Reconozco sin problema que Netanyahu es uno de los políticos más inteligentes que existen en la actualidad. Es capaz de contar con el respaldo de Trump – muy aireado – y con el de Putin – totalmente silenciado – e incluso cuando no simpatiza con alguien, como fue el caso de Obama, logra arrancarle una ayuda económica para Israel que supera a la de la totalidad del Plan Marshall que se destinó a casi una treintena de países después de la devastadora guerra mundial. En Estados Unidos, le tiene tomada la medida como si los hubiera parido al congreso, al senado y a buena parte de los evangélicos que son una fuerza electoral decisiva. En Israel, ha conseguido reunir detrás de él lo mismo a los hinchas del equipo de fútbol más agresivo – los Ultrasur a su lado son un grupo de ursulinas – que a los judíos procedentes de la disuelta URSS. Entre ellos, hay de todo, pero algunos como el moldavo Avigdor Lieberman - al que otorgó las carteras de Asuntos exteriores y de defensa - son personajes para echarse a temblar. Lieberman ha realizado afirmaciones sobre los árabes que habrían acabado con la carrera de cualquiera en un país civilizado salvo - ¡claro está! – que fuera un nacionalista catalán hablando de los españoles. Cuando se compara a Netanyahu con Dayan, Rabin, Peres e incluso Begin resulta más que obvio que el deterioro de la política no tiene lugar sólo en España. Y es que, al fin y a la postre, la victoria de Netanyahu mete en un callejón de difícil salida a Israel al pesar sobre él tres causas de corrupción y dibujarse una cuarta en el horizonte y no coloca en mejor tesitura al resto del mundo tras haber procedido a la anexión de los Altos del Golán en contra del derecho internacional y haber señalado que pretende quedarse con Cisjordania, al menos, en parte. Supongo que sus seguidores estarán encantados. Otros, dentro y fuera de Israel, nos sentimos consternados.