Tampoco por su trayectoria política que no tuvo, a fin de cuentas, relevancia alguna. Pero sí porque formó parte de esa galería de conspiradores que, como Avinareta, tienen algo tan soberbio y tan poco útil a la vez que tan español. Permítanme detenerme en este aspecto.
El propio Trevijano contó algunas de sus conjuras que no pasaron de ser comedias bufas, pero divertidas. Un ejemplo – tienen el relato de su propia voz en youtube – es cuando decidió conspirar contra Franco sabedor de que el dictador había sufrido una lipotimia. Pensó entonces Trevijano en que Franco se muriera – como si no lo hubieran pensado antes y después muchos otros – y en traerse entonces a don Juan desde Portugal para proclamarlo rey. La historia – como no podía ser menos – no llegó a nada y como el mismo Trevijano reconocía en un relato acabó con un empleado y con él corriendo por la calle.
Más suerte tuvo en la conspiración del diario Madrid. En un momento determinado, el periódico se encontró en dificultades económicas y Trevijano – de nuevo contado por él – decidió que lo mejor era provocar su voladura de tal manera que dañara la imagen de Franco. Esta vez le salió bien porque, ciertamente, el edificio del diario acabó por los aires, pero la gente que trabajaba en el periódico no se lo perdonaría jamás. El Madrid pudo haberse salvado y había una operación en marcha al respecto, pero el plan propagandístico de Trevijano lo impidió. Periodistas y empleados se fueron a la calle, finalmente, pero Trevijano pudo sonreír satisfecho por el arañazo propinado en el rostro del Régimen. A los que perdieron el empleo les podían ir friendo un paraguas. Por cierto, que uno de los artículos más duros contra Trevijano de estos días procedía de una de las víctimas laborales de aquella conspiración y es que ya se sabe que a la gente no suele gustarle que le priven de su puesto de trabajo.
Menos bien, pero haciendo correr ríos de tinta fue la conspiración de Guinea. Sobre ella escribió Trevijano una obra exculpatoria – ésa sí está en la Biblioteca del congreso – y es cierto que fue el argumento utilizado para arrojarle a la papelera en la época de la Transición. Otro periodista distinto del que perdió su trabajo en el Madrid recordaba hace no mucho un curioso episodio relacionado con Guinea y Trevijano en el que no voy a entrar. Los adeptos de Trevijano pusieron el grito en el cielo, pero no tengo la sensación de que la cosa llegara a mayores. De Guinea, con toda certeza y sin meternos en Honduras, se puede afirmar que acabó en una terrible dictadura y que el dictador Macías le otorgó una condecoración a Trevijano, la primera de un par que se completaría con otra procedente del dictador camboyano Norodon Sihanouk.
Tampoco salió bien – ya lo hemos consignado – la conspiración de la Transición. Ni los partidos estaban por dejarse llevar por Trevijano ni el rey Juan Carlos se mostró dispuesto a recordar a aquel Trevijano que le había procurado por afecto a su padre automóviles y conocimientos femeninos en la época en que era cadete en Zaragoza.
Más posibilidades tuvo quizá Trevijano de hacerse con el control del diario El País. Cualquiera que vea en internet una entrevista que el periódico le practicó en 1976 podrá percatarse de que Trevijano era menos radical de lo que ha contado en los últimos veinte años, pero eso es secundario. Lo importante es que pudiendo hacerse con el primer medio de la prensa escrita de España permitió que cayera en manos de Polanco. Como en los caso del Madrid o de Guinea distintas fuentes apuntan a que además obtuvo un notable beneficio económico. No es un tema de importancia porque si decidió vender las acciones de El Paísestaba en su derecho y si con ello ganó dinero nadie puede censurarlo.
No parece que Trevijano aprendiera la lección de que las conspiraciones pueden acabar como el rosario de la aurora – sólo la del Madrid salió bien – y a mediados de los noventa volvió a embarcarse en aquella que se dio en llamar, convencional e injustamente, del sindicato del crimen. Tan poco democrática como casi todas las conspiraciones, aquella pretendía acabar políticamente con Felipe González como fuera porque, de lo contrario, tenía posibilidades de pasar en el poder más tiempo que Franco. Tras su primer mandato, fui muy crítico con Felipe González, pero, sinceramente, no veo por qué una conspiración que pretendía descabalgarlo de manera nada democrática a un presidente de gobierno es digna de alabanza. Esta vez los protagonistas fueron casi todos periodistas aunque hasta donde yo sé sólo uno de los partícipes ha dedicado palabras de elogio a Trevijano tras su fallecimiento. Quizá alguno más aparezca aunque confieso que tengo mis dudas. De hecho, los adeptos del difunto estos días han puesto en circulación un texto laudatorio de un empleado del Museo del Prado con un titular donde afirman que lo compara con De Gaulle y Malraux. El que tenga la paciencia de leer el dilatado y encomiástico texto se percatará de que dice que hay hombres en España como Trevijano ¡y Tamames! que no han sido tratados por los poderes públicos con la misma generosidad que De Gaulle trató a Malraux. Reconózcase que va diferencia…
Dicho todo lo anterior, he de decir que aparte de leer sus libros y contemplarlo en los medios coincidí con Trevijano en varias ocasiones. Tuve noticia de su existencia y desaparición – apenas advertida – en la época de la Transición y me encontré con él varias veces a mediados de los años noventa después de que Balbín casi, casi lo extrajera de entre los muertos en un programa de La clave donde Trevijano expuso su tesis de que en España no hay una democracia ni siquiera de baja calidad sino un estado de libertades. Había conspiraciones entonces aparte de las del sindicato del crimen e ignoro en cuántas andaría Trevijano aunque sí puedo decir que no me parecieron nada recomendables los guardaespaldas, partenaires o escoltas que llevaba en un programa de Onda Cero, moderado por Reyes Monforte, donde coincidimos. Entonces como antes y después me pareció dogmático y superficial.
