Señalaba la semana pasada cómo de la visión contrarreformista ha derivado España no sólo la creación de grupúsculos especialmente adecuados para que puedan medrar sus miembros sino también la supuesta legitimación para que quienes se aprovechen de ellos no tengan más méritos que la mera pertenencia. Muy relacionado con esa circunstancia se encuentra el gusto hispánico –no sólo hispánico – por el monopolio.
Comenzaba la entrega anterior refiriéndome a la visión contrarreformista que anteponía la supuesta ortodoxia al mérito o el saber y para ello me refería a la burla que del fenómeno llevaba a cabo Cervantes en uno de sus entremeses más jocosos. No debió de parecerle la cuestión cosa baladí al ilustre escritor porque en su obra máxima, la Segunda parte del Quijote, vuelve a abordar el tema con cristalina claridad. En el capítulo IV refleja el siguiente diálogo:
–Vos, hermano Sancho –dijo Carrasco–, habéis hablado como un catedrático; pero, con todo eso, confiad en Dios y en el señor don Quijote, que os ha de dar un reino, no que una ínsula.
–Tanto es lo de más como lo de menos –respondió Sancho–; aunque sé decir al señor Carrasco que no echara mi señor el reino que me diera en saco roto, que yo he tomado el pulso a mí mismo, y me hallo con salud para regir reinos y gobernar ínsulas, y esto ya otras veces lo he dicho a mi señor.
–Mirad, Sancho –dijo Sansón–, que los oficios mudan las costumbres, y podría ser que viéndoos gobernador no conociésedes a la madre que os parió.
–Eso allá se ha de entender –respondió Sancho– con los que nacieron en las malvas, y no con los que tienen sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, como yo los tengo. ¡No, sino llegaos a mi condición, que sabrá usar de desagradecimiento con alguno!
La afirmación no puede ser más obvia. ¿Cuál es el mérito alegado por Sancho para gobernar incluso un reino? ¿Sabiduría? ¿Experiencia? ¿Educación? ¿Deseo de hacer el bien? ¿Ansia de justicia? Ni por asomo. Pura ambición y desnuda codicia legitimadas, eso sí, por “cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos”. Con argumentos no mejores, todos hemos visto a “progres” ocupando puestos para los que no tenían la menor capacidad o a supuestamente piadosos sujetos destrozando todo lo que se les ponía en las manos. Tanto en el caso de las fuerzas del progreso como de las eclesiales, el pato - ¿qué digo pato? La fiesta entera – la han pagado los de siempre.
Ya he estudiado en otro lugar cómo Cervantes, que creía en la España oficial en la Primera parte del Quijote, era un notable escéptico de las bondades del sistema en la segunda. Seguramente más lo hubiera sido de ver los resultados con la perspectiva de medio milenio. De hecho, Sancho acabará descubriendo que la experiencia de la ínsula Barataria resulta extraordinariamente amarga porque él, en realidad, no es “uno de los nuestros” sino, a lo sumo, el “tonto útil” que los sustenta. Además, chocará con una realidad derivada de ese problema de la “secta” –que decía Ricardo de la Cierva– y que no es otro que el del monopolio. Partiendo de que en España sólo podía haber una iglesia que era la única y verdadera y que a cualquier disidencia le esperaba la hoguera o, con suerte, el exilio no puede sorprender que se consolidara la idea del monopolio en cualquier otra área de la existencia. A decir verdad, es condición esencial de la vida española, pero también de la que discurre por las repúblicas hermanas al sur del río Grande. No se trata de tener libertad propia sino de privar de ella a los demás. No se trata de poder gritar sino de que los demás guarden silencio. No se trata de poder vender sino de que los demás no tengan la menor posibilidad de comerciar. No se trata de irrumpir en un muro de Facebook sino de pretender imponer la propia opinión denigrando incluso al titular.
En El liberalismo es pecado, el piadoso sacerdote lo había establecido con claridad al señalar como grandes males conceptos como los de libertad de expresión o soberanía nacional, bien es verdad –y dicho sea en su descargo– que el buen hombre se limitaba a seguir, como vimos en una entrega anterior, la línea de enseñanza trazada de manera inequívoca por los papas. A fin de cuentas, no se trataba de que la iglesia católica tuviera libertad para expresarse –derecho que nadie cuestionaría– sino de que nadie más pudiera tenerla. No se trataba de que la iglesia católica pudiera expresar sus ideas sino de que nadie más pudiera hacerlo. No se trataba de que la iglesia católica pudiera tener escuelas sino de que ese derecho le fuera arrebatado a cualquier otro. La Historia de España de los últimos cinco siglos está entretejida por ese gusto morboso por el monopolio total y absoluto, lo que explica en no escasa medida las luchas feroces para quebrantarlo y tratar no pocas veces de imponer otro que simplemente lo sustituya.
