Ese despegue no sólo permitió que ganara sus segundas elecciones con una holgada mayoría absoluta sino que despertó temores más que comprensibles entre los nacionalistas vascos y catalanes y la izquierda. En términos reales, Aznar no fue cicatero económicamente con los nacionalistas vascos y catalanes, pero su defensa de las víctimas del terrorismo vasco y su insistencia en un proyecto nacional que incluso relanzaba a España en el exterior les resultaban absolutamente intolerables. A fin de cuentas, una España próspera y unida era un golpe directo contra los nacionalismos.
La excusa para poder lanzar movilización tras movilización contra Aznar fue el respaldo del presidente español a la invasión de Iraq por la administración Bush. Mientras el partido socialista – que había defendido la invasión de Iraq estando en el poder Felipe González - y los nacionalistas catalanes suscribían públicamente en el Tinell un pacto que les comprometía a no dejar gobernar al PP y mientras los nacionalistas catalanes se entrevistaban en secreto con los terroristas de ETA para conseguir que la banda criminal se comprometiera a no atentar en Cataluña, izquierdas y nacionalistas se agruparon bajo el lema del “No a la guerra” y llenaron las calles. Durante un año, el gobierno de Aznar sufrió el acoso de los sindicatos, de los partidos de izquierda, de los nacionalistas vascos y catalanes, de buena parte del mundo del espectáculo y de un sector nada pequeño de la iglesia católica que estimaban que habían dado con la clave para sacar al PP del poder. Sin embargo, a pesar de la enorme movilización, las encuestas señalaban a inicios de 2004 que Mariano Rajoy, el sucesor designado por Aznar, ganaría las próximas elecciones generales. Lo único que, a decir verdad, se discutía era si su victoria sería por mayoría absoluta o relativa. Y entonces sucedió lo inesperado.
La mañana del 11 de marzo de 2004 el autor de estas líneas se despertó al sentir un enorme impacto que sacudió las ventanas de su dormitorio. No le dio importancia e intentó conciliar el sueño, pero la segunda vez que tembló el tabique, saltó de la cama convencido de que se había producido un atentado. Las sirenas que sonaban mientras se dirigía al balcón le confirmaron en su sospecha. Aquel día tenía que realizar distintos libroforos y entre ellos fue oyendo las noticias. En Madrid y cercanías se habían producido una serie de explosiones que todo el mundo sin excepción – merece la pena escuchar las grabaciones radiofónicas y televisivas de la época – atribuyó a la banda terrorista ETA. Todos menos los miembros de su brazo político que hicieron una referencia a la “resistencia árabe”. En cuestión de horas, la solidaridad con el gobierno y las víctimas ante lo que parecía un atentado de ETA se fue transformando, hábilmente manipulada, en una incontenible ola de ira contra Aznar y el PP. La consigna es que ellos eran los culpables del atentado al haber involucrado a España en la guerra de Iraq. Mientras cadenas como la SER – del grupo PRISA – y la COPE – de la conferencia episcopal – difundían (es de pensar que no a sabiendas) informaciones falsas sobre la autoría de los atentados, la izquierda y los nacionalistas llamaron a cercar las sedes del PP. No sólo eso. Se atacó a miembros del PP, ministros incluidos, en las manifestaciones de repulsa frente al atentado y el 13 de marzo, el socialista Alfredo Pérez Rubalcaba violó la jornada de reflexión asegurando que España no se merecía un gobierno que la mintiera. En otras palabras, de acuerdo con esta tesis, Aznar y el PP habían mentido a los españoles al atribuir la autoría de los atentados a ETA y lo habían hecho para ocultar su culpa por haber arrastrado al país a la guerra de Irak. El argumento era falaz, pero obtuvo un excelente resultado. El domingo, 14 de marzo, la mayoría de los españoles votó a Rodríguez Zapatero – ZP según la propaganda socialista – para ser el nuevo presidente.
