En primer lugar, se organizan desde fuera del país manifestaciones populares que se concentran en lugares fácilmente accesibles a los medios de comunicación occidentales. Durante los primeros días, los frustrados de todo tipo, desde jubilados a estudiantes, se reúnen para dar rienda suelta a su indignación derivada de las más diversas razones en un enclave urbano – nunca en el campo, nunca distante - emblemático. Al cabo de unas semanas, a veces antes, la mayoría se ha desilusionado y regresa a su casa, pero la atención mundial ha sido captada y grupos organizados y financiados desde el exterior se dedican a provocar a las fuerzas del orden. Más tarde o más temprano, los revoltosos – que, ocasionalmente, utilizan la violencia – logran su objetivo y el gobierno, dictatorial o no, acaba recurriendo a la fuerza contra los manifestantes. Llegados a ese punto, el destino del presidente está sentenciado. Da lo mismo que se encuentre en Georgia que en Libia, en Ucrania que en Egipto, en Siria que en Túnez. Ya se ha establecido la justificación ante la opinión pública internacional para provocar una intervención militar o un golpe de estado local con ayuda externa. Antes de que nadie pueda reaccionar los bombardeos de la democracia están arrasando el país y las compañías de reconstrucción están firmando jugosos contratos. No siempre ha salido bien todo hay que decirlo. Funcionó en una Serbia machacada previamente durante años. Ha dado regular resultado en Georgia, Libia, Egipto y Ucrania. Es el rosario de la aurora en Siria donde los efectos colaterales han implicado el surgimiento y desarrollo del brutal Estado islámico y una crisis de refugiados encaminados hacia una Unión Europea que lleva demasiados años mirando para otro lado. Este fin de semana, una manifestación pacífica en Turquía ha terminado en un baño de sangre. Ante una situación así y examinando lo que llevamos de siglo no puedo dejar de preguntarme si el gobierno pretende asegurar la victoria electoral, si ha sido una trágica casualidad o si esas mentes privilegiadas que siembran inestabilidad y muerte desde hace años buscan derribar al gobierno turco. Cuesta no temer que se haya abierto otra puerta para la desolación.