Naturalmente, la pregunta que le asalta al lector es cómo de ese modelo que tantas ventajas ha significado para los españoles se ha llegado a un resultado como el de las pasadas elecciones del 20 de diciembre. Daría la sensación de que los españoles han enloquecido en un porcentaje no pequeño o que se ha producido un trauma mucho mayor que el de la actual crisis. La realidad es que, sencillamente, lo que se ha sembrado durante décadas da ya sus amargos frutos. Permítaseme explicarme.
En contra de la imagen idealizada que se ha transmitido tantas veces acerca de la Transición, la misma no fue fruto del impulso democratizador del pueblo español sino producto de un pacto entre élites. A decir verdad, la Transición no comenzó en 1975 con la muerte de Franco sino que dio inicio a finales de los años sesenta cuando quedó claro que su sucesor sería el entonces príncipe Juan Carlos y que el sistema que vendría después no podría ser continuación del franquismo. La primera institución que captó esa situación fue la iglesia católica que, ya en la década de los sesenta, supo, a la vez, mantenerse unida a los privilegios que le deparaba la dictadura franquista y también impulsar los nacionalismos vasco y catalán sin excluir a la banda terrorista ETA. De hecho, este grupo criminal nació en un colegio jesuita y celebraría todas sus primeras asambleas en casas de religión de diferentes órdenes. Pero no nos desviemos. Antes del fallecimiento de Franco, el cardenal Tarancón – al que se ha olvidado injusta e interesadamente – fue forjando contactos con las diversas instancias de poder incluyendo, por supuesto, a la oposición para preparar el “día después”. Puede que a muchos les sorprenda, pero en su mayor parte la Transición no fue un diseño del rey y mucho menos de Suárez sino del cardenal Tarancón. Ahí residen en no escasa medida, sus luces y sus sombras.
Lo que surgió fue un producto híbrido que se puede contemplar en la misma constitución de 1978, un texto lleno de contradicciones ya que se debía al pacto entre élites dominantes de ayer – iglesia católica, fuerzas armadas, monarquía, poderes financieros… - con las que aspiraban a serlo en el futuro – partidos, sindicatos y nacionalistas catalanes y vascos. Eso explica, por ejemplo, que el texto constitucional afirmara que el estado no era confesional, pero, al mismo tiempo, se mencionará expresamente a la iglesia y se anunciaran los pactos con ella – pactos que, en puridad, estaban cerrados antes de la constitución – o que se insistiera entre la igualdad de las regiones, pero se señalaran dos niveles de autonomía y se incluyera el concierto económico que beneficia descaradamente a las Vascongadas y Navarra; o que se insistiera en la participación de los ciudadanos, pero se limitara ésta en la práctica al seguimiento de los partidos políticos; o que se hablara de la justicia independiente, pero se colocaran sus riendas en manos de los partidos, etc. Para cualquiera que leyera con interés la constitución debía resultar obvio que se trataba de una democracia limitada por los privilegios más o menos expresamente reconocidos de una serie de instancias. Pero la mayoría de los que la votaron en referéndum o no la entendieron o si llegaron a entenderla les pareció un enorme avance. Ciertamente, lo era.
A pesar de ese enorme pecado original, el sistema democrático tuvo excelentes consecuencias. De entrada, las libertades impensables con el franquismo hicieron irrupción en la vida pública y privada. La diferencia era abismal y en favor del nuevo sistema. En segundo lugar, España no había logrado articular un estado, a pesar de los esfuerzos liberales, durante el siglo XIX y buena parte del XX. De hecho, la administración española comenzó a ser digna de tal nombre a partir de las leyes administrativas de López Rodó – trasunto del sistema francés – concebidas durante el franquismo. Su desarrollo real tuvo lugar a partir de la Transición. El hecho de que además los niveles administrativos se multiplicaran permitió dar entrada en la administración a millones de nuevos funcionarios. Ningún español se atrevería a día de hoy a decir que la administración funciona bien, pero los tres millones de funcionarios en números redondos son innegables. Finalmente, el sistema constitucional permitió que España entrara en la Comunidad Económica Europea lo que se tradujo en una lluvia de recursos sobre la nación que permitió acometer obras de infraestructura y crear puestos de trabajo.
Con los matices que se quieran señalar, los españoles iban a ser – y han sido – más libres, más prósperos y más atendidos por el estado que durante el régimen de Franco y cualquier otro que lo precediera. Sin embargo, a pesar de todos estos aspectos positivos – como dijo el socialista Gregorio Peces Barba, “con las autonomías colocaremos a todos” – el sistema español comenzó a dar señales de agotamiento a inicios de la década de los noventa. ¿Por qué?
