Como era de esperar, esa característica del ADN español ha surgido con notable virulencia en medio de la pandemia. Sí, ya sé que la gente sale al balcón a aplaudir a la policía - aunque luego vota a los partidos que la mantienen con sueldos de miseria – o que canta Resistiré a todas horas como si fuera posible enfrentarse a la Naturaleza sin medios. Sin embargo, de manera no por encubierta menos clara, hay sectores sociales inmensos dedicados al qué hay de lo mío. Esos proveedores de material sanitario ful cuyo nombre el gobierno oculta; esos actores que han pasado de arremeter contra el ejecutivo a pasarle la lengua por el orto tras la aprobación de las subvenciones; esos periodistas dedicados a vigilar las noticias en la línea de la Policía del pensamiento orwelliana; esos creadores de perfiles falsos en las redes para poder difundir bulos favorables a Sánchez y sus acólitos; esos ocupantes de futuros pesebres en el ministerio de igualdad; esos legisladores que cobran dietas de desplazamiento sin moverse de casa; esos otros que se han subido los sueldos; esos infinitos parásitos sólo piensan en qué hay de lo mío. Con ese panorama, se puede esperar lo peor. El gobierno aprobará cualquier día la renta universal – hasta el papa Francisco ha enseñado sobre sus beneficios para congoja de los economistas y de no pocos católicos y también la ha apoyado públicamente ese gran diseñador de desgracias que se llama Cristóbal Montoro – y es más que posible que tengamos ocasión de ver cómo los del qué hay de lo mío lo siguen apoyando en unas futuras elecciones porque las migajas dispensadas desde el poder atontan y pervierten y, de repente, se tiene la sensación de que Pedro Sánchez y su recua son simpáticos, eficientes y bondadosos. Quizá es que millones de españoles han llegado a la conclusión de que sólo merece la pena sobrevivir y para hacerlo no importa quién compre sino qué pague.