Jueves, 25 de Abril de 2024

La Reforma indispensable (III): la crisis espiritual (I): el papado

Domingo, 6 de Julio de 2014

Las vísperas de la Reforma no sólo transcurrieron sobre un deterioro considerable de las estructuras eclesiales sino sobre un panorama de profunda crisis espiritual que ha sido negada una y otra vez por autores católicos de manera totalmente infructuosa ya que aparece, de manera insistente e innegable, en las fuentes históricas.

​No se trataba sólo de que la iglesia católica hubiera pasado por episodios de terrible desunión como el papado de Aviñón o el Gran cisma de Occidente. La tremenda crisis institucional del papado constituía un síntoma innegable de una no menos profunda crisis espiritual. A decir verdad, la necesidad de Reforma era palpable hacía al menos trescientos años como había propuesto Inocencio III en el IV concilio de Letrán..

En primer lugar, se encontraba el cuestionamiento de un poder papal cuya imagen había quedado muy erosionada como consecuencia del Cautiverio de Aviñón o del Gran Cisma de Occidente. Quizá esa imagen hubiera podido mejorar – Martín V se esforzó, sin duda, por conseguirlo - si los papas del Renacimiento se hubieran ocupado de ser pastores entregados al rebaño y se hubieran prodigado en los cuidados espirituales que necesitaba el pueblo de Dios. Desgraciadamente, ésa constituyó, en realidad, una de las épocas más negras del papado.

La potestas papal se dirigió de manera preeminente hacia las cuestiones temporales y, para remate, estuvo infectada por la corrupción y el nepotismo. Como ha reconocido apropiadamente el católico Lortz, “desde Calixto III y, sobre todo, desde Sixto IV, los Papas son en gran medida representantes de su familia. El papado se ha convertido en una continuación de las generaciones dinásticas, el Patrimonium Petri es un Estado italiano; sus rentas son sacadas en gran parte de los asuntos generales de la Iglesia y entregadas a la familia o a los favoritos del portador de la tierra… la Iglesia se ha metido en una amplia corriente de simonía y, en relación con la nueva cultura del Renacimiento, había penetrado en ella un deseo de placer que tuvo como consecuencia las múltiples faltas de espiritualidad y moralidad” [1].

Por supuesto, no todo resultó negativo en los pontificados de los papas renacentistas. Sin duda, respaldaron la actividad de no pocos humanistas; se convirtieron en mecenas difícilmente superables; intentaron ocasionalmente aglutinar a los príncipes cristianos en la defensa de Occidente frente a las agresiones islámicas; aprovecharon las oportunidades de ampliar los territorios pontificios e incluso estuvieron a punto, como nunca antes, de someter bajo la sede romana a las iglesias de Oriente. Sin embargo, sus historias distaron mucho de resultar ejemplares.

Con la existencia simultánea de dos papas - Félix V (5 de noviembre de 1439 - 7 de abril de 1449) y Nicolás V (6 de marzo de 1447 – 24 de marzo de 1455) - se produjo un nuevo cisma que pudo ser conjurado gracias a que el primer pontífice aceptó abandonar su trono a cambio de ser creado cardenal de Santa Sabina (un cargo notablemente lucrativo) y también vicario y legado papal de Saboya y diócesis adyacentes.

Nicolás V no actuó corruptamente – a decir verdad, quizá fue el único pontífice del Renacimiento al que se puede eximir de esa acusación – pero ni logró convencer a los príncipes occidentales de la necesidad de apoyar a Bizancio contra la amenaza turca ni pudo evitar sufrir durante años sus últimos tiempo el temor de ser asesinado en cualquier momento.

Calixto III (8 de abril de 1455-6 de agosto de 1458), un valenciano de la familia Borja, fue acusado repetidamente de comportamiento nepotista y corrupto ya que nombró para el cardenalato y otros cargos importantes a diversos familiares. No deja de ser significativo que el mismo día de su muerte se produjera una sublevación en Roma contra aquellos a los que la población llamaba los “odiosos catalanes”, es decir, el sector más odiado de las tropas y los funcionarios españoles con que el papa había sustituido a los italianos. Llama la atención que en las fuentes italianas de la época cuando los españoles eran buenos fueran denominados “españoles” mientras que cuando eran corruptos y ladrones se les llamara “catalanes” independientemente de su lugar de origen real.