Explicar los atentados del 11-M nos desviaría mucho del tema. La versión oficial insistiría en que los perpetraron gentes influidas – aunque no realmente vinculadas – por Al. Qaeda, que ignoramos todavía quiénes fueron sus autores intelectuales, que buscaron influir en las elecciones y que, al fin y a la postre, los únicos condenados no pasaban de ser un esquizofrénico español y un par de musulmanes a los que, a pesar de ser integristas fanáticos, les encantaba consumir jamón y bebidas alcohólicas. En ningún caso, quedó probada la relación con la guerra de Iraq. Los investigadores que han considerado que se trató de atentados de falsa bandera cuya finalidad era cambiar el gobierno han insistido en que no existió trama islámica y sí una constante falsificación de pruebas. Sea como fuere, lo más seguro es que jamás sabremos quien organizó, planeó y ejecutó los atentados siquiera porque los trenes que explotaron, en lugar de conservarse como pruebas, fueron desguazados a las pocas horas de los atentados y ni el PSOE ni el PP se han empleado jamás a fondo en el esclarecimiento de los hechos.
Sea como fuere, lo cierto es que los atentados catapultaron al poder a ZP mientras dejaban al PP en un estado de shock que duró casi toda una legislatura. No deja de ser significativo que Stanley G. Payne señalara en su libro El catolicismo español que la única oposición que tuvo durante los primeros años en el poder ZP fue la cadena radiofónica COPE. La afirmación de Payne era cierta aunque para ser ecuánimes hay que señalar que la oposición en COPE estuvo realmente limitada a dos espacios: La Mañana, que dirigía, Federico Jiménez Losantos, y La Linterna, cuyo director era el autor de estas líneas. No fue, ciertamente, una época fácil.
El gobierno de ZP estuvo caracterizado por una mezcla de puerilidad izquierdista, acciones anti-sistema y antiamericanismo desatado. Desde el primer momento, ZP y sus ministros fueron sumando episodios que causaron las carcajadas en el seno de la UE, pero que dejaban de manifiesto la situación a la que se hallaba sometida España. ZP se complació, por ejemplo, en nombrar como ministros de defensa a José Bono, un hombre que ordenó a los soldados de Afganistán no defenderse de las agresiones porque estaba convencido de la bondad del principio que ordena poner la otra mejilla – sin duda, una posición moral admirable, pero no la que uno esperaría en el ministro encargado de defender a la nación – o a Carme Chacón, una mujer que no tenía la menor idea de lo que eran las Fuerzas armadas y que pasaba revista a los soldados en avanzado estado de gestación provocando las lágrimas – no precisamente de emoción – de oficiales profesionales. Carme Chacón fue una pésima ministra, pero, para ser ecuánimes, no lo fue menos que las otras ministras denominadas “de cuota” ni que sus compañeros masculinos de gabinete. Si ZP nombró sólo a incompetentes en su gobierno para que no se notara su propia mediocridad puede ser o no cierto, lo que es indiscutible es que ni uno solo de ellos – o de ellas – dio muestras lejanas de competencia profesional o de realizar acción alguna que resultara en beneficio del conjunto de la nación. De hecho, una simple exposición de lo que fueron aquellos ministerios rayaría con lo inverosímil de no ser porque fueron lamentablemente ciertos.
ZP convirtió también en proyecto estrella de su legislatura la legalización de matrimonios entre personas del mismo sexo – un proyecto que no pocos consideraron impulsado por la especial orientación sexual de algunos ministros e incluso familiares de ZP – o una ley de paridad que obligaba a una distribución de cincuenta-cincuenta entre hombres y mujeres en determinados puestos, una norma que, a pesar de esforzarse mucho, ni siquiera pudo cumplir el PSOE. Semejantes pasos provocaron la mofa o la ira de millones de españoles. Sin embargo, eran mucho más graves otras líneas de actuación de ZP.
