Viernes, 29 de Marzo de 2024

Las razones de una diferencia (XXIV)

Domingo, 27 de Abril de 2014

¿Hay salida? (XII): El nepotismo, entre la familia y la 'famiglia'

​El hecho de que España –como Italia y Portugal– se mantuviera en el campo de la Contrarreforma tuvo también, entre otras consecuencias, la de convertir el nepotismo en una conducta habitual. Lejos de haber nacido con el PSOE, sus raíces se hunden en la misma evolución eclesial de la Edad Media.

En el año 1692, cuando resultaba más que obvio el fracaso de la Contrarreforma en mantener a toda Europa sometida a la iglesia de Roma, el papa Inocencio XII promulgó una curiosa bula que pretendía neutralizar una de las acusaciones más repetidamente formuladas contra el papado como era la de la corrupción. El texto, la bula Romanum decet Pontificem, prohibía a los papas entregar en adelante posesiones, oficios o ingresos a cualquier familiar, aunque seguía considerando lícito el nombramiento de los parientes para el cardenalato. Desde luego, no podía decirse que Inocencio XII se pusiera la venda antes de la herida. A decir verdad, la corte papal llevaba siglos convertida en una sentina de nepotismo –el mismo término se acuñó en ella dados los sobrinos (nepotes en latín) que habían recibido injustamente los más diversos y caros privilegios– sin temor al efecto de tan escandalosa conducta ya que a nadie se le hubiera ocurrido censurar lo que acontecía en el seno de la única iglesia verdadera y, caso de hacerlo, la inquisición hubiera dado buena cuenta de él.

Los ejemplos históricos se cuentan por docenas. Por ejemplo, el papa Calixto III creó cardenales a dos de sus sobrinos y uno de ellos, Rodrigo, aprovecharía el nombramiento para convertirse en el papa Alejandro VI, el famosísimo papa Borgia. Alejandro VI era un personaje extraordinariamente inteligente, tanto como político como en calidad de guerrero, pero nadie en su sano juicio lo hubiera considerado dotado de las virtudes que, en teoría al menos, ha de tener un príncipe de la iglesia católica. Alejandro a su vez creó cardenal a Alejandro Farnesio, hermano de una amante, personaje que, por cierto, también acabó sentado en el trono papal con el nombre de Paulo III. Conocedor del funcionamiento real de la Santa Sede, tan poco parecido al que relatan los apologistas de la Contrarreforma, Paulo III, a su vez, convirtió en cardenales a dos sobrinos que tan sólo tenían catorce y dieciséis años de edad. Ese tipo de nombramientos no pretendió evitarlos el papa Inocencio con la bula citada –acabar con el nepotismo parecía una tarea imposible, si es que alguien la deseaba, en la corte papal– pero sí quiso evitar algunos de los efectos del nepotismo.

La verdad es que con estos antecedentes puede comprenderse más que sobradamente por qué el nepotismo ha seguido siendo común en las naciones donde triunfó la Contrarreforma mientras que ha causado una profundísima repugnancia en aquellas donde la Reforma se alzó con la victoria. Docenas de políticos, catedráticos y gestores que han colocado a hijos, sobrinos o queridas se han limitado a seguir la senda surcada con enorme pasión por no pocos cardenales y papas. Si así se podía comportar el que, por definición, es vicario de Cristo en la Tierra y cabeza de la única iglesia verdadera, ¿por qué no podría hacerlo un simple consejero, concejal o presidente de CCAA? ¿Acaso sus obligaciones morales son mayores que las del Sumo Pontífice? Así, a bote pronto, no da la impresión.

En realidad, el nepotismo era una planta ponzoñosa que, casi de manera obligatoria, tenía que surgir en un medio como el del catolicismo medieval y desaparecer, por el contrario, en el momento en que se produjera un regreso a las Escrituras. No me refiero sólo al hecho de que en la Biblia el nepotismo es censurado con una extraordinaria acritud –el casos de Elí y sus hijos es paradigmático– hasta el punto de apuntar al mismo como la raíz de la decadencia espiritual y política de Israel. También entran en juego factores como que en el Antiguo Israel y en el cristianismo primitivo, nadie pensó, como un santo católico del siglo XX, que “el matrimonio es para la clase de tropa”.

