Tampoco que para acceder a todo su legado literario, haya que sumergirse en las estanterías de una librería de viejo. Seguramente lo que más me apena de este silencio clamoroso es la ignorancia de las nuevas generaciones de un autor que, sin duda, merece la pena leer y releer. Recuerdo que cuando no había cumplido todavía nueve años, ante mis ojos ya habían pasado no pocas páginas de Azorín por eso de que entonces se procuraba que los niños leyeran a los clásicos en la escuela en lugar de toda la morralla de literatura infantil con que ahora los entontecen. Dicen que es para que se acostumbren a leer. No es cierto. Es simplemente para que hagan negocio las editoriales. La cultura es prescindible.
Recuerdo que me sentí profundamente identificado con aquellas páginas siquiera porque describían un mundo escolar bien similar al que yo vivía a diario. Nunca dejé de sentir esa cercanía en sus obras. En sus descripciones de las Cortes de la época, en sus paseos por España, en sus reflexiones sobre la Historia, Azorín no ha dejado de sorprenderme por la manera en que no pocas veces en sus pensamientos veía reflejados los míos.
Este fin de semana, como modesto y silencioso homenaje, releí La ruta de don Quijote. Volví a encontrarme con paseos de antaño, con vivencias infantiles y, sobre todo, con España, la España real y casi me atrevería a decir que multisecular. Me consta – lo he sufrido y lo sigo sufriendo - que los españoles prefieren polarizarse en lugar de estudiar con objetividad su Historia. Unos la niegan de arriba abajo como si nada positivo hubiera en ella salvo que, por ejemplo, convirtamos a Carlos III en socialista o adoremos el desastre que, trágicamente, fue la Segunda República. Otros culpan de los males patrios a todos menos a sus compatriotas y llegan a intentar justificar – y no saben hasta qué punto hacen el ridículo – desde el decreto de Expulsión de los judíos a la Inquisición pasando por la explotación de los indígenas en el Nuevo Mundo. Ambas posiciones son falsas, pero con el tuertismo que suele caracterizar a la mayoría de los españoles, ambas también piensan que el equivocado es el otro.
No oculto que siento no poca repulsión frente a ambas posiciones porque además de injustas me parecen profundamente dañinas a la hora de diagnosticar nuestros males e intentar así corregirlos. En un caso y en otro, la visión no es completa ni exacta y, al final, lo único que pretende es manipular la Historia para seguir manipulando el presente. Por supuesto, unos y otros repiten errores y lo hacen por las mismas razones.
Quizá por eso siento un consuelo especial leyendo a Cervantes, a Juan y Alfonso de Valdés, a Torrente Ballester o a Azorín. Todos ellos captaron más que a la perfección los defectos nacionales – sólo algunos como Juan de Valdés, los remedios - y, a la vez, no dejaron por ello de sentir un amor profundo por España y los españoles. A él sumaron en más de una ocasión una ternura apenas contenida, una ironía suave y una compasión acentuada. Desconfiaban, a la vez, de la cerrazón de unos y otros. No puedo evitar identificarme con ellos y no puedo dejar de hacerlo porque esa experiencia ya sufrida en España se ha ido acentuado hasta extremos indescriptibles en mis años de exilio contemplando el desplome de la nación por la cerrazón, el egoísmo, la soberbia y la pasividad de unos y de otros. Por eso, les invito a leer a Azorín.