Sábado, 27 de Abril de 2024

España o la leyenda de la ciudad sin nombre

Lunes, 30 de Junio de 2014

Desde niño he sido aficionado a los musicales. Tanto que en algún momento de mi infancia intenté bailar claqué – Fred Astaire me fascinaba – y que incluso soñé con ser el doctor Higgins de My Fair Lady. Me duraron pocos aquellas ideas, pero el amor por los musicales prosiguió, especialmente por los de Lerner and Loewe.

​De entre éstos, siempre tendrá un lugar en mi corazón La leyenda de la ciudad sin nombre (Paint Your Wagon) aunque, por hoy, evitaré algunas anécdotas personales relacionadas con el mismo. Lo menciono hoy porque lo visto y observado durante el mes casi entero que he pasado en España me lo ha recordado una y otra vez. Lamento si destripo el argumento a alguien, pero resulta indispensable para establecer los paralelos. La leyenda de la ciudad sin nombre cuenta la historia de un poblado minero (No Name City) establecido durante la fiebre del oro. Durante un tiempo, el preciado metal enriquece a los mineros, pero llega un momento en que comienza a escasear poniendo en peligro la continuidad de todo. Es entonces cuando Ben (Lee Marvin) y Pardner (Clint Eastwood) se percatan de que desde las mesas de poker no dejan de caer porciones de polvo de oro que se cuelan por entre las rendijas del suelo de los saloons perdiéndose Dios sabe donde. Entusiasmados con su descubrimiento, comienzan a excavar galerías en el subsuelo para apoderarse del codiciado polvillo. Precisamente cuando se encuentran entregados a tan lucrativa y secreta labor llega a la Ciudad sin nombre un predicador evangélico que, en uno de los mejores números musicales, advierte a los mineros de que Dios no seguirá pasando por alto la prostitución, las borracheras, la avaricia y otros pecados que se dan cita profusamente en la población. La gente no sólo no escucha al predicador sino que incluso se burla de él afirmando que seguirá viviendo como quiere y que prefiere ir al infierno a convertirse. Pero tras el anuncio del juicio, los hechos se encaminan inexorablemente hacia su final. Un día, la gente del pueblo trae un toro para obligarlo a combatir con otro pobre animal. El predicador vuelve a lanzar la advertencia y, como antes, no es escuchado, pero entonces, de la manera más inesperada, la tierra, trepanada por los túneles cavados por Marvin e Eastwood comienza a temblar, se abre bajo los pies de los impíos mineros y se traga la ciudad. El juicio de Dios, aunque sea a través de medios humanos como casi siempre, se ha cumplido.

Recordé estas secuencias vez tras vez a mi paso por España porque la nación no es sino un inmenso queso de Gruyère excavado por la codicia, la mentira y la cobardía. Adelanto que nada, absolutamente nada, ha mejorado con el gobierno de Rajoy y que, por el contrario, no pocas cuestiones han empeorado. Durante décadas, la riqueza nacional ha sido expoliada por todo tipo de castas privilegiadas. Del nacionalismo catalán a los sindicatos, de la iglesia católica a los partidos, del sistema financiero a las oligarquías regionales, de los titiricejas a las clientelas del poder político, todos han ido llevándose crecientes raciones del producto del trabajo de los españoles. Lo han hecho con tal entusiasmo que España entró en una crisis profunda un año antes de que lo hiciera el resto del mundo. Pero ni siquiera entonces se moderaron. Más bien sucedió todo lo contrario. Todavía se volvieron más codiciosas. La iglesia católica logró de ZP que le más que duplicara la asignación del IRPF pasando de 0.3 a 0.7; el nacionalismo catalán consiguó que no intervinieran la región que explota como un cortijo, que se gastara más dinero en ella y que se concedieran privilegios especiales – y negados a otras cajas - a la Caixa; los bancos y cajas recibieron el dinero público – o sea el que ha salido de nuestros bolsillos – sin rendir responsabilidades y, por supuesto, sin encaminarlo al crédito imprescindible para reflotar la economía; las clientelas de partidos y sindicatos siguieron creciendo y un largo etcétera. Para mantener ese acentuado saqueo no se recurrió a las dos únicas medidas que hubieran tenido posibilidades de éxito: la bajada de impuestos y el recorte del gasto. Tanto ZP como Rajoy-Montoro han hecho lo contrario. Aumentaron el gasto en las castas privilegiadas y subieron los impuestos. No sólo eso. Como señala una reciente sentencia del Tribunal Supremo, España se ha convertido en un “Guantánamo fiscal” ya que Hacienda sólo se dedica a intentar recaudar con razón o sin ella y para ello pisotea los principios jurídicos más elementales. Buena prueba de la veracidad de ese aserto es que la mitad de las causas entabladas contra ella por los contribuyentes acaban con una derrota de los Montoro´s boys, pero ¿qué más le da a Montoro si ya ha metido las cifras en las cuentas falseándolas por enésima vez?

En esa situación, el desempleo sigue siendo el más elevado de la Unión Europea; los recortes afectan sólo a los que no pueden defenderse como jubilados, enfermos y dependientes y, presa de una ignorancia económica con pocos paralelos en Occidente, buena parte de los votantes se decantan hacia posiciones utópicas quizá porque no ven salida alguna en las fuerzas políticas mayoritarias.

En estas semanas y a pesar de haber hablado con numerosísimas instancias sólo he encontrado a una persona cuya situación económica era mejor que hace seis meses. Vendía cuadritos dibujados por él en la calle. Libre de la persecución de Montoro, entregada a la economía sumergida, esta persona podía respirar e incluso obtener unos beneficios netos superiores, por ejemplo, a lo que cobraban mis redactores en Es. Radio. Más elocuente no puede ser el caso.

España es ahora mismo No Name City. La suma de sus muchos, muchísimos pecados, pero, sobre todo, su empecinada voluntad de no arrepentirse lo más mínimo la han arrastrado a una situación en la que se nota dolorosamente la crisis, pero que es sólo prólogo de algo mucho peor. Por supuesto, desoye al que la insta al arrepentimiento porque, en no escasa medida, lo que duele a sus ciudadanos no es que se gaste locamente sino que no se gaste en ellos; no que haya corrupción sino que esa corrupción no les aproveche; no que los políticos sean unos sinvergüenzas sino que no los beneficien. Ni que decir tiene que, como advertía aquel aguerrido predicador, España-No Name City va a ser objeto del juicio de Dios, el que deriva de sus pecados y que se hundirá con no menos estrépito que la ciudad minera de la película. Y sin embargo…

Y sin embargo, sigue existiendo esperanza. Al igual que en La leyenda de la ciudad sin nombre, tras la quiebra y la fuga de los culpables, algunos se quedaban a reconstruir todo mediante el trabajo honrado y la puesta en práctica de principios nobles e incluso bíblicos, yo también creo que, después del desastre, habrá gente como Clint Eastwood y Jean Seberg que construirán sobre las ruinas. Las personas de los muros de Facebook con las que me encontré el día 1 de junio en algunos de los momentos más felices vividos en este viaje a España; aquellos que no se ciegan ante la realidad por el sectarismo sino que la ven y piensan en cómo solucionarla; los que confían en que Dios actuará no por nuestros méritos sino por Su Gracia; los que ya dejaron de esperar que los políticos solucionen nada porque nada van a solucionar, esos y otros como ellos alzarán todo de nuevo y si España ha aprendido la lección no volverá a repetir los horribles errores y horrores que ha venido perpetrando vez tras vez durante el último medio siglo. Que así sea y que Dios los bendiga.

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