El libro del Génesis establece, por ejemplo, que la primera obligación del ser humano es “peru u rebu” (creced y multiplicaos) (Génesis 1: 26-28) y que esa circunstancia se daba, como el trabajo, antes de la Caída. La identificación que algunos teólogos medievales hicieron entre el sexo y el pecado original fue no sólo una majadería antibíblica sino además una enseñanza dañina. De hecho, no deja de ser revelador que el apóstol Pablo dejara señalado que “es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospitalario, apto para enseñar, no dado al vino, no entregado a las pendencias, no codicioso de obtener ganancias no honradas, sino amable, pacífico, no avaro, que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad, por que el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo va a cuidar de la iglesia de Dios?” (I Timoteo 3: 2-5). Pablo era célibe, al igual que Bernabé, pero él mismo era consciente de que lo suyo era absolutamente excepcional ya que había renunciado al “derecho a llevar a una hermana por mujer”, derecho, por cierto, al que no habían renunciado “los otros apóstoles, y los hermanos del Señor y Cefas” (I Corintios 9: 5). Lo normal entre aquellos primeros cristianos era que los obispos estuvieran casados porque nadie puede ponerse a aconsejar sobre matrimonio y familia si no conoce esa situación de primera mano y esa circunstancia era incluso compartida por Pedro (Cefas) y el resto de los apóstoles. Como tendría de claras las ideas el apóstol de los gentiles en relación con el matrimonio que llegó a calificar de “doctrinas de demonios” el que se prohibiera el matrimonio o consumir algunos alimentos (I Timoteo 4: 1-5). Da la sensación de que Pablo de Tarso no hubiera hecho lo que se dice buenas migas con los ascetas medievales…

Sé que se han escrito montañas de libros para demostrar que el celibato es muy beneficioso, pero, sinceramente, suplico que se me permita abrazar la enseñanza de Pablo de Tarso y no la de otros de menor mérito que él. Yo creo –como el apóstol– que el obispo debe estar casado y tener hijos porque si no consigue gobernar el ámbito familiar decorosamente, hay que ser un insensato para poner en sus manos la iglesia de Dios. Pero regresemos a donde estábamos. El cambio de esa enseñanza original del cristianismo primitivo –cambio que dio origen al peor de los nepotismos– se fue produciendo a lo largo de la Edad Media no sin reticencias ni excepciones como cuando, para mantener todo el patrimonio dentro del seno de la iglesia católica, se prohibió el matrimonio de los clérigos. Que la medida contribuyó al proceso de espectacular acumulación de riquezas llevado a cabo por la iglesia de Roma resulta innegable, pero los otros efectos de semejante prohibición no fueron, por regla general, positivos y la prueba de ello es las resistencias y excepciones de que fue acompañada la imposición del celibato obligatorio.

De las resistencias a esa medida dan fe las repetidas llamadas a que se obedezca el mandato del celibato sacerdotal, mandato que era desobedecido, por supuesto, por sacerdotes que eran libertinos, pero también –y sobre todo– por aquellos que, siguiendo el contenido del Nuevo Testamento, se empeñaban en tener una esposa y unos hijos. Además de las resistencias, estuvieron las excepciones como la referente a los sacerdotes católicos de rito oriental a los que se permitió –y se permite– contraer matrimonio para que salieran de la iglesia ortodoxa y entraran en la católica. La excepción lleva a pensar que la norma no debe ser tan importante, pero detenernos en ese punto nos alejaría mucho del tema de esta entrega. Finalmente, es sabido que se produjo una imposición definitiva del celibato sacerdotal en Trento frente a la posición de los protestantes que habían tenido la osadía de regresar al concepto original seguido por los apóstoles y ordenado por Pablo prefiriéndolo a las enseñanzas de los papas medievales.

 

Junto con esa separación operada entre el clero y el matrimonio y la familia, la iglesia católica fue también configurando durante la Edad Media una visión de su ideal de la familia. De manera bien significativa –y llamativa– esa visión paradigmática era la Sagrada Familia donde, de acuerdo con la teología católica, los esposos no tenían relaciones sexuales y el niño único había nacido de manera virginal. El paradigma puede ser calificado, sin duda, como extraordinario –cuestión aparte es que tenga el menor punto de contacto con la realidad histórica– pero, difícilmente, puede ser visto como modélico salvo que deseemos la extinción física de la especie humana.