Esa cosmovisión católica ansiosa del monopolio explica, sin ningún género de dudas, la especial configuración de la izquierda española tan similar a la de otras naciones católicas y tan diferente, por ejemplo, de la izquierda escandinava. La izquierda no ha buscado que todos pudieran actuar con libertad sino que su libertad acabara laminando la de los demás –especialmente sus grandes rivales– en un futuro utópico. Era la sustitución de una iglesia absoluta por otra que no aspiraba a ser menos.
Ni siquiera la Transición y la constitución cambiaron esa situación de siglos. A decir verdad, habría que señalar que a lo que hemos asistido durante décadas es a todo lo contrario. Los primeros que lo entendieron fueron aquellos criados a los pechos de la santa madre iglesia, los nacionalistas catalanes y vascos. Desde el primer momento, impusieron un monopolio prácticamente total de la información que se sufre hasta el día de hoy y que tiene como consecuencia directa que, por ejemplo, en Cataluña las pastorales conjuntas no sólo las firmen obispos sino, si se tercia, directores de medios de comunicación o rectores de universidad. Fuera del nacionalismo no hay salvación, salvo que algunos decidan vivir en el ghetto como antaño los judíos o estén dispuestos a arriesgarse a ser objeto de la violencia. Ese ansia de monopolio se ha manifestado, por ejemplo, en la manera en que los nacionalistas han ido copando premios literarios nacionales para que, al final, el ganador sea siempre catalán, vasco o gallego aunque no supere la categoría de mero juntaletras. No se trata sólo de ganar. Se trata de ganar en exclusiva, es decir, de tener el monopolio, un monopolio que lo mismo se extiende a las infraestructuras que a los consejos de administración de grandes empresas que también sueñan con el monopolio.
Hace muy poco, un amigo me informaba de cómo había presentado una novela a un premio literario “limpio”. Paso a paso, sus rivales habían sido desechados por el jurado hasta que, por eliminación, sólo quedó su novela. Entonces abrieron la plica y vieron quién estaba tras aquel pseudónimo… y decidieron declarar el premio desierto porque, bajo ningún concepto, se le podía dar a él. Las razones eran meramente ideológicas. Aquel escritor se había permitido decir la verdad y, por lo tanto, debía desaparecer de la vida pública. Aquella misma noche, una persona de la editorial le contó todo, cargada de vergüenza ajena, al escritor. Dos semanas después, le fue confirmado por una segunda que además le dijo que había una orden terminante. Si esto pasa en un premio “limpio”, imaginemos lo que puede pasar en los que no lo son… Detrás sólo está el deseo de consolidar el monopolio.
Por supuesto, la izquierda no se iba a quedar atrás en esa búsqueda del monopolio y la historia del grupo PRISA no es, en su mayor parte, más que la de un monopolio que se ha sentido amenazado desde el principio simplemente porque no puede tolerar la competencia. Se podría citar como ejemplo claro de esa realidad el linchamiento del juez Gómez de Liaño o el antenicidio, pero sólo serían botones de muestra. Yo fui testigo en varias ocasiones del nerviosismo de gente de PRISA durante la época de Aznar no porque mandaran menos sino porque había otros que también podían llegar a mandar. Para gente que había monopolizado desde hacía décadas premios y más premios, la concesión de uno de ellos a Umbral se convirtió en una verdadera e intolerable ofensa. Lo vi personalmente y sé a lo que me refiero. La secta puede tener lo que quiera, pero además ha de tenerlo en exclusiva. Sólo hay una iglesia verdadera y fuera de ella no hay salvación.
