Dicho esto, me inquieta profundamente que se entenderá por exaltación del franquismo. Por ejemplo, si alguien enuncia los innegables éxitos económicos del desarrollismo franquista de los sesenta, ¿será castigado? Si señala que peor habría sido la victoria del Frente popular, ¿será penado? Incluso si alguien – la subjetividad es la subjetividad – afirma que la parte de su vida más feliz transcurrió durante el franquismo siquiera porque era mucho más joven, ligaba más y estaba más sano, ¿será sancionado? Tengo que decir que la simple idea de que alguien sea castigado por hablar bien del régimen que sea me provoca una profunda repugnancia. Supongamos que usted fue un policía de Franco infiltrado en una organización terrorista y que luego se ha dedicado a escribir panfletos a favor del dictador. ¿Acaso por eso lo van a encarcelar? ¡Hombre, por Dios, que diga lo que quiera y que escriba lo que le parezca! Serán los historiadores, seguramente los de generaciones venideras, los que vayan afinando el juicio, positivo y negativo, del franquismo y también del nazismo y del comunismo. Con el paso del tiempo, incluso personajes como Churchill o Roosevelt no quedarán bien parados ante las nuevas generaciones. Hasta un día dejará de ser tabú la inmensa culpa de Polonia en el estallido de la segunda guerra mundial, un desastre cuyas semillas llevaba sembrando desde la primera. Y así podría seguir multiplicando los ejemplos. Sería una muestra de sensatez, de respeto y de democracia que los políticos no entren en la Historia ni para imponer una versión oficial afirmando la perversidad de Franco o las dulces bondades de la inquisición. Sin embargo, todo indica que iremos en la dirección opuesta quizá porque Franco, las hogueras del Santo oficio, los autos de fe o los tribunales populares en lugar de ser eventos puntuales forman parte de una manera de ver a los demás como el enemigo al que hay que abatir, el hereje que se tiene que retractar o arder o el infeliz que llevará siempre el sambenito. Dios ampare a los pobres españoles.