No menos sonado fue el caso de aquella profesora que, so promesa de promoción profesional, se buscó un amante que hubiera podido ser su hijo al que obligaba a acompañarla a todas partes llevándola la cartera. Esbelto mozo, los alumnos lo apodaron Sandokán, pero nadie dijo ni mu. El joven, harto de ser humillado en público y de no recibir nada, se marchó dando un portazo. Quizá en el departamento no causó escándalo porque uno de los titulares había colocado ya años atrás a una de sus amantes incapaz de hacer la o con un canuto. Que hay quien aprovecha el poder para utilizar sexualmente a los que están peor situados y que los que están peor situados no pocas veces están encantados de entregar sexos para promocionarse es algo que - ¡ay! – no se limita a los hombres. ¿Acaso tendré que dar el nombre de aquella ministra que no dudó en convertir en amante a uno de sus escoltas? Tampoco es algo que se circunscriba a los heterosexuales. ¿O deberé recordar a aquel ministro homosexual que sacó del empleo de acomodador a un joven para incrustarlo en el aparato del estado a costa del contribuyente? ¿Tendré que rememorar el romance entre otro ministro de partido diferente que suministró suculentos contratos a un bailarín del que quedó prendado? ¿Sandokán, el escolta, el maestro de ballet, el acomodador aparecerán un día clamando contra quién – hombre o mujer – dijo que los beneficiaría a cambio de su paso por la cama? A saber. Lo mismo sucede al cabo de treinta años y de manera anónima y con linchamiento público. A mi, sin embargo, me queda la sensación de que las denuncias deben realizarse en su momento, deben incluir el rostro y los datos personales del denunciante y deben ir acompañadas de pruebas. Lo contrario es actuar igual que la Inquisición, esa maligna institución que algunos se empeñan en defender y en recrear.