Aunque los ejecutores serían humanos, lo relevante es que se trataría de un juicio desencadenado por Dios tras no pocas advertencias y llamamientos al arrepentimiento. Otro fue la manera en que la aniquilación del reino de Judá no sería el final sino que iría acompañado de una deportación hasta el Eufrates. De manera inexorable, los anuncios de los profetas – aunque chocaran con lo que pensaba la inmensa mayoría – se fueron cumpliendo y así una generación tras otra se vieron tronchadas. Pero las experiencias fueron diversas. Jeremías no llegó a ser deportado, pero sí experimentó el exilio y la visión del cumplimiento de sus anuncios. Ezequiel contempló, ya desde el exilio, el mismo proceso histórico, pero empotrado en un escenario distinto, el de los que ya sufrían el trasterramiento antes de la destrucción de Jerusalén y de su templo. Daniel, finalmente, iba a encarnar la generación que llegó joven a Babilonia y aún podría ver, ya en la ancianidad, el final de ese destierro.
Desde el siglo XIX, la denominada pomposamente Alta crítica ha insistido en que Daniel no es, en realidad, una obra del siglo VI a. de C., sino un texto pseudoepigráfico del siglo II a. de C.. La única razón para realizar semejante afirmación es que Daniel contiene multitud de profecías que se cumplieron y, por supuesto, es imposible que así sucediera. El argumento es endeble porque Jeremías y Ezequiel también anunciaron el futuro y, por supuesto, acertaron. Por añadidura, Daniel refleja tan cuidadosamente la realidad y el ambiente históricos del siglo VI a. de C., que no encajaría en una época tres siglos posterior. A decir verdad, sólo el prejuicio puede insistir en que Daniel no se escribió en la época en que transcurre su acción.
Discusiones de este tipo aparte, el mensaje de Daniel posee una enorme actualidad porque se refiere a un conflicto eterno, el de aquellos que son creyentes y, a la vez, tienen que vivir en un mundo que pasa del desprecio a la hostilidad con imprevisible realidad. A decir verdad, eso es lo que debería esperarse de un contexto que no dudó en crucificar a la Luz del mundo o que, como dice el proverbio judío, “si Dios viviera en el barrio le romperían a pedradas las ventanas”. Esa realidad sólo ha quedado ocultada – pero no evitada - cuando alguna confesión religiosa ha pretendido tener el monopolio del pensamiento en una sociedad. Semejante hecho ha ido unido a la violencia e incluso al exterminio del disidente confirmando, de manera trágica, el que habría siempre gente que diera muerte a los verdaderos seguidores de Jesús y pensaría, sin embargo, que le rinde un servicio a Dios (Juan 16: 1-4).
Esa realidad, quizá incómoda, pero imposible de negar, aparece con enorme claridad en los tres primeros capítulos de Daniel. En el primero, se relata la llegada de Daniel y de sus amigos a la corte babilónica. Jóvenes los cuatro, podían haberse adaptado como tantos otros a lo largo de los siglos, a la cultura dominante. Si para aquellos judíos del siglo VI a. de C., la prueba era mantener la fidelidad a las normas de la Torah – en este caso las de kashrut - en una sociedad que seguía otras costumbres dietéticas; a inicios del siglo XXI, puede ser enfrentarse con gallardía a cosmovisiones como la ideología de género o los nacionalismos. Cuando toda la sociedad empuja en la dirección en que desean determinados grupos sólos los héroes, los fieles o los inconscientes se atreven a colocarse por delante. Además ¿por qué complicarse la vida por un alimento u otro? ¿Por qué buscarse situaciones incómodas oponiéndose a visiones morales que pueden destruir una sociedad, pero que son defendidas en su seno? ¿Por qué discutir con la ortodoxia oficial? En algunos casos, como muestra el capítulo 1, puede que esa negativa a seguir la corriente resulte relativamente fácil y provoque incluso cierta estima de la gente que está alrededor, gente que se percata de que “esos” no mienten, no incurren en inmoralidad sexual o no roban.
Incluso, ocasionalmente, pueden abrirse puertas que normalmente están cerradas como muestra el capítulo 2 donde Daniel revela a Nabucodonosor el contenido de su sueño. Por cierto, aunque el sueño ha servido para especular sobre el fin del mundo, nada dice al respecto. Se habla de una sucesión de imperios – Babilonia, Persia, Grecia, Roma – y de cómo en el cuarto – la Roma en la que los elementos patricios y plebeyos nunca llegaron a fusionarse como sucede con el hierro y el barro – llegaría el Reino. Ni que decir tiene que para los cristianos, la profecía de Daniel se cumplió con enorme claridad cuando Jesús nació precisamente durante ese período histórico y anunció que si expulsaba demonios por el Espíritu de Dios, entonces el reino de Dios había llegado (Mateo 12: 28). Ir más allá de un significado tan sencillo es especular sin base. Sin embargo, volviendo a nuestro tema principal, esta situación no suele ser habitual. Lo normal – tarde o temprano – es que suceda lo descrito en el capítulo 3.
En algún momento, el estado, el stablishment, la sociedad acaba exigiendo una sumisión tan absoluta que equivale a la adoración. En muchos casos, eso no significa que haya que apostatar o renunciar a nuestras ideas. Simplemente, entraña el sometimiento a la doctrina oficial. No obligará a practicar abortos, pero aplastará a los que se atrevan a decir que es un atentado contra la vida y no un derecho. No impondrá las relaciones homosexuales, pero condenará al ostracismo al que cuestione el matrimonio entre personas del mismo sexo. No exigirá el voto en un sentido o en otro, pero cargará despiadadamente contra los que censuren las raíces del sistema. El que no se incline ante la estatuta precisamente cuando todos han recibido la señal de hacerlo, siempre acabará siendo arrojado a un horno del que sólo puede salir convertido en cenizas.
La respuesta ante esa situación sólo puede ser la misma que la de los jóvenes fieles: Dios nos puede salvar de un final trágico, pero si en Su voluntad estuviera el no hacerlo, de todas formas no rendiremos culto a aquello ante lo que se inclina al unísono toda una sociedad (3: 16-18 ). Sólo Dios es digno de nuestra adoración y de nuestro culto. La enseñanza de Daniel es obvia. En el mundo donde nos encontramos, podemos ser respetados, incluso admirados por nuestra conducta chocante para la mayoría. Incluso cabe la posibilidad de que se acuda a nosotros si somos ejemplos de integridad o sabiduría, pero nada de eso debería llevarnos a olvidar que, en cualquier momento, esa misma sociedad puede exigirnos que nos arrodillemos ante el ídolo de la época. Entonces sólo cabrá una respuesta digna e íntegra, la que afirma que, si Dios quiere, puede salvarnos, pero que si en Su voluntad no estuviera esa eventualidad, le seremos fieles hasta la misma muerte.
CONTINUARÁ
Lectura recomendada: Daniel 1, 2 y 3.