En España, se quiere obtener una concesión de radio, pero, a la vez, se ansía que no la tengan otros. Se piensa en abrir un comercio, pero, a la vez, se espera que los demás no puedan hacerlo. Se sueña con exportar, pero, a la vez, con que no haya otros que se ocupen de tan necesaria actividad. No se trata sólo de que a uno le vaya bien sino de que, por añadidura, al otro le vaya desastrosamente o, mejor aún, desaparezca. Hace años, una organización evangélica inició una campaña en medios de comunicación españoles titulada –si no recuerdo mal– “Fuerza para vivir”. Se limitaba a la emisión de una serie de anuncios publicitarios en los que varias personas de fama internacional afirmaban que Cristo era su fuerza para vivir y anunciaban un apartado al que se podía pedir gratuitamente un Evangelio. La campaña tuvo mucho éxito y, aunque en ningún momento se mencionaba a otra confesión religiosa, se criticaba las creencias de alguien o se cuestionaba el statuo quo vigente, de manera inmediata la Conferencia episcopal se movilizó... no, no diré para abortarla porque sonaría a burla, digamos más bien que para impedirla. Al final y dado que los medios no estaban dispuestos a anular las campañas publicitarias por mucho que algún obispo hubiera emitido una pastoral sobre el tema –sin duda, era el mayor problema que amenazaba a sus feligreses– los organizadores de la campaña decidieron, como muestra de fraternal buena fe, quemar las direcciones de los que habían solicitado un Evangelio y no visitarlos. Quizá, debieron pensar, todavía no era tiempo de enfrentarse con un monopolio sustentado durante siglos en el poder político y la hoguera, pero siempre me he preguntado por el porqué de aquella decisión. ¿Acaso no se duelen –y tienen todo el derecho a hacerlo– los católicos porque hay gente a la que no le agradó el gasto descomunal que significó la Jornada Mundial de la Juventud, evento, por cierto, que no parece haberse traducido en una lluvia de bendiciones para España a juzgar por lo pasado desde entonces? Entonces ¿por qué aquella reacción contra una simple campaña de medios que no recibió, a diferencia de la JMJ, ni un céntimo de las arcas públicas? ¿Acaso se queman los datos de los que ponen su nombre en la casilla de la iglesia católica en el impreso del IRPF? Y, sin embargo, quizá ésa sea una circunstancia más peligrosa. Hace años se jugó con la posibilidad de que otras confesiones religiosas contaran con una casilla propia en el impreso del IRPF. Se trataba sólo de intentar disfrazar un privilegio intolerable que pagamos todos los ciudadanos y digo todos porque el 0,7 que se lleva la iglesia católica falta de los presupuestos generales y tienen – tenemos – que cubrirlo otros con nuestro dinero. Al final, la idea se rechazó alegando que los judíos se negarían porque sabían lo que era tener su nombre registrado y no deseaban tentar a la suerte. Quizá era cierto, pero ese miedo no lo tuvo la Conferencia episcopal. ¿Por qué? Sólo se me ocurren dos posibles respuestas. O debe sentirse muy confiada de que nunca habrá problemas y que, por lo tanto, no existe ningún riesgo de que haya un listado de católicos o, simplemente, el recoger una parte del IRPF está por delante de consideraciones como la seguridad de sus fieles. Al final, sea como sea, mantuvo su monopolio en ese terreno.
Insisto en ello. El ansia de ese monopolio, por supuesto, ha desbordado el terreno de lo religioso y de lo político para apoderarse de lo mediático, de lo económico –no conozco otra nación donde menos se respeten las leyes de defensa de la competencia que aquellas que derivan su psicología de la Contrarreforma– y hasta de lo afectivo. No sucedió así en la Europa donde triunfó la Reforma y donde la recuperación del concepto neo-testamentario de iglesia –bien distinto del romano– eliminó cualquier pretensión de monopolio de la verdad en muy poco tiempo.
Las consecuencias de esa visión monopolística para nuestra Historia, incluso a día de hoy, no han podido ser más nefastas. La Escuela de Salamanca no fue el origen del liberalismo –como ha sabido señalar entre otros Carlos Rodríguez Braun– e incluso sostenía conceptos intervencionistas más que criticables. Sin embargo, en un medio de libertad de pensamiento podría haber llegado quizá a desembocar en concepciones económicas genuinamente liberales como las que nacieron en la Europa de la Reforma. En medio del monopolio del pensamiento católico, se agostó. Los bancos pudieron aparecer en Italia, pero también sometidos al monopolio de pensamiento contrarreformista quedaron pronto atrasados. La misma ciencia podría haber florecido en el sur de Europa, pero lo hizo en la Europa protestante y todavía en el siglo XVIII el padre Feijoó, un ilustrado, tenía que clamar para que sus compatriotas asumieran el método científico creado por el hereje Bacon. El monopolio católico del pensamiento había destruido durante siglos esa posibilidad prefiriendo cerrar las universidades a cal y canto e impidiendo que los españoles estudiaran en el extranjero para que no se contaminaran de herejía.
Los resultados de esa adoración por el monopolio se sufren a día de hoy. La primera vez que se publicó esta serie, el nuevo director de una institución oficial me informó de los desbarajustes que habían imperado en la entidad en cuestión durante la etapa socialista para enumerar entre ellos que los progres me habían vetado durante años a pesar de que yo era un reconocido especialista en temas relacionados con ella. Ya hubiera podido ser yo un premio Nobel que los principios cruzados de secta y monopolio no hubieran podido tolerarlo jamás. Por otro lado, no se trataba de nada excepcional. Ya he comentado en estas páginas cómo un fanático integrista decretó el boicot contra mis libros –todos, como si fuera una especie de Cristina Almeida, pero en católico– y, ocasionalmente, me llegan noticias de sus inútiles esfuerzos por negar la verdad histórica sustentada en fuentes indiscutibles. También él –y tantos como él– pertenecen a la cofradía del monopolio que busca sancionar a todo el que no se somete.