La primera fue la de intentar aniquilar la alternancia en el poder esencial en el sistema de la Transición. Lejos de aceptar que pudiera haber gobiernos sucesivos de izquierda y de derecha, ZP decidió excluir de manera definitiva a la derecha del gobierno mediante una alianza con los nacionalistas, especialmente, los catalanes. En no escasa medida, se trataba de convertir el regional Pacto del Tinell catalán en un fenómeno nacional. Las concesiones que ZP realizó con los nacionalistas no sólo fueron anticonstitucionales sino, en no pocas ocasiones, criminales. Desde el primer momento, ZP entabló conversaciones con la banda terrorista ETA utilizando los buenos oficios de la iglesia católica de la que, como mínimo, debe señalarse que los cobró de manera pingüe. Baste decir que el anticlerical ZP pasó la cifra del 0.3 por ciento del Impuesto sobre la Renta que se llevaba la iglesia católica al 0.7. Debió considerar que llegar a un pacto con ETA – las conversaciones se llevaron a cabo en el santuario jesuita de Loyola – merecían eso y más.
Es difícil discutir que ZP se comportó como el dueño de una finca de la que puede disponer a su antojo en sus tratos con el nacionalismo catalán. Tras prometer que aceptaría la reforma del estatuto de autonomía que los nacionalistas decidieran – que fuera o no constitucional le importaba poco a ZP – procedió a conceder todo lo que le pidieron. Como Artur Mas, el actual presidente de Cataluña diría con frase expresiva: Zapatero “es un fill de puta, pero nos ha dado todo lo que le hemos pedido”. No exageraba. ZP decidió aniquilar el Plan Hidrológico Nacional que Aznar había ideado a semejanza del que disfruta California, por la única razón de que los nacionalistas catalanes miraban con suspicacia unas obras que unirían a las diferentes regiones españolas, pero que, por encima de todo, favorecerían a Valencia, su gran rival. Igualmente, el gobierno de ZP recurrió a todo tipo de presiones para lograr que la compañía energética ENDESA se dejara controlar por los nacionalistas catalanes. La legalidad europea no lo permitió, pero, al final, ENDESA dejó de ser española para caer en manos italianas y las autoridades alemanas señalaron públicamente que habían descubierto cómo se hacía negocios en España, una afirmación sobrecogedora porque apuntaba al estado de corrupción en que colaboraba el gobierno de ZP con el nacionalismo catalán.
Lo más grave de la política de ZP en relación con el nacionalismo catalán fue su respaldo a un nuevo estatuto de autonomía que quebrantaba el orden constitucional y convertía a España en un protectorado de Cataluña. La confianza en el nuevo estatuto por parte de los nacionalistas catalanes era tan considerable que no tuvieron problema en presumir públicamente de como habían “ganado complicidades” entre los miembros del tribunal constitucional. Efectivamente, entregaron diversas cantidades de dinero al esposo de la presidenta del TC, María Emilia Casas, y a algún magistrado. Sin embargo, cuando las informaciones salieron a la luz no se produjo ni una sola dimisión.
El estatuto de Cataluña no sólo convertía a esta región en nación – España, por supuesto, no lo era – sino que además garantizaba por años una inversión pública en Cataluña desproporcionada, injusta y sin comparación en otras regiones; sometía la firma de tratados internacionales por España al permiso del parlamento catalán; mantenía dentro de Cataluña los impuestos generados por sus empresas aunque los actos sujetos a gravamen tuvieran lugar en otra parte de España y, al fin y a la postre, convertía al gobierno catalán en un ente que podía vetar, obstaculizar e impedir lo que hicieran el gobierno y el parlamento español. Se trataba de un atropello – sólo en parte enmendada por el tribunal constitucional – pero, desde la perspectiva de ZP, constituía un avance en su plan de alianza anti-derechista con los nacionalistas.