La suma de factores como la consideración de la vida conyugal y familiar como una forma de existencia espiritual propia de la “clase de tropa”, la imposición del celibato obligatorio del clero y la conversión de una familia sin sexo en familia modélica provocaron, en paralelo y como reacción, un fortalecimiento, desequilibrado moralmente, de la familia como clan que no podía menos que protegerse teniendo en cuenta que, espiritualmente, encarnaba una realidad inferior. Los resultados de ese desequilibrio moral fueron todo menos positivos.

El clero podía no tener esposa e hijos, pero sus miembros se aferraron a la defensa de sus sobrinos –e hijos bastardos– con una corrupción y un nepotismo espectaculares; mientras que no pocas familias acabaron convirtiéndose en algo bien diferente a entidades normales. Desde luego, no deja de ser significativo que el fenómeno de las familias mafiosas surgiera en naciones católicas; y que las primeras fueran irlandesas e italianas y, ocasionalmente, de judíos procedentes de naciones católicas como Polonia. La familia, desquiciada de una visión natural, había terminado por dar paso a la famiglia.

El nepotismo se convirtió durante la Edad Media no sólo en la práctica habitual de papas o de clérigos que no tenían otra manera de ayudar a sus parientes o hijos –como aquellos pecados tan hermosos a los que se refirió Isabel de Castilla y que no eran sino los bastardos de un famoso y notable cardenal– sino también en un referente de acción moral. Porque, a fin de cuentas, ¿podía el nepotismo ser tan grave cuando la conducta era practicada con verdadera profusión por pontífices, cardenales y obispos?

 

El nepotismo, lejos de ser una creación del PSOE –como a algunos les encantaría creer– se ha dado en todas las épocas de nuestro discurrir a lo largo de los siglos como sabe cualquiera que se haya molestado en estudiar la Historia de España. En ocasiones, el nepotismo arrastró a la nación a guerras absurdas simplemente porque la reina de turno deseaba hacer un favor a alguno de sus hijos príncipes. A fin de cuentas, la factura la pagaba España. En otras, se favoreció descaradamente a familiares o queridas porque la familia es lo primero. Sucedió con la monarquía, con las repúblicas y, por supuesto, con las dictaduras donde lo mismo el hermano de la amante del general Primo de Rivera, la famosa “Caoba”, realizaba pingües negocios que el marqués de Villaverde se convertía en concesionario, se borraban las huellas de la cercanía de Nicolás Franco con el escándalo del aceite de Redondela o quedaba inconclusa hasta el día del juicio final una causa inmobiliaria en la que se había visto envuelta Pilar Franco. Ya sé que algunos, haciendo gala del tuertismo español, intentarán disculpar semejantes iniquidades señalando que otros han robado más. Lo mismo hasta se sienten felices, pero el argumento resulta inmoral e ineficaz e indica una indigencia ética que espanta.

El nepotismo fue visto con absoluta repugnancia en las naciones donde la Contrarreforma no llegó a imponerse –de ahí, por ejemplo, el escándalo que para millones de norteamericanos significó el comportamiento de una familia irlandesa y católica que respondía al nombre de Kennedy– pero sigue presente en aquellas donde la Contrarreforma triunfó a sangre y fuego. La manera en que lo ha hecho es ciertamente espectacular.

Por supuesto, podríamos citar casos como los de Italia, México y Argentina, pero España es un verdadero paradigma que resulta aún más chocante al ver otros caminos por los que ha evolucionado la moral social. El nepotismo se ha mantenido mientras la moral familiar católica se ha desplomado de una manera que resulta espectacular y que hace pensar si alguna vez, de no ser por el código penal, tuvo muchos seguidores en España.

Sobre el uso de los anticonceptivos ni siquiera merece la pena hacer mención porque ni los obispos se atreven a censurar abiertamente el uso del preservativo o de la píldora. Por otro lado, dado que la tasa de natalidad española es la más baja de la Unión Europea habrá que llegar a la conclusión de que o los católicos españoles, en su mayoría, presentan una alarmante tasa de infertilidad, o que poseen una especial asistencia del Espíritu Santo a la hora de aplicar el método Ogino o que hacen tanto caso a las enseñanzas del papa en ese terreno como un musulmán. Si entramos en otras áreas morales, España cuenta con la tasa más alta de divorcio de la Unión Europea cuando el matrimonio es indisoluble para un católico –por lo visto, los protestantes que no lo ven como tal, no se han lanzado en brazos del divorcio con entusiasmo sino por simple necesidad– y con la cifra más elevada de práctica de abortos. La distancia entre la moral sexual y familiar vivida por la católica España y lo que enseña su iglesia da la sensación en ocasiones de constituir dos líneas paralelas que no llegan jamás a cruzarse, aunque también es verdad que, por regla general, la Conferencia episcopal dedica más espacio en sus medios y comunicados a referirse a la casilla dedicada a la iglesia católica en el impreso del impuesto sobre la renta que a predicar sobre tan espinosos temas. Sería, desde luego, ilustrativo el ver el impacto que sobre ellos ha tenido la Jornada mundial de la Juventud celebrada hace pocos años, pero quizá resulte demasiado pronto para llevar a cabo ese análisis.

