En términos prácticos y llegados a este punto, poca relevancia tiene semejante suma de incompetencia, sectarismo y falta de sensatez. Sí resulta de enorme trascendencia lo que se hará para evitar que las secuelas del coronavirus no sean peores que la enfermedad misma. ¿Las autonomías arrimarán el hombro en unidad o asistiremos a la pelea encarnizada y bochornosa de los que piensan sólo en mantener sus chiringuitos? ¿Se aliviará el peso insoportable de los impuestos que expropian a los ciudadanos buena parte del fruto de su trabajo o se recurrirá a elevarlos más colapsando así la economía? ¿Se reducirá el peso del sector público que nos ha arrastrado a un endeudamiento suicida o se aprovechará el coronavirus para aumentar los inmensos pesebrales públicos? ¿Se impulsará el sector privado que es el único - ¡¡¡el único!!! – que crea empleo o se repartirán subsidios y subvenciones para amansar a una sociedad que, históricamente, ha sumado al asistencialismo de la santa madre iglesia el del santo papá estado? ¿Se reorientarán las distintas ramas de la administración a enfrentar los desafíos reales de este mundo que no deja de cambiar o seguirán aumentando en la inútil difusión de lenguas minoritarias, de historiadores paniaguados y de medios sometidos? Todas estas cuestiones y otras de no menor relevancia han de ser respondidas con serenidad. Si las respuestas buscan el bien común, el favorecer a la mayoría, el ayudar a la nación, una calamidad como el coronavirus habrá servido para recomponer lo descompuesto, para enderezar lo torcido, para enmendar lo equivocado. ¿Quién sabe si incluso no nos encontraremos con una oportunidad de corregir males de siglos en lugar de gimotear “¡leyenda negra!” mientras cerramos los ojos ante la realidad? Quizá la Historia y la desgracia nos estén brindando una ocasión que, como sociedad, no hemos sabido labrar. La podremos tal vez aprovechar si en lugar de el sectarismo, la superstición, el fanatismo y el egoísmo España actúa con serenidad y sabiduría.