Historia por historia, me ha resultado imposible no recordar Enemigo a las puertas donde se narraba la odisea de Vasili Zaytsev, un francotirador ruso que combatió en Stalingrado. De la eficacia y patriotismo de ambos tiradores poco o nada se puede discutir. Zaytsev se enfrentaba con un enemigo despiadado que dio muerte a millones de sus compatriotas y Kyle decidió alistarse en el ejército cuando vio las imágenes de los atentados del 11 de septiembre convencido de que era lo mejor que podía hacer para proteger a su esposa y a su nación. Sin embargo, la comparación de las dos historias acaba dejando un regusto amargo. Zaytsev había nacido bajo el dominio del primer estado totalitario de la Historia, un estado cuya brutalidad aparecía recogida en las primeras escenas de la mencionada cinta. Sin embargo, a pesar del NKVD y de la propaganda, a pesar de Stalin y de los comisarios políticos, resulta difícil cuestionar que se enfrentó con una invasión que, de haber triunfado, hubiera significado el final de sus gentes y de su cultura. En Stalingrado, se decidía si Hitler acabaría imponiéndose en el este de Europa y, con ello, en todo el continente o si podía ser derrotado. La sensación que se percibe observando la peripecia de Kyle es, sin duda, no menos dramática, pero resulta especialmente inquietante. La guerra ha adquirido una sobrecogedora sofisticación – Kyle puede estar inmerso en una conversación telefónica con su esposa a la vez que busca objetivos tumbado en una terraza de Iraq – pero, en este caso, no nos transmite ni lejanamente la misma capacidad de convicción. No alcanzamos a ver lo que puede justificar un patrullar eterno por las calles de una ciudad iraquí ni tampoco qué vínculo hay – si lo hay – entre ese conflicto inacabado y los atentados del 11-S. Y, por supuesto, no son pocos los soldados que sienten que lo razonable o legítimo de su tarea no va más allá de obedecer las órdenes recibidas. Se mire como se mire, la relación entre los enclaves míseros de un país de Oriente Medio y la vida de las gentes de Texas o Indiana es imposible de percibir y más cuando implica, por pura supervivencia, acabar con la vida de niños o mujeres que pretenden, a su vez, matarte a ti y a tus compañeros. Los francotiradores permanecen, pero cada vez cuesta más creer en las guerras.