Que era dogmático es cuestión sobre la que no hace falta insistir porque basta ver cualquiera de sus videos y observar la conducta de sus adeptos. Era incapaz de escuchar al que difería de él y no dudaba en cortarlo con gesto airado como si fuera san Atanasio escuchando a un arriano. Ver cualquier programa en que participaba permite contemplar el triste espectáculo de cómo los que lo acompañaban eran interrumpidos con un sofión en cuanto se desviaban lo más mínimo del dogma trevijariano. Que era superficial es algo que puede comprender cualquiera que se tome la molestia y el tiempo – quizá es mucho pedir – de acercarse a sus libros y declaraciones. No deseo ser demasiado prolijo, pero valga como ejemplo que su insistencia en reducir el análisis de España a decir que era una partidocracia encontraba eco en mucha gente, pero no se corresponde con la realidad. Hay poderes mucho más elevados que los partidos que, de hecho, dictan las directrices de éstos sin que nadie rechiste. Esos poderes están por encima de partidos y sindicatos en España, están por encima de las autoridades de la UE y están por encima de los intereses nacionales de cualquier país. Cualquier análisis que no se detenga en ellos siempre será superficial aunque hay que reconocer que es un pecado común a la gente de la Transición y no limitado a Trevijano. Permítaseme citar una anécdota al respecto. Hace unos años, moderaba una tertulia de economía en la que participaba Roberto Centeno. El catedrático comenzó en un momento dado a referirse a una caixa que se comportaba de manera más que censurable. Centeno estaba mucho más moderado que de habitual, pero apenas llevaba un minuto hablando cuando sonó mi teléfono móvil. Acababa de llegar un mensaje del presidente de la cadena diciendo: “Mata a Centeno”. No le hice el menor caso y le dejé seguir hablando. Antes de que pasara otro minuto, un nuevo mensaje me comunicó: “Mata a Centeno ya. Estamos negociando el contrato de publicidad de este año”. Esta anécdota sencilla pone de manifiesto que existen poderes a los que pudo no referirse Trevijano obsesionado con los partidos y la Transición, pero que pesaron en la Transición y en la realidad actual mucho más. De hecho y a pesar de haberlo escuchado horas y horas, nunca escuché a Trevijano referirse a personajes que determinaron la Transición mucho más que Suárez o Carrillo. Bien es verdad que a él ya lo habían descabalgado.
Cualquiera que haya tenido la paciencia de leer las líneas anteriores se habrá percatado de que disto mucho de sustentar las opiniones de aquellos que son adeptos de Trevijano y a los que todo elogio – aunque sea falso – les parece poco, pero también ando muy lejos de aquellos que todavía le guardan viejas rencillas por eso de la amargura del desempleo. Yo no creo que Trevijano fuera un pensador notable, pero sí creo que tiene una novela porque recogió en su vida algunos de esos rasgos enloquecidos del pueblo español, ese pueblo del que Trevijano, muy soberbia, desconsiderada e injustamente, decía que todos eran cobardes porque los valientes murieron en la guerra civil. Son - bien lo sé – rasgos que tanto daño nos han hecho y nos hacen, pero que a mi me producen una enorme ternura. En él se dieron cita hasta la muerte el mantenella y no enmedalla, el mirar a los demás por encima del hombro a pesar de la derrota innegable, el contar la Historia no como fue sino como se desea para mantener el punto de la negra honra, el inventarse palabras – como ese repúblico que es un disparate gramatical porque implicaría que Trevijano era una cosa pública aunque si es así que nos informen de cómo cobramos la parte que nos corresponde del palacete en el que vivía en una de las zonas más caras de la provincia de Madrid – el complacerse escuchando a otros pronunciar el nombre propio, el intentar cambiar el pasado como si semejante dislate pudiera ser posible, el mantener el acento de la tierra natal destrozando cualquier pronunciación de una palabra extranjera, el acertar incluso en ocasiones y hasta hacerlo con cierta brillantez… Como sucede con Don Juan, con la Celestina, con el Buscón, uno no se puede terminar de identificar con Trevijano porque carecía de ese punto tierno y bondadoso que caracteriza, por ejemplo, al Lazarillo y a don Quijote. Sin embargo, a pesar de todo, en él había elementos del ¡No pasarán! y del ¡Que inventen ellos!, que obligan a reconocer que, con sus virtudes y sus defectos, era un hijo de esta tierra, que nunca hubiera cabido en otra y que se mantuvo en sus trece como el papa Luna hasta que se lo llevó de este mundo algo tan prosaico como un cateterismo. Mis condolencias a sus deudos y que el Dios en el que no creía le otorgue no ya la muerte que deseó y no tuvo, pero sí un descanso eterno y en paz.