A mí, por el contrario, el monopolio y la selección por pertenencia a la “secta” siempre me han repugnado. Nada más recibir la dirección de La linterna en COPE se me indicó que no debería tener entre los contertulios a uno que era conocido ateo. Se trataba – ahora puedo decirlo – de Gabriel Albiac. A pesar de la amable recomendación eclesial, lo mantuve. Lo hice, primero, porque me parecía que desempeñaba sus funciones bien y, segundo, porque no estaba dispuesto a aceptar interferencias de nadie. No acabaron ahí. Por ejemplo, se me desrecomendaría tiempo después que tuviera a gente del Opus –sí, en la COPE– ya que en la lucha nada fraternal entre grupos católicos se aspiraba al monopolio y, por lo tanto, a dejar sin casillas a los otros y en esos momentos el Opus en COPE no pasaba por sus mejores momentos. Por supuesto, mantuve al opusdeísta por los mismos criterios que al ateo. Así, en los años siguientes, hubo llamamientos de atención para que quitara a “kikos” o ayudara a otros grupos, e incluso estuvo a punto de cundir el pánico cuando acepté presentar un libro de Giussani porque hubo quien lo interpretó como una muestra de apoyo a Comunión y Liberación en medio de aquella rebatiña. No lo era, pero a tanto llegaba el enconamiento y, bajo la capa común de la Conferencia episcopal, la aspiración al monopolio de unos y otros era encarnizada.
Por supuesto, en esRadio seguí manteniendo esa misma tesis. Es más, algún necio que piensa que yo deseé su expulsión de Libertad digital nunca sabrá hasta qué punto bregué para que no lo echaran enfrentándome incluso con gente de mucho peso en la empresa. Pero, en fin, cada uno es dueño de pensar lo que quiera y de construirse una ficción con su vida. A mi siempre me ha traído sin cuidado en términos profesionales si la persona pertenecía al Opus o a los kikos, si era ateo, católico, protestante o judío, si estaba en las cercanías del PP o aborrecía a Mariano Rajoy. Lo que realmente me ha importado y me importa era y es que sea competente en su trabajo y riguroso en el cumplimiento de su deber. Con toda seguridad, me he equivocado en algunos casos y he sido víctimas de comportamientos verdaderamente viles. Con todo, no me arrepiento de haber actuado así porque, al menos, puedo decir que no he sido injusto porque nunca he seleccionado a las personas porque tuvieran “cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos” sino porque parecían ser competentes para su cargo.
Al final, por mucho que disguste a algunos, sólo en el caldo de cultivo de las naciones donde triunfó la Reforma pudieron germinar todas aquellas semillas, mientras la Europa de la Contrarreforma quedaba frustrada, seguramente no menos que Sancho cuando descubrió que otros habían llegado antes que él a controlar la situación en Barataria, incluido algún odioso clérigo. Y es que, en medio de ese juego terrible de monopolio y secta, unos consiguen llevarse los beneficios y otros, por el contrario, no pasan de ser pobres comparsas como descubrió Sancho en unos capítulos de la Segunda parte del Quijote –44, 45, 47, 49, 50, 51, 53, 54 y 55– que constituyen toda una filosofía de la vida y una enmienda a la totalidad de la malhadada España de la Contrarreforma.
Esa visión de monopolio constituye uno de los grandes males de nuestra nación a lo largo de los siglos y lo sigo observando a diario mientras unos lloran que se aprobara el divorcio hace más de treinta años –curiosamente, algunos de los que más protestan no han tenido ningún problema de conciencia para solicitar una más que dudosa anulación matrimonial y volver a contraer matrimonio– y otros que estamos perdiendo conquistas históricas de los obreros. A pesar de sus enfrentamientos, de manera bien reveladora, sus dirigentes saben hermanarse a la hora de repartirse la tarta de nuestros elevadísimos impuestos sin rubor alguno e incluso pretenden auto-legitimarse con la simple existencia del otro. Pero no nos engañemos, unos y otros desean disfrutar del monopolio sobre nuestras almas, nuestros corazones y nuestros bolsillos. Es ese monopolio del que tenemos que librarnos sustituyéndolo por la libre competencia del mérito y de la preparación, de la sabiduría y del esfuerzo, si es que deseamos que esta nación salga de verdad adelante algún día.
CONTINUARÁ