Una vez que la fémina había tomado asiento, el profesor espetaba a la invitada de turno: “Oye, ¿te parece bien si hacemos ahora el amor?”. La relatora del episodio no había sufrido en carnes propias el acercamiento del deplorable personaje, pero había tenido ocasión de oírselo referir a una de las víctimas que había abandonado la habitación más que a paso.
Naturalmente, pregunté si iban a hacer algo al respecto más allá de lo que ya hacían, es decir, publicar la anécdota por despachos y pasillos. La profesora que me había referido las andanzas del torpe y rijoso profesor rechazó semejante eventualidad con energía. Tal y como ella razonaba, el protagonista había sido sacerdote en el pasado, había colgado los hábitos, se había casado y tenido hijos, se había divorciado y, al parecer, esa sucesión de desdichas psicológicas podía haberle arrastrado a tan torpes vías para buscar sexo. Que se supiera, argumentó, no le iba a hacer ningún bien. Lo mismo pensaban las otras profesoras. Ya tenía bastante desgracia el personaje como para que además se supiera lo que hacía fuera del estrecho círculo en que se refería lo acontecido.
Piñero en busca de piñas, estoy convencido de que el repugnante personajillo debió jalarse pocos piñones. Con todo, su conducta, se mire como se mire, podía resultar quizá no delictiva, pero sí bastante despreciable.
Mientras tanto los años han ido pasando y, como suele suceder no pocas veces, el tiempo ha ido colocando en su sitio a todos. El perseguidor de colegas ha ido dejando con el paso de las décadas su verdadera categoría al descubierto. Repetidor de una disparatada teoría histórica fraguada en los años sesenta por un británico, mediocre filólogo empeñado en fungir de historiador, ansioso de tener una notoriedad que siempre lo ha rehuído, frustrado posiblemente en todo o casi todo, hoy en día, debe andar más cerca de despojo que de humano. Sigue siendo tan soberbio – quizá más – que cuando pretendía acostarse con sus compañeras y algunos indocumentados le conceden cierta entidad, pero la realidad es la que es. Personalmente, hace años en que escuché a la primera figura nacional en el área histórica en que se metió el desdichado mequetrefe calificarlo como “gilipollas”. Disculpen que repita la grosería, pero creo que dice mucho de la verdadera calidad de un sujeto sin alumnos que no ha escrito una sola página original en décadas.
Su patética historia me ha venido a la mente al observar la moda de denunciar abusos que se perpetraron hace décadas, que nadie denunció en su día y que ahora resurgen de algo tan poco sólido y fidedigno como es la humana memoria de la que ya sabemos que los recuerdos se acercan más a una interpretación acomodaticia que a un acta notarial. A un cuarto de siglo de distancia, me pregunto si realmente merecería la pena revelar el nombre de este tipo y con él los de aquellas que, para detenerlo, se valieron de un simple sofión, un recuerdo a su madre o un portazo. Quizá es lo que se merece porque dejaría de manifiesto su verdadera catadura moral y humana. Pero ¿merecería la pena actuar así con un personaje al que no hace caso nadie que sepa algo y que, últimamente, para ser escuchado necesita que lo inviten grupos de espiritistas? Sinceramente, no lo sé.