Debe ser terrible llegar a una etapa de la vida en la que nadie desea hacerse cargo de uno y con suerte consigue entrar en una residencia privada – lo de las públicas raya el milagro – que, incluso siendo de las caras deja mucho que desear. Debe ser espantoso vivir allí donde hay que esperar eternamente para ir al baño porque los empleados encargados de ese menester son escasos y pueden tardar tanto que el anciano prefiera orinarse encima. Debe ser horrible comprobar que, en ocasiones, confunden las medicinas que tienen que adminístrate y sólo la gente cercana ve que has caído en el estupor. Debe ser angustioso resignarse a la idea de tragar una bazofia diaria a la espera - como los presos que, sin embargo, comen mucho mejor – de que alguien te traiga algo verdaderamente comestible. Debe ser tristísimo que te sometan a un horario de colegio y que te obliguen a meterte en la cama y a levantarte a una hora determinada. Debe ser aterrador que te suban el precio de la residencia aunque ninguno de los servicios mejores y que te preguntes si podrás costear todo con la pensión que te entregan tras toda una vida de trabajo. Debe ser indignante que no te escuchen y que, por el contrario, te traten como a un crío diciéndote “no te quejes, Pedro” o “Juana, cómo estás hoy”. Debe ser indescriptiblemente doloroso ver que en el tramo final de la existencia, cuando más amor y cuidados se necesitan, el estado prefiere gastarse el dinero en chiringuitos de feminazis, en enviar dinero a los golpistas o en cuidar del futuro de terroristas, pero se olvida de ti y te deja aparcado como a un trasto mientras piensa en una futura ley de eutanasia que te saque ya de este mundo. ¿Es realmente tan difícil destinar recursos para esta gente que muere antes de que los socorra la cacareada ley de dependencia? ¿Es tan imposible inspeccionar las residencias para comprobar si hay un personal suficiente, una alimentación decente, una atención digna? Confieso que al contemplar ciertas residencias, temo por España, porque sé que hay un Dios justo que castiga el mal.