La razón fue simplemente un desenfreno en la corrupción emanada no sólo de las bases del sistema sino de una visión política electoralista y clientelar. Antes de la constitución de 1978, Jordi Pujol - que luego sería presidente de Cataluña y que actualmente cuenta con varios miles de millones de dólares sin justificar en cuentas situadas en Belice y Panamá - adelantó que para avanzar en su proyecto nacionalista sólo tenía que contar con el 30 por ciento del electorado. Al no ser el sistema electoral mayoritario – como en Estados Unidos – o contar con una segunda vuelta – como en Francia – no se equivocaba en su apreciación ya que, en verdad, un tercio del electorado permitía gobernar… pero había que garantizar ese tercio del electorado y la mejor forma de conseguir ese propósito consistía en crear un sistema clientelar que asegurara ese número de sufragios. El sistema anunciado y pronto puesto en práctica por Pujol no tardó en verse seguido por el partido socialista (PSOE), primero, en Andalucía – donde lleva gobernando más tiempo que el dictador Franco – y luego en el resto de España. Por supuesto, los nacionalistas vascos no fueron menos y, desde luego, el PP acabó cayendo en esa maraña de corrupción también como ha quedado de manifiesto en algunas de las últimas macro-causas de corrupción. Personalmente, no tengo la menor duda de que el régimen de la Transición fue pensado para permitir una cierta corrupción nacida de los privilegios y difícil de distinguir apartada de ellos. Me atrevería incluso a decir que el régimen hubiera podido soportarlo, pero cuando esa corrupción se extendió al sistema financiero, las empresas energéticas y los distintos niveles de la administración local se convirtió en imposible de mantener.
A inicios de la década de los 90 – es decir a década y medio de la puesta en funcionamiento del sistema - España había entrado en una grave crisis que derivaba de la elevada presión fiscal - ¿cómo abastecer tanto pesebre sin dinero? – del impacto que esa presión tenía en la creación de empleo y de un gasto público descontrolado. Si los dos primeros mandatos de Felipe González contaron con logros positivos – de entrada, había muchas cosas por hacer en España – a partir del tercero, resultó obvio que no existía un proyecto de futuro más allá de mantenerse indefinidamente en el poder y aunque significara un recorte real – no formal – de las libertades y un gasto desaforado. Los dos segundos mandatos de González fueron de mal en peor e incluso el último no llegó a concluirlo por una presión que iba de la izquierda a la derecha por razones tan innegables como la inmensa corrupción – que no era sólo socialista, pero que entonces lo parecía – las cifras de desempleo e incluso el crimen de estado perpetrado por los GAL.
Cuando, a la segunda, Felipe González perdió las elecciones frente a José María Aznar uno de los primeros pasos que se vio obligado a dar el recién elegido presidente fue el de solicitar un préstamo a las cajas de ahorro para abonar la paga de Navidad a los pensionistas. ¡Ya no quedaba dinero en las arcas del estado y eso que pocos años antes España se había permitido los dispendios de la Expo de Sevilla y las Olimpíadas de Barcelona!
Los dos mandatos de Aznar corrieron un tupido velo sobre la innegable realidad de que el sistema no podía sobrevivir sin profundas reformas que implicaran acabar con los privilegios fiscales de Vascongadas y Navarra o de la iglesia católica y, sobre todo, que adelgazaran el sistema de administración territorial e impidieran la entrada en la administración de centenares de miles de nuevos paniaguados. Hasta la fecha – por citar un ejemplo significativo – ningún gobierno ha sabido dar razón del número de empresas públicas – todas ellas deficitarias – ni tampoco de lo que significan en términos de gasto público. Como ejemplo de su costosa inutilidad, baste decir que la Fundación Quinto Centenario creada para recordar el descubrimiento de América en 1992 sigue abierta y manteniéndose con los impuestos de los ciudadanos españoles. Quizá ha comenzado ya a preparar el Sexto Centenario que tendrá lugar en 2092… En aquellos años, existió una voluntad de creer que el único problema de España era el PSOE y que, apartado del poder, la nación viviría en el mejor de los mundos. Fue una grave, gravísima equivocación.
Aznar tuvo enormes aciertos económicos. Por ejemplo, restringió el gasto público y bajó los impuestos de manera inmediata. Esas dos medidas – sencillas, pero eficaces – permitieron reactivar el consumo y España no sólo salió de la crisis que marcó los últimos años de gobierno del PSOE sino que además cumplió todos los criterios para poder entrar en el euro – algo imposible en la época de gobierno socialista – y, sobre todo, comenzó a crear empleo. Como no sucedía desde treinta años atrás, España no sólo creció sino que además de cada cinco empleos nuevos que nacieron en la Unión Europea, cuatro lo hicieron en territorio español. Ni la izquierda ni los nacionalistas lo reconocieron entonces ni lo reconocerán jamás, pero aquella fue una época dorada del empleo, del crecimiento y del peso internacional para España. Desde inicios del siglo XIX no había ido las cosas mejor en España – tampoco fueron así muchas veces en los siglos anteriores – pero, desgraciadamente, ya no volverían a marchar de manera semejante.
Con seguridad, el gran error de Aznar fue el no reformar el sistema. Es posible que pensara que no era necesario o – más probable – que creyera que Mariano Rajoy, al que designó como sucesor, lo haría a partir de 2004 en que, supuestamente, ganaría las elecciones presidenciales. Sea como fuese, cuando Aznar abandonó el poder, el sistema seguía siendo sustancialmente tan frágil como a mediados de los años noventa. La única diferencia era que el superávit de las cuentas públicas ocultaba los males sistémicos. Entonces llegaron José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy y el sistema de la Transición se encaminó hacia su agonía. Pero de eso hablaré en la próxima entrega.
CONTINUARÁ