Fuimos al teatro para ver una excelente representación de Cielo abierto de Hare que no tenía nada que envidiar a lo mejor que podríamos haber contemplado en Madrid. Paseamos por el Museo del oro sumergiéndonos en las culturas pre-incaicas. Pero, por encima de todo, tuvimos la oportunidad de charlar, de comer juntos, de compartir momentos inolvidables conociendo a gente extraordinaria que desea seguir en contacto de aquí en adelante.
Misael o Joshua – por no mencionar el papel esencial de Alicia – habían contribuido extraordinariamente a la celebración del campus, pero también contribuyeron al mejor desenvolvimiento de esos días Karen, Daniela, Patty, Romina, Tanya, Anthony, Joel, David y todos aquellos que se acercaron a aprender quizá sin pensar cuánto iban a aportar. Entre ellos estaban también un jefe indio shipibo – Suynihue – y su esposa Rebeca. Ella me regaló el primer día un libro que me ha complacido especialmente y que relata su labor como misionera entre los jíbaros, ya saben ustedes, esos indios que reducían las cabezas de sus enemigos vencidos para colgarlas en sus viviendas. Suynihue – Roger – nos contó cómo estuvo a punto de ser enterrado vivo por su madre cuando sólo era un bebé; como fue salvado por un shamán y cómo su padre, shamán, se convirtió al Evangelio gracias a la labor de misioneros protestantes. En la actualidad, es jefe de una comunidad indígena en la selva a la vez que predicador del Evangelio.
En nuestra fiesta de despedida, tras la última exposición y el último taller, Suynihue entonó canciones en las lenguas shipiba y española ataviado con sus galas de jefe y, en un momento determinado, me dio las gracias públicamente regalándome además un primoroso chaleco indio bordado a la vez que entregaba a mi hija un bolso semejante. Me puse la prenda emocionado y lo abracé en el escenario y entonces Suynihue me devolvió el gesto con una fuerza conmovedora. Después, en la comida, hubo quien dijo que aquella parecía la foto de la reconciliación entre españoles e indígenas después de más de cinco siglos. En paralelo, Suynihue insistía en que no había conocido nunca a un español como yo, lo cual puede interpretarse en beneficio de los otros españoles, dicho sea de paso.
Tanto mi hija Lara como yo estamos invitados a viajar a la Amazonía para visitar a la comunidad de Suynihue. Si Dios quiere, llegaremos hasta allí, pero, en cualquiera de los casos, debo decir que me resulta imposible imaginar una mejor conclusión para un campus dedicado a la mirada de Indias. Por un lado, las distintas miradas no se vieron opacadas por el prejuicio, el fanatismo religioso o el nacionalismo. Tampoco por la miserable leyenda blanca o por un indigenismo ciego. Sólo examinamos con imparcialidad las fuentes históricas, comprendimos el pasado, entendimos el presente y contemplamos cuáles son las soluciones para el futuro, unas soluciones en las que tanto indígenas como europeos, negros como mestizos, podemos fundirnos en un abrazo a la búsqueda de un mundo mejor del que conocieron nuestros antecesores. Quizá porque todo resultaba tan obvio antes de que concluyera el campus ya habíamos comenzado a fraguar los planes para el próximo que será, Dios mediante, en Lima en febrero de 2017. Pero de ese y de otros proyectos ya les hablaré en su momento.