En un esfuerzo por legitimar estas medidas que implicaban dañar directamente a la mayoría de España para favorecer a oligarquías locales – ZP desarrolló una política de injustificado servilismo hacia las compañías energéticas y la banca – el gobierno de ZP desanduvo el esfuerzo de reconciliación de la Transición sustituyéndolo por lo que denominó la Memoria histórica. El término, a pesar de su masiva utilización, es una falsedad en si mismo porque una cosa es la memoria – aunque interesante, variable e inexacta – y otra la Historia que se supone ha de ser rigurosa e ir más allá de lo subjetivo. Naturalmente, a ZP no le importaba sino como medida de deslegitimación. Siguiendo una visión de la Historia contemporánea propia de la Komintern, ZP no sólo colocó generosas porciones del presupuesto a merced de los que se sumaran a la farsa de la Memoria histórica sino que además se esforzó en identificar al PP con el franquismo y en describir a las izquierdas y a los nacionalismos catalán y vasco como fuerzas inmaculadas moralmente. De todos es sabido que ambos bandos cometieron atrocidades en el curso de la guerra civil y que uno de los méritos de la Transición fue pasar por encima de rencores para buscar un futuro común. Con ZP, el camino se desanduvo hiperlegitimando a un bando que cometió el genocidio de Paracuellos y convirtiendo en culpable de todos los males al vencedor. Por añadidura, no pocas de las figuras de la izquierda – comenzando por ZP, su esposa, la vicepresidenta y no pocos dirigentes socialistas – procedían de familias estrechamente vinculadas con el franquismo.
Como complemento de la labor de destejer la reconciliación nacional fraguada durante la Transición, ZP impulsó también una asignatura escolar obligatoria que recibió el nombre de Educación para la Ciudadanía. Su contenido era de mero adoctrinamiento ya que no sólo imponía una visión de la Historia ultraizquierdista – Lenin aparecía en no pocos textos como un luchador por la libertad – sino que además convertía en obligatorias las posiciones que sobre el aborto, el matrimonio homosexual tenía ZP. La ministra de educación – la más que incompetente señora Cabrera – llegó a disponer que un niño que no aprobara la peculiar asignatura no pudiera pasar de curso aunque sí podía hacerlo si suspendía cuatro asignaturas normales como podían ser las matemáticas, la lengua o la Historia.
Lo que sucedió de manera total en aquellos años está por historiar, pero baste decir que se trató de un proyecto claramente liberticida en nada inferior en sus metas al chavismo. A decir verdad, las presiones del zapaterismo sobre los medios de comunicación – generalmente exigiendo la salida de determinados periodistas – las inspecciones tributarias de opositores o el impulso de medios desde el poder por su cercanía a ZP pasaron a estar a la orden del día en un intento por eliminar cualquier expresión contraria a sus acciones.
No puede sorprender que, en el ámbito exterior, ZP se entregara a la práctica de una política que algunos calificarían de “anti-imperialista”, pero que, a decir verdad, habría que denominar de infantilismo anti-norteamericano. ZP no sólo se jactó de haberse quedado sentado al paso de la bandera de Estados Unidos en un desfile – una grosería que hubiera pasado desapercibida de no haber insistido ZP en propagarla – sino que realizó un llamamiento público en Túnez para que todas las naciones retiraran sus tropas de Iraq como él había hecho nada más llegar al poder y presumió de perdonar deudas y conceder ayudas económicas a regímenes tan significativos como la Cuba castrista, la Venezuela de Chávez o la Bolivia de Evo Morales. A decir verdad, la visita de los dos últimos dignatarios a España se convirtió en verdaderos fenómenos alentados con verdadero placer por el propio ZP. En el colmo del disparate y en un intento, fallido, pero entusiasta, por dar una buena imagen del islam, ZP comenzó a difundir – y gastar dinero público – en un proyecto que tenía su origen en el Irán de los ayatollahs y que se conocía con el nombre de Alianza de las civilizaciones. Sólo el turco Erdogan – que recientemente ha alabado en público el régimen de Hitler después de que las pruebas de su apoyo a ISIS resultan irrefutables – abrazó la tesis zapaterina.
