Adelanto que suprimo a los partidos nacionalistas catalanes y vascos. Salvo que se desee erosionar más la democracia, convertir el sistema en más difícil de sostener económicamente y perpetuar sucias oligarquías regionales empantanadas en la corrupción no existe el menor motivo para votar a los nacionalistas. Si cualquiera de esos objetivos es acariciado por el votante ya sabe, caso de vivir en Vascongadas, Navarra o Cataluña – qué papeleta puede meter en la urna. Si, por el contrario, lo que desea de corazón es que la nación salga de una crisis que ha empeorado en los últimos cuatro años, las opciones no pasan por unos nacionalismos que han contribuido decisivamente a la misma. Intentaré, por lo tanto, de izquierda a derecha, analizar las distintas opciones. Comencemos por las dos situadas a la extrema izquierda: IU y Podemos.
En la época de la Transición, el PCE era un partido respetable. No es que no tuviera una historia suficiente como para poner los pelos de punta a cualquiera; era más bien que había decidido impulsar la tesis de la “reconciliación nacional” y había aceptado lo que nadie pensó que aceptaría para lograrlo: la monarquía, la bandera bicolor y la renuncia a Lenin. Si se examinan los programas del PCE de entonces eran los de una socialdemocracia con añoranzas del puño en alto y la bandera de la hoz y el martillo cargada de notable pragmatismo. Aquella conducta fue el inicio de su fin. De entrada y a pesar de que muchos se afiliaron al PCE pensando que sería el gran partido de la izquierda - ¡cuánta gente del Movimiento no pasó por sus filas para acabar aparcando en las cercanías del PSOE! – el PSOE, impulsado en una gran operación teledirigida desde Estados Unidos y financiada desde Alemania, le quitó el santo y la limosna. Y entonces saltaron las contradicciones internas inmensas como catedrales. Por un lado, los que habían estado en el interior y encontraban acartonado, más bien fosilizado, a Carrillo; por otro, los que deseaban un regreso a las esencias que el revisionismo de Carrillo había pisoteado; finalmente, los que decidieron ser prácticos y se pasaron a eso que los socialistas denominaron “la casa común de la izquierda”. Tras varias derrotas electorales, Carrillo se vio forzado a dimitir; su sucesor Gerardo Iglesias no igualó los magros resultados previos y, dando tumbos, el PCE acabó en manos de un alcalde cordobés, antiguo carmelita, que se llamaba Julio Anguita.
Anguita – no sé si por influencia de san Juan de la Cruz – soñó en muchas cosas. Por ejemplo, en aglutinar a toda la izquierda contra el PSOE, que era el partido de la izquierda por antonomasia. Así nació Izquierda Unida que no era más que el PCE, algunos socialistas desengañados agrupados en el PASOC y grupúsculos diversos que incluían al Partido Carlista. Esta última circunstancia provocó no poco pitorreo hasta el punto de que se decía que la agrupación debería llamarse Izquierda Unida Tradicionalista y de las JONS. Anguita estaba convencido de que podía dar el sorpasso y sustituir al PSOE y para ello implantó una disciplina de hierro que acabó con cualquier disidencia. Nada desusado ni en los partidos comunistas ni en los carmelitas como hubiera podido contar san Juan de la Cruz. Un veterano del PCE llegó a decirme que Anguita, en lugar de ser un político pragmático que busca lo que se puede hacer, era como san Alfonso María de Ligorio decidido a “antes morir que pecar”. No lo pasó bien el PSOE en aquella época acosado a la izquierda por Anguita y a la derecha por Aznar – la famosa pinza – pero, al final, no hay más cera que la que arde y con el muro de Berlín por los suelos no se podía esperar que el PCE que nunca había despegado se convirtiera en la gran alternativa de izquierdas. Eso había pasado durante la guerra fría en Italia y aún así nunca lo dejaron gobernar, pero es que además el PCI era, intelectual y organizativamente, el primer partido comunista de Occidente mientras que el PCE era un grupete de viejos a los que Anguita asustaba cada vez que alguien lo contradecía con el cuento de “quieren quitarnos el partido”.
Teóricamente, IU podría haberse recuperado durante los dos mandatos de Aznar, pero sucedió lo contrario. Mientras el Anguita retirado se iba recociendo en su resentimiento y adoptando un tono cada vez más amargado porque no abrazábamos su cosmovisión, IU se fue debilitando más y más. El golpe de gracia le vino con ZP. El nuevo secretario general del PSOE se desplazó de manera tan sectaria – y tontilona – hacia la izquierda que IU se quedó sin espacio. A decir verdad, ZP superó cualquier majadería, hasta la más extrema, que hubiera podido pensar IU con Anguita. De esa manera, ZP causó un daño inenarrable – quizá irreversible – a IU, al PSOE y, de manera muy especial, a España.
Desde entonces IU – antes un espectro – ha vivido una existencia de alma en pena. Quién era Carrillo o Anguita lo sabía cualquiera e incluso provocaba controversia y discusión. Quién es Garzón y a quién le importa no provoca más de un par de frases. Los ancianos fieles al PCE – incluido Carrillo – se han ido muriendo por imperativo biológico y los jóvenes saben menos de comunismo que, como diría el general Patton, de fornicación. A decir verdad, la juventud que hubiera podido permanecer o entrar en IU se ha pasado mayoritariamente a Podemos, formación a la que me referiré en mi próxima entrega. Con ese panorama, hay que pensárselo muy mucho a la hora de votar a IU. Hombre, si añora usted a Stalin; a la Pasionaria o a cualquier otra momia desechada por la Historia podría hacerlo, pero no sé yo…
CONTINUARÁ: Podemos