El sandinista Daniel Ortega ya gobernó Nicaragua en los años setenta y se vio desplazado del poder por las presiones de Estados Unidos y, sobre todo, la hartura de los nicaragüenses. Estuve en Nicaragua en aquel entonces y puedo decir que era la peor dictadura que he conocido aunque, ciertamente, tenía muy buena prensa en España. Ortega aprendió aquella lección y, al regresar al gobierno, decidió mantenerse de manera indefinida mediante el acuerdo con poderes reales. En primer lugar, convocó a los empresarios para decirles que se dedicaran a ganar dinero y que dejaran la política, que es de por si sucia, en manos de los sandinistas. En segundo lugar, soldó una alianza con la iglesia católica valiéndose de su esposa, una mujer que se confiesa como convencida devota y, a la vez, es dirigente destacada de una organización internacional de brujas. Finalmente, Ortega se hizo con el control, a través de amigos y familiares, de la inmensa mayoría de los medios de comunicación y, en especial, de la televisión y de la radio. No hace falta decir que con los presupuestos, los púlpitos y los medios en sus manos, Ortega ha disfrutado con bastante facilidad de un poder punto menos que absoluto en Nicaragua. Como además ha evitado las clásicas baladronadas izquierdistas al estilo de Castro, Chávez o Morales, Ortega se vio libre del punto de mira de los medios internacionales. De hecho, desde hace años Ortega ha podido eliminar a los medios díscolos – tuve el inmenso honor de participar en el último programa de uno de ellos hace un par de años – y liquidar a la oposición sin necesidad de descerrajar tiros en la nuca o crear un GULAG. En apariencia, Ortega había conseguido la dictadura perfecta. El problema es que era demasiado perfecta. En otras palabras, el vapor social nacido de cualquier gestión no tenía una rendija por donde salir y debilitarse. Al final, ese malestar ha estallado y lo ha hecho por una causa relativamente menor. El cambio del sistema de pensiones – un sistema que, como antes de Montoro, en España – tenía superávit ha provocado una revuelta popular, muertos incluidos. Pero no nos engañemos: el problema es Ortega, no las pensiones.