No voy a entrar en las cuestiones jurídicas de fondo. Personalmente, estoy convencido de que, en su caso, la interpretación de la Agencia tributaria era totalmente errónea como, en distintas ocasiones, han dejado de manifiesto los tribunales. Una reciente sentencia del Tribunal superior de justicia de Murcia ha señalado taxativamente que no es aceptable la manera en que la AT pretende que determinadas actividades paguen el IRPF y no el impuesto de sociedades siquiera porque la AT no puede imponer su propia interpretación para recaudar más. En esta cuestión, al parecer, Aznar prefirió pagar y no complicarse la vida. No comparto su conducta, pero la puedo entender. Ciertamente, la Agencia tributaria pierde más de la mitad de los procesos, pero se necesita mucha convicción para estar pleiteando una década – o más – contra ella. No ha sido tan flexible Aznar frente a esa conducta absolutamente intolerable e inconstitucional que consiste en airear los datos privados de los contribuyentes. Que lo haya hecho Hacienda mediante una norma “ad hoc” que establece que la ley de protección de datos rige, pero no en su caso, ya constituye una arbitrariedad indigna de una democracia. Que además los datos fiscales – convenientemente retorcidos – aparezcan en cualquier medio para luego acusar de defraudador al que mantiene una acción legal contra lo que considera un atropello de Hacienda es una iniquidad sin paliativos. De hecho, los incluidos en las listas suelen ser ciudadanos inmersos en pleitos con Hacienda o simples insolventes. Apoyándose en la ignorancia del populacho, esa desinformación es utilizada como un arma de descrédito de adversarios políticos y de disidentes. Al final, de nada sirve que la ley garantice la protección y confidencialidad de los datos si luego cualquiera puede filtrar la declaración de la renta de, por ejemplo, Esperanza Aguirre y quedar impune. Tanta villanía desplegada tanto tiempo erosiona las bases de una democracia y, precisamente por eso, sólo puedo contemplar con aprobación el paso dado por Aznar. Sólo me queda desear que a él se sumen otros muchos y que, al final, los tribunales limpien el aparato del estado de indeseables que se atreven a utilizar los resortes de la administración como si fuera su cortijo.