe. Sin embargo y no cabe engañarse al respecto, no da la sensación de que la Santa Sede se abrace ahora a esa posibilidad movida por principios morales. De hecho, durante décadas, el Vaticano distó mucho de mantener una posición imparcial ya que se mostró absolutamente contrario al reconocimiento del estado de Israel a la vez que asumía posiciones favorables a los estados árabes. Sólo el temor a quedar aislado en el plano internacional lo arrastró al reconocimiento del estado de Israel unido, eso sí, al de la OLP que ya había dado ese mismo paso.
Ahora, tras la última maniobra de la diplomacia vaticana, se encuentra más bien un intento de sintonía con algunas naciones europeas y, por encima de todo, un guiño claro al islam que ha sido definido por el papa Francis de manera no poco discutible como “una religión de paz”. Al final, como siempre, este nuevo paso diplomático de la Santa Sede es fácil, muy fácil de comprender si se tiene en cuenta un sencillo planteamiento: la iglesia católica pregona determinados principios, pero actúa siempre de acuerdo a sus intereses como estado.
A nadie que conozca la Historia debería sorprenderle esta situación. A fin de cuentas, en 1929, el Vaticano firmó con el dictador fascista Mussolini los pactos de Letrán que le concedían unos privilegios de los que sigue disfrutando a día de hoy; en 1933, la Santa Sede suscribió un concordato con el dictador nacional-socialista Hitler que proporcionó a éste una notable legitimidad en el plano internacional y en 1945, esa misma Santa Sede puso en funcionamiento la denominada popularmente Ruta de las ratas que permitió escapar a numeroso criminales de guerra nazis hacia Hispanoamérica. En todos y cada uno de los casos, el Vaticano no dudó en tener como interlocutor a dictadores terribles e incluso en ayudarlos de manera más que dudosa moralmente en la medida en que, aunque no defendía principio moral alguno, sí avanzaba sus intereses económicos y políticos. El papa Francisco no es, pues, un innovador sino un continuador de una asentada tradición de siglos. La única diferencia es que ahora los dictadores no se llaman Mussolini y Hitler sino Castro y Maduro. Pero no debería extrañarnos.