El Inca Garcilaso y Guamán Poma de Ayala eran, por el contrario, indígenas. Palma ya era hispanoamericano. Pensaba, escribía, hablaba y sentía en español, pero era consciente de que no era español sino un tertium genus que tampoco era indígena.
Manuel Ricardo Palma – nacido y muerto en Lima, 1833-1919 – fue hijo natural de Pedro Palma Castañeda y se le inscribió en el registro como vástago de Guillerma Carrillo. Parece, sin embargo, que Guillerma fue su abuela materna. Su madre fue Dominga Soriano que se casó cuatro años más tarde con Pedro Palma. A la sazón, tenia tan sólo veinte años. El matrimonio fracasó estrepitosamente y el niño se quedó con el padre.
Como muchos coetáneos ilustrados en Hispanoamérica y en España, el joven Palma no tardó en darse cuenta del daño inmenso que la iglesia católica había causado y causaba a su nación. Desconocedor de la Reforma, también como muchos coetáneos sólo vio una alternativa en aquella maldición espiritual en la masonería. Las logias creían en Dios y, a la vez, preconizaban una vida más libre y volcada al bien social. Con tan sólo 22 años, Palma se inició en la masonería. Entrar en la marina y comenzar a conspirar en favor de un gobierno liberal fueron pasos naturales como también sucedia al otro lado del Atlántico. También como otros contemporáneos se vio obligado a exiliarse. En 1860, se encontraba en Chile donde comenzó a recoger materiales para lo que luego serían sus Anales de la Inquisición de Lima. Una amnistía le permitió regresar al Perú en agosto de 1863. Nombrado cónsul en el Pará, Brasil, renunció al cargo prefiriendo viajar por Europa.
En 1865, regresó a Perú justo en plena guerra con España. El hecho de abandonar la torre La Merced del Callao unos minutos antes de que la bombardeara la marina española le salvó la vida. Siete años después abandonaría la política al ser asesinado el coronel José Balta y se entregó totalmente a la literatura. Semejante cambio no lo salvó, sin embargo, de sufrir sinsabores como el que, cuando el ejército de Chile invadió Perú, su casa resultara incendiada y se perdiera su biblioteca junto con manuscritos, como el de la novela Los Marañones y sus memorias del gobierno de Balta.
En los años siguientes, Ricardo Palma desempeñó de manera extraordinaria el papel de director de la Biblioteca Nacional realizando proezas como la de conseguir que Chile devolviera unos diez mil libros que se había llevado durante la guerra. Con todo, lo más relevante fue su labor literaria. Cultivó prácticamente todos los géneros, pero su aporte más especial fueron las Tradiciones peruanas. Se ha dicho que fue el segundo fundador de Lima y, siquiera literariamente, cuesta discutirlo tras releer tan colosal obra.
Mientras salvaba al Perú de la influencia de los jesuitas al refutar por escrito un falseamiento histórico con el que los hijos de Loyola pretendían perpeturar mentiras que sometieran a la nación – el congreso votó en contra del establecimiento de esta orden religiosa en el país y su expulsión – Palma fue sumando los relatos de las Tradiciones peruanas. Poco podía imaginar mientras reunía aquellos relatos que los jesuitas acabarían siendo los grandes valedores de la masonería, pero no nos distraigamos. En total, recogió 453 tradiciones de las que 6 se refieren al imperio incaico, 339 al virreinato, 43 a la emancipación, 49 a la república y 16 carecen de encuadramiento histórico preciso.
Esa distribución muestra hasta qué punto para Palma resultaba de especial relevancia el período colonial. Sin embargo, no era Colón, ni Las Casas ni El Inca o Guamán. No buscaba gloria y oro. Tampoco contemplaba un exterminio indígena que había que detener o se dolía por la situación de una etnia a la que perteneciera. Palma ya no era ni español ni mucho menos indio. Se trataba de un genuino hispanoamericano y, como tal, podía escribir y hablar español y, a la vez, incorporar el enriquecedor léxico americano. Igualmente podía señalar la bravura de los españoles que habían conquistado el imperio inca y, a la vez, afirmar que la ejecución de Atahualpa era una vileza sin justificación alguna. En Palma, se daba la síntesis, una síntesis además ilustrada. Porque Ricardo Palma era consciente de lo que había sido la Inquisición, del terror sembrado por sus horrendas torturas, de la cerrazón espiritual que arremetía contra protestantes y criptojudíos, pero también contra los que se hacían pasar por clérigos, eran bígamos o sacerdotes y frailes que aprovechaban el confesonario para abusar de docenas y docenas de mujeres.
Palma no ocultaba la verdad y tampoco podía sostener las horrendas mentiras de la leyenda blanca, pero sí que miraba al pasado de otra manera. En él se sintetiza lo hispano y lo indio, la independencia con la herencia española, el cultivo de la lengua incomparable de Castilla con los neologismos americanos. Las Indias son contempladas por él de otra manera, una manera que no niega testimonios anteriores sino que los confirma; que es consciente de la inmensa catástrofe que significó el poder de la iglesia católica sobre esa parte del mundo, que ama a su patria y, por eso, la desea ilustrada y libre, es decir, justo lo contrario de lo que había sido en la época del virreinato y ahora no resultaba fácil de conseguir.
Los asistentes al campus se rieron con las tradiciones de Palma que muestran el fanatismo católico, se horrorizaron ante sus descripciones asépticas, pero horripilantes de las torturas inquisitoriales y soñaron con esa sociedad mejor con la que soñó. A más de un siglo de su obra, continúa siendo esencial para comprender una nueva mirada de Indias: la del hispano-americano.
CONTINUARÁ