Semejante encadenamiento de bisoñez, incompetencia y sectarismo no tardó en repercutir en la economía española. ZP había encontrado llenas las arcas del estado tras dos mandatos de Aznar y se apresuró a gastar el dinero en proyectos populistas como el cheque – bebé - a la vez que subía los impuestos. En el primer año de su mandato, algunos – incluido el autor de estas líneas – ya advirtieron de que ZP no tardaría en provocar una crisis económica, pero con semejantes afirmaciones sólo consiguieron ser objeto de represalias que emanaban de la cúspide del poder. Sin embargo, le gustara o no a ZP y a sus seguidores, los datos no podían ser más elocuentes. Al final de su primer mandato, se había producido una reducción histórica de las rentas salariales en el conjunto del Producto Interior Bruto al significar sólo el 46% mientras que en la UE eran el 64 por ciento. En un par de años se había retrocedido más de cuatro décadas cuando significaban el 55%. No sorprende que los salarios reales en España llegaran al final del primer mandato de ZP perdiendo poder de compra durante más de 12 trimestres consecutivos. Habían perdido un 6% de poder adquisitivo, mientras en el resto de Europa éste había subido un 8%. El informe de la OCDE de junio 2007 afirmaba que España era la única nación de esta entidad – que reúne a las treinta naciones más industrializadas - donde se había reducido el poder adquisitivo de la población. Por si fuera poco, con ZP, según datos de la Agencia Tributaria, había 18 millones de españoles que ganaban menos de 1.000 euros mes. Añádase que el 80% de los jubilados había perdido poder de compra y que un 49,5% de los jubilados vivía por debajo del umbral de pobreza. No puede sorprender que, en 2008, un 65% de las familias españolas afirmara tener problemas para llegar a fin de mes. Sí, el panorama familiar no era halagüeño. En marzo de 2004, un 45% de las familias decía vivir bien o muy bien. Con ZP, esa cifra se había reducido al 24%. También según el CIS, en marzo de 2004, un 10% de las familias afirmaba vivir mal o muy mal. Al final del primer mandato de ZP, el porcentaje era del 23%.
Para empeorar más el panorama, los impuestos no sólo habían subido – mantener contentas a clientelas como el nacionalismo catalán no era barato - sino que además, según la Agencia tributaria, con ZP, la nueva presión fiscal ha recaído en un 80% sobre la clase media y las familias menos favorecidas.
El impacto del mayor gasto público y de las subidas de impuesto no se hicieron esperar en la cifra de desempleo que comenzó a aumentar a pesar de los intentos de ZP de manipularla en beneficio propio. Para ocultar esa circunstancia, el Instituto Nacional de Estadística (INE), siguiendo instrucciones del gobierno de ZP, cambió la consideración de los desempleados calificando como trabajadores a los que tenían empleos de una o más horas a la semana tanto si eran remunerados en dinero como en especie, así como los trabajos no remunerados realizados para la propia familia. Mediante esta argucia del INE, en enero de 2005, el paro pasó del 10,5 % al 8,5%. Fue un engaño que duró poco. Cuando ZP dejó el poder en 2011, la cifra de desempleados superaba ampliamente el veinte por ciento.
Sin embargo, nadie debería haberse sorprendido. Los datos de la crisis económica se contemplaban en el horizonte siempre que se estuviera dispuesto a no recurrir al engaño. De hecho, como confesaría años después Miguel Ángel Fernández Ordóñez, el gobernador del Banco de España, había ocultado estos datos a la opinión pública en 2007 para no influir en el resultado electoral. Lo consiguió porque los españoles malinformados decidieron votar a un ZP cuya propaganda era difundida machaconamente por casi todos los medios de comunicación; porque ZP se había asegurado la victoria electoral en Andalucía y Cataluña mediante el riego de miles de millones de euros y porque el PP seguía, a más de un trienio de distancia de los atentados del 11-M, sumido en un estado de semi-estupor. Pero, a fin de cuentas, los hechos son testarudos y, en 2007, prácticamente un año antes que en el resto del mundo, la crisis económica estalló en España por razones propias en no escasa medida relacionadas con el incompetente gobierno de ZP. Lo que algunos habíamos anunciado, se cumplió inexorablemente.