Su sucesor Pío II (19 de agosto de 1458 - 15 de agosto de 1464) era un humanista importante, el famoso Eneas Silvio Piccolomini. Aunque en el pasado había defendido las tesis de la superioridad del concilio sobre el papa, tal y como queda reflejado en sus memorias, condenó mediante la bula Execrabilis de 18 de enero de 1460 la práctica de apelar al concilio general. Al igual que Pablo II (30 de agosto de 1464 - 26 de julio de 1471), su sucesor y que Sixto IV (9 de agosto de 1471 – 12 de agosto de 1484), fracasó en el intento de organizar una cruzada. Este último papa fue un verdadero paradigma de la situación de crisis por la que atravesaba la iglesia católica. Nacido en Celle de padres pobres, fue educado por los franciscanos. En 1464, fue elegido general de esta orden gracias a los sobornos repartidos por el duque de Milán. Tras el fracaso de su proyecto de cruzada contra los turcos, se volcó en los asuntos italianos y en la promoción de su familia relegando los asuntos espirituales a una consideración muy secundaria. De hecho, de los treinta y cuatro cardenales que creó la mayoría carecía de cualidades espirituales y, por añadidura, seis eran sobrinos suyos. Su nepotismo acabó creando una grave situación financiera a la Santa Sede que se intentó solucionar mediante la agravación de la fiscalidad en el seno de la iglesia católica y un aumento del tráfico de indulgencias.

Le sucedió Inocencio VIII (29 de agosto de 1484 - 25 de julio de 1492), un papa que respaldó con entusiasmo la expulsión de los judíos llevada a cabo en España por los Reyes Católicos en 1492 y que tuvo que enfrentarse a la desastrosa situación financiera heredada de su antecesor. El método elegido al respecto – la venta de cargos eclesiásticos - resulta bien revelador de la crisis espiritual por la que atravesaba la iglesia católica, en general, y la Santa Sede, en particular. A pesar de todo – y, ciertamente, la situación distaba mucho de ser aceptable - ninguno de los papas anteriores incurrió en los excesos de sus sucesores Alejandro VI – Pío III reinó solo diez días - y Julio II.

Alejandro VI (11 de agosto de 1492 - 18 de agosto de 1503) pertenecía también a la familia española de los Borja (Borgia en italiano). Protagonista de una brillantísima carrera eclesial, en 1457 comenzó a desempeñar las funciones de vicecanciller de la Santa Sede. Aprovechando ese puesto, Rodrigo Borja reunió una fortuna extraordinaria que le convirtió en el segundo cardenal más acaudalado del orbe. Por añadidura, esa riqueza le permitió pagar los sobornos suficientes como para lograr su elección como papa. Con seguridad, hay que descartar los rumores de que mantuvo relaciones sexuales con su hija Lucrecia – cuestión distinta es el hecho de que tuviera distintas amantes tanto en su etapa como cardenal como en la que fue papa – pero sí resulta innegable que su pontificado estuvo marcado por razones políticas de carácter familiar entre las que descolló el deseo de favorecer a su hijo César. Así, el papa Borgia utilizó las cuantiosas sumas procedentes de la venta de indulgencias por el año santo (1500) para financiar las aventuras militares de César. Inmoral y nepotista, pero hábil político y generoso mecenas artístico, Alejandro VI encontró la muerte de manera bien significativa. Fue envenenado por error al suministrársele en el curso de una cena la ponzoña que estaba destinada a un cardenal que era su invitado.

 

Por lo que se refiere a Giuliano della Rovere - el futuro Julio II (1 de noviembre de 1503 - 21 de febrero de 1513) - procedía de una familia pobre que había pensado dedicarlo al comercio. Sin embargo, la ayuda de su tío le permitió adquirir una educación y tomar las órdenes sagradas. Al convertirse su tío en el papa Sixto IV, fue creado obispo de Carpentras y poco después cardenal. Al morir Pío III, tras un pontificado de sólo veintiséis días, consiguió mediante sobornos y promesas ser elegido papa derrotando al denominado partido español. Julio II – y constituye uno de los grandes méritos de su pontificado - fue un mecenas de considerable importancia, que protegió a artistas como Miguel Ángel, Bramante y Rafael, y que en 1506 colocó la primera piedra de la nueva basílica de san Pedro. Sin embargo, este papa destacó, por encima de todo, como un hábil diplomático y un terrible militar - lo que provocó las burlas más aceradas de algunos de sus contemporáneos como Erasmo – que convirtió en principal objetivo de su reinado el aumento del territorio de los Estados pontificios. Tras derrotar a la familia Borgia, en 1511 formó la Santa Liga, en unión de España y Venecia, con la finalidad de defender el papado y logró expulsar a los franceses de Italia. Apodado - no sin razón - “Il terribile”, su muerte fue recibida con pena por los italianos que lo consideraban un verdadero libertador de la opresión extranjera.

El panorama resulta – no se insistirá lo suficiente en ello – obvio e imposible de discutir. Los papas eran diplomáticos, mecenas, incluso guerreros, pero, en el ámbito espiritual, dejaban mucho, muchísimo que desear. No se trataba sólo de que sus vidas estuvieran manchadas por el nepotismo, la corrupción, la belicosidad, la sensualidad o la inmoralidad sexual, sino de que el enfoque de sus reinados se encontraba más orientado a aumentar sus territorios y a dejar memoria propia como si fueran reyes meramente temporales que a atender las obligaciones propias de un pastor de almas. Y, sin embargo, a pesar de todo, seguramente el papado no era la parte de la iglesia católica que sufría la crisis peor. Aún más grave era la que atravesaban la Curia y los obispos.

CONTINUARÁ

 

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