Cierto, algunos de ellos también podrían regresar con menos riesgos a su tierra natal, pero para otros esa eventualidad constituye un verdadero imposible. Precisamente por ello, resulta una bocanada de alegre aire fresco cuando por aquí aparece algún español con la intención de saludarme y conocerme. A todos sin excepción los recibo aunque, por regla general, no los conozco personalmente. Ellos, sin embargo, me han seguido generosamente durante años a través de mis libros, de mis programas de televisión y, sobre todo, de la radio.
Los de hay de todos los colores y edades. A veces son ancianos; otras gente escandalosamente joven. A veces, se trata de personas aisladas – aunque suelen traer siempre a alguna amistad para que me conozca – a veces, de parejas e incluso de familias. A veces, son españoles de pura cepa; otras, gente que, en algún momento u otro, pasó por España una parte de su vida. Los hay andaluces y catalanes; vascos y madrileños, extremeños y asturianos; gallegos y valencianos; canarios y baleares… a decir verdad, vienen de cada rincón de la geografía hispana para saludarme, para preguntarme cómo me va la vida, para decirme que echan de menos aquel momento u otro de la radio o de un libro; para contarme la vez que se les saltaron las lágrimas con uno de mis editoriales; para pedirme que vuelva…
Suele ser común – detalle notable - que me traigan comida. A veces, se trata de un pedazo de queso. Otras es un botellón de aceite de oliva. No pocas veces, se trata de latas de aceitunas. En ocasiones, incluso son lonchas de jamón al vacío para evitar problemas en la aduana… en todos y cada uno de los casos, yo siento como si me entregaran un trozo de España y con él fuera un pedazo del corazón de los que me visitan. Generalmente también, traen alguno de mis libros para que se los dedique y lo hago mientras comemos juntos o tomamos un café.
La semana pasada – casi todas las semanas llega alguien – vino a verme una pareja muy especial que responde a los nombres de Natalia y Juan. Cuando Juan me telefoneó el lunes le dije que no podría verlos en el día porque esa misma tarde daba una clase sobre Mahoma y los orígenes del islam… y entonces me preguntaron si podrían venir. Les dije que estaría encantado. Creo que lo pasaron bien y, al concluir la exposición, nos tomaron una foto juntos. Por esas casualidades de la vida habían llegado a Miami en el mismo avión en que lo habían hecho ellos una de las personas que mejor se ha portado conmigo a lo largo de mi vida, mi más que abnegada Gala. Me trajeron de regreso a casa y al día siguiente, nos vimos para comer.
No puedo resumir la cantidad enorme de temas de los que hablamos Juan, Natalia y este servidor de ustedes. Tampoco puedo describir los recuerdos que se arracimaron o la satisfacción que sentí al llevarlos a un restaurante de comida típicamente americana que les gustó porque la carne era excelente. Nos despedimos con un abrazo y entonces Juan me contó algo extraordinariamente hermoso. Había conocido a Natalia en uno de mis muros y, en un momento determinado, le había dicho: “Tu y yo vamos a acabar casándonos e iremos a Miami a que don César nos pronuncie su bendición”. Allí estaban precisamente, tras casarse en julio de este año. Ni que decir tiene que pueden sentirse más que bendecidos por mi. Como ellos, no menos de un centenar de personas han desfilado a verme en lo que va de año. Dios los bendiga a todos ellos y con ellos a todos ustedes.