Durante más de un año, ZP no sólo negó el estallido de la crisis económica sino que incluso evitó pronunciar la palabra que repetían cada vez con más insistencia los ciudadanos y los medios. Incluso durante unas horas, España estuvo sumida en un default un famoso 10 de mayo, default del que sólo la salvó la intervención directa de los presidentes de Estados Unidos y de China.
Desde 2009, el gobierno de ZP fue una sucesión inesperada de traspiés similares a los de una gallina descabezada que aún se mueve. El desempleo aumentaba, los casos de corrupción relacionados con su gobierno salían a la luz – José Blanco, el número dos del partido socialista fue uno de los protagonistas más sonoros aunque, lamentablemente, no el único – los nacionalistas catalanes se volvieron más agresivos cuando el TC recortó apenas su estatuto, ETA mató de nuevo justo después de que ZP anunciara que el terrorismo acabaría en unas semanas, los impuestos continuaban subiendo como única medida comprendida por ZP para evitar una bancarrota nacional… Ante semejante panorama, la UE exigió a ZP que adoptara algunas medidas de recorte del descontrolado gasto público, lo que lo colocó en una situación incómoda. Mientras culpaba a los Estados Unidos de lo sucedido – algo habitual en el sectarismo de la izquierda y especial y totalmente falso en el caso español ya que la crisis nacional había antecedido en meses a la de Lehman Brothers – ZP decidió no volver a presentarse a unas nuevas elecciones y su lugar lo ocupó el veterano Alfredo Pérez Rubalcaba.
Cuando abandonó el poder, ZP dejaba tras de si una nación abierta en canal además de sumida en una profunda crisis económica. Los resentimientos de la guerra civil habían sido reavivados convirtiéndose además en fuente de ingresos para no pocas clientelas, ansiosas de perpetuarlos en beneficio propio; las oligarquías catalanas y vascas se habían visto excitadas por las concesiones no sólo injustas sino profundamente dañinas para el resto de las regiones españolas; la presión fiscal de España era la más alta de Europa con la excepción de Suecia aunque con servicios públicos mucho peores; la tasa de desempleo no sólo era la más elevada de Europa sino que no dejaba de incrementarse; las víctimas del terrorismo se sentían maltratadas; el papel internacional de España se había desplomado y las perspectivas de futuro resultaban innegablemente sombrías. Añádase además la indignación de importantes sectores sociales por la presencia de franquicias de la banda terrorista ETA en las instituciones, por la nueva legislación sobre el aborto y, especialmente, por la paralización de la investigación sobre los atentados del 11-M. Quizá se sentían felices por haberse podido casar algunas parejas de homosexuales – no muchas porque el número de matrimonios homosexuales, nacionales y extranjeros, a pesar de las subvenciones otorgadas por el gobierno de ZP, fue escaso –y, desde luego, millones de españoles tenían asimilado que era mejor votar a la izquierda o a los partidos nacionalistas catalanes y vascos que a cualquier otra opción. Sin embargo, era obvio que ZP había empujado al PSOE en una crisis de la que no se ha recuperado todavía en 2016 y que había provocado otras – económica, social, política e institucional - en España cuyas últimas y pésimas consecuencias no podían imaginarse. En 2011, la mayoría de los españoles estaba convencida de que no podría existir un gobierno peor que el de ZP y otorgó una mayoría absoluta a Mariano Rajoy en la convicción de que cambiaría la situación a mejor. Difícilmente, hubiera podido cometer una doble equivocación más grave.
CONTINUARÁ