Con todo, a pesar de los datos de distanciamiento entre la población española y la enseñanza moral de la iglesia católica, el colocar a los miembros de la familia ha continuado siendo una práctica absolutamente normal. Por supuesto, no tengo ninguna objeción moral contra que Rockefeller –socio mayoritario de sus empresas– o Paco Pérez, dueño de su bar, coloquen a sus hijos. Que los hijos hereden los bienes de los padres es justo y sensato –precisamente lo que pretendía evitar la aplicación obligatoria del celibato del clero– y el que tenga un vástago inútil o vago ya tendrá tiempo para lamentarlo. Sin embargo, resulta intolerable ese comportamiento cuando sucede en el campo de la política como hemos visto recientemente en casos como los hijos de Jordi Pujol, los hermanos Maragall, los Nadal, los retoños de Manuel Chaves, los parientes de Felipe González, los hermanos de Alfonso Guerra, el esposo de María Dolores de Cospedal y su hermano, el marido de Soraya Sáenz de Santamaría, el hermano de Montoro y un larguísimo, a decir verdad inacabable, etcétera. Yo – que nunca he negado mi natural malicia– he llegado a preguntarme si la tibieza con la que el PP ha acometido los recortes indispensables del gasto público no se debe a que no pocos de los pesebres que desaparecerían tienen como destino servir de colocación a familiares diversos.

 

Por desgracia, el nepotismo no está limitado a la política. También es fácil verlo en la universidad donde yo he conocido a un catedrático que fue dando empleo a sus hijos en el departamento hasta que, en el intento de colocar a una sobrina, el resto del profesorado acabó quejándose. No hablemos ya de las queridas o queridos. En otro tiempo, se les ponía un piso y, a fin de cuentas, el pecador corría con los gastos de su pecado. En los últimos años he podido contemplar como lo mismo se les otorgaba una dirección general que un ministerio, un programa de radio –o de tv– o una cátedra si se terciaba. Ni que decir tiene que, en la aplastante mayoría de los casos, sin mérito alguno e incluso haciendo abiertamente el ridículo, pero casi siempre cubriéndose el gasto del deleite con dinero de los demás.

En la España que, psicológicamente, ha seguido en brazos de la Contrarreforma, tal conducta es tan normal como considerar que el trabajo es una maldición, que el robar no resulta especialmente importante, que la mentira es un pecado venial o que tenemos derecho a que alguien –sea la Santa Madre Iglesia o el Santo Padre Estado– cuide de nosotros.

Tan asumido está que el nepotismo es una conducta sin mácula que, hace pocos años, el director de un conocidísimo programa de radio se negó a colocar a su hermano en la lista de colaboradores del mismo. La reacción del hermano al que se negaba el tan extendido disfrute del nepotismo fue retirarle la palabra alegando que se había “roto el vínculo”. A decir verdad, el director del programa en cuestión había aplicado una norma de honradez profesional que nadie hubiera cuestionado en naciones de herencia protestante como Gran Bretaña, Estados Unidos o Noruega. Sin embargo, viendo lo que es la católica España, descendiente directa de la España de la Contrarreforma, es más que comprensible la reacción airada de su hermano. ¡Mira que era mala suerte tener como hermano a uno de los escasos españoles que aborrece el nepotismo!

Pues bien, o el nepotismo es desterrado de la vida pública en España y se ve sustituido por el mérito y la valía reales o no saldremos de la situación en que nos hallamos sumidos. No es tarea fácil –basta ver los vínculos familiares de los sucesivos papas o de algunos obispos y cardenales para percatarse de que el nepotismo ha seguido muy vivo hasta hoy– pero sí indispensable. Sin embargo, todavía no es suficiente.

CONTINUARÁ

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