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Jueves, 21 de Noviembre de 2024

Spotlight. En primera plana

Martes, 2 de Febrero de 2016

Con un retraso de meses en relación con el estreno americano ha aparecido en las pantallas españolas la que algunos consideran la película mejor del 2015. Puede que sea así siquiera por lo pesadas, pesadísimas que son otras cintas como la del marciano Damon o la del renacido Di Caprio que me provocaron no pocos bostezos y un deseo imperioso de que la película terminara y no precisamente porque necesitara urgentemente ir al baño.

Spotlight es una película sólida, bien narrada, fiel a los hechos y solventemente interpretada. Con todo, a mi me pareció demasiado fría para el tema que abordaba. Me explico.

El argumento, rigurosamente histórico, de la película es el descubrimiento por el Boston Globe de millares de abusos sexuales que sufrieron niños de ambos sexos a manos de sacerdotes de la diócesis durante un período de décadas. Lejos de tratarse episodios repugnantes aunque aislados lo que los periodistas fueron descubriendo fue que los depredadores sexuales eran cerca de un centenar; que en todos y cada uno de los casos, la diócesis no los puso a disposición judicial sino que hizo todo lo posible para que quedaran impunes y que, por añadidura, al limitarse a trasladarlos a otros lugares lo único que consiguió fue evitar su castigo y facilitar que cosecharan nuevas víctimas. En otras palabras, no se trató jamás de un encubrimiento puntual de un abuso excepcional sino una política sistemática encaminada a que violadores y paidófilos se vieran libres de rendir cuentas a la justicia pudiendo continuar perpetrando atrocidades cuyas víctimas eran niños.

Cuando la información del Boston Globe acabó saliendo a la luz tuvieron lugar dos hechos claramente reveladores. El primero fue que en otras partes de Estados Unidos – muy pronto de todo el globo – comenzaron a surgir personas que pedían justicia por las violaciones o abusos sexuales que habían sufrido a manos de sacerdotes católicos. El segundo fue que el cardenal Law, último responsable de la impunidad de criminales repugnantes, no pudo ser juzgado porque el mismo papa le ofreció refugio en la Ciudad del Vaticano entregándole la administración de una de las parroquias principales. No está nada mal como ejemplo de lo que hay que hacer para ser canonizado…

Sin embargo, el cardenal Law no era una excepción tampoco a pesar de la protección oficial que recibió del papa para evitar la acción de la justicia. Durante treinta y cuatro años se mantuvo aquella conducta en la diócesis de Boston y los responsables fueron tres cardenales y varios obispos. Es decir, jamás existió un caso excepcional. Se trató de un encubrimiento sistemático del delito porque todos los cardenales, obispos y papas consideraron sin excepción que era peor que se supiera la verdad a que no se hiciera justicia.

Que estos hechos espantosos puedan ser narrados con la gelidez que lo hace la película es lo que, personalmente, me sobrecoge. Y aún me angustia más cuando en unos instantes, al final, aparecen en la pantalla las diócesis en distintas naciones del mundo donde se practicó esta conducta también de manera sistemática, también durante décadas, también bajo la protección de obispos, cardenales y papas.

Con todo, debo decir que hay otro aspecto que aún me conmueve más y que la película tiene el mérito – a mi juicio, el mayor de todos – de exponer. Me refiero a la complicidad de toda la sociedad en esos crímenes por acción u omisión. Entendámonos. Los crímenes los cometieron los sacerdotes católicos y los encubrieron, por millares de casos sólo en Boston, los obispos, los cardenales y los papas. Sin embargo, para que fuera posible tal circunstancia tuvo que mediar el silencio de otros. Los abogados que aceptaron negociar a puerta cerrada que un sacerdote violador no pasara ante el juez a cambio de algo que se llamaba compensación y que se ofrecía a los padres. Los ciudadanos que, sabedores de aquella cordillera de maldades, guardaron silencio porque la iglesia católica es extraordinariamente poderosa en Boston y puede echar a casi cualquiera de la vida civil. Los católicos que cerraron los ojos por un mal entendido concepto de la lealtad a una institución que se comportaba, una y otra vez y durante décadas, de manera criminal. Los policías que se consideraron antes defensores del buen nombre de la institución eclesial en que habían sido bautizados que de la seguridad de los ciudadanos. Los jueces y fiscales que ni se atrevieron a considerar la posibilidad de seguir la pista del crimen organizado e impune. Los que siguieron cerrando los ojos insistiendo en que todo era una conspiración judía para desacreditar a la iglesia católica. Los periodistas – sí, los periodistas – que tuvieron las piezas del rompecabezas ante los ojos, pero no avanzaron en la investigación porque eran católicos, no querían perjudicar sus carreras o, simplemente, odiaban la idea de buscarse líos. No deja de ser revelador como el personaje encarnado por Michael Keaton descubre con horror que, años atrás, él mismo podría haber sacado todo a la luz, pero no lo hizo y de esa manera millares de criaturas sufrieron abusos capaces de provocar el llanto de las piedras.

 

Da la sensación de que tiene que haber sido y ser todavía continua la perpetración del mal en una sociedad como la española, donde es culturalmente costumbre pedir que el gobierno arregle todo; donde creer que criticar lo propio es un delito de alta traición y si se trata de la iglesia, de conducta diabólica; donde nadie quiere líos aunque se sepa dotado de razón y donde mirar hacia otro lado siempre resulta más práctico que apuntar a lo que sucede y es sabido, quizá no por todos, pero sí por muchos. Sin embargo, la lección de esta fría película no puede ser más clara: el silencio y la cobardía pueden parecer convenientes en lo privado, pero, en realidad, son la puerta abierta para que una criatura de pocos años pueda ser violado; para que los ciudadanos honrados sean despojados; para que los disidentes caigan asesinados o tengan que refugiarse en otro país; para que los canallas, en fin, pretendan que todo se reduce a una pequeña estadística cuando la realidad es que lo que esos números dejan de manifiesto es que ciertas instituciones están dispuestas a tapar los crímenes más horribles sólo para dar una imagen que es lucrativa aunque diste años luz de la realidad. Todo ello, mientras los inocentes lloran por causa de los malvados sin que nadie los escuche o los quiera escuchar.

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