Desde luego, la amargura de aquella noche acababa de dar inicio para Jesús y sus discípulos. A éstos les anunció que huirían cuando el Pastor, él mismo, fuera herido (Marcos 14, 27; Mateo 26, 31) – una referencia al profeta Zacarías 13, 7 – y cuando Pedro insistió en que jamás se comportaría así, Jesús le anunció que antes de que antes de que cantara el gallo, antes de que amaneciera, le habría negado tres veces (Lucas 22, 34). Luego, de manera totalmente inesperada, Jesús reinterpretó totalmente los símbolos pascuales presentes sobre la mesa. Al igual que en el pasado, se había valido de metáforas señalando que era la puerta (Juan 10, 9) o un manantial de agua viva (Juan 7, 37-39), ahora indicó que el pan ácimo que compartían era su cuerpo que iba a ser entregado por ellos (Marcos 14, 22) y la copa ritual que debía consumirse después de la cena era el Nuevo pacto basado en su sangre que sería derramada en breve para remisión de los pecados (Mateo 26, 28). Así quedaba inaugurado el Nuevo Pacto que habían anunciado los profetas (Jeremías 31, 31; Zacarías 9, 11). En el futuro seguirían participando de la Pascua, comiendo de aquel pan y bebiendo de aquella copa, pero deberían hacerlo con un significado añadido al que había tenido hasta entonces porque él mismo no bebería de aquel “fruto de la vid” hasta que se consumara el Reino de Dios, el Reino de su Padre (Mateo 26, 29; Marcos 14, 25).
Durante los siglos siguientes, las distintas confesiones cristianas han elaborado interpretaciones - no pocas veces sofisticadas y en cualquier caso contradictorias - sobre el significado de aquellas palabras de Jesús. No resulta exagerado afirmar que no pocas de ellas, por su pesado componente helenístico, hubieran sido totalmente incomprensibles para judíos como Jesús y sus discípulos. Por otro lado, a varias décadas de aquellos hechos lo que creían las primeras comunidades cristianas quedó expresado con enorme claridad – e incomparable sencillez - por Pablo al escribir a los corintios: comían el pan y bebían el vino, símbolos del cuerpo de Cristo entregado en sacrificio y de su sangre derramada por todos en la cruz, para recordar lo que había sucedido aquella noche y hasta que el Señor Jesús regresara (I Corintios 11, 25-26). Como han sabido ver distintos exégetas a lo largo de los siglos, afirmar algo que vaya más allá de la ingestión de pan ácimo y del vino propios de la celebración de la Pascua judía en memoria de la última cena celebrada por Jesús con sus discípulos excede – en ocasiones con enorme holgura – lo que el mismo Maestro dijo a sus seguidores en aquella triste noche[1].
Concluida la cena, Jesús dedicó un tiempo a intentar confortar a unos discípulos cada vez más confusos y desconcertados. La tradición joanea nos ha transmitido una parte de aquellas palabras pronunciadas todavía en el cenáculo (Juan 14). También nos ha hecho llegar otras que dijo cuando, como judíos piadosos, tras cantar los salmos rituales del Hallel, salieron a la calle, de camino hacia Getsemaní (Juan 15-16). Aunque se ha insistido mucho en atribuir estos pasajes a la simple mente del autor del Cuarto Evangelio, lo cierto es que tienen todas las señales de la autenticidad que sólo puede comunicar un testigo ocular y, sobre todo, lo que en ellos podemos leer encaja a la perfección con lo que conocemos del carácter medularmente judío de Jesús por otras fuentes históricas. El Jesús que encontramos es el buen pastor preocupado por el destino de los suyos, consciente de que va a morir en breve y, sin embargo, lleno de esperanza, un buen pastor modelado sobre el patrón de pasajes bíblicos como Ezequiel 34 o el Salmo 23. Sin duda, le aguardaba quedarse solo y contemplar la dispersión de los suyos, pero, al fin y a la postre, sus discípulos disfrutarían de una paz que el mundo – un mundo que iba a ser vencido a través de su muerte - no puede dar (Juan 16, 32-33).
Avanzada ya la noche, el Maestro y sus discípulos llegaron al Getsemaní, un huerto situado entre el arroyo Cedrón y la falda del monte de los olivos. Jesús deseaba que, al menos, Pedro, Santiago y Juan, sus tres discípulos más cercanos, le acompañaran orando en unos momentos especialmente difíciles. No fue así. Cargados de sueño – la noche era alta y la cena de Pascua exigía el consumo de cuatro copas rituales de vino – se quedaron dormidos una y otra vez dejando a Jesús totalmente solo en las horas más amargas que había vivido hasta entonces (Lucas 22, 39-46; Mateo 26, 36.46; Marcos 14, 32-42). Cuando Jesús intentaba por tercera vez despertarlos se produjo la llegada de Judas.
Jesús aún estaba dirigiéndose a sus adormilados discípulos cuando apareció un grupo de gente armada con la intención de prenderle. Algún autor como Rudolf Bultmann[1]ha pretendido que se trataba de soldados romanos intentando apoyarse en el texto de Juan 18, 3, 12 donde se habla de una speira (cohorte) mandada por un jilíarjos(comandante). Como en tantas ocasiones, Bultmann – y los que lo han seguido - pone de manifiesto un inquietante desconocimiento de las fuentes judías que son muy claras en cuanto al uso del término speira. De entrada, todas las fuentes coinciden en que los que tenían el encargo de prender a Jesús habían sido enviados por las autoridades del Templo (Marcos 14, 43; Mateo 26, 47; Juan 18, 2). Inverosímil es que una fuerza romana se pusiera a las órdenes del sumo sacerdote judío y aún más que aceptara entregar al detenido a éste en lugar de a su superior jerárquico. Pero es que además las fuentes judías son muy claras al respecto. En la Septuaginta, speira es un término usado para indicar tropas no romanas y además no con el sentido de cohorte sino de grupo o compañía (Judit 14, 11; 2 Macabeos 8, 23; 12, 20 y 22). Por lo que se refiere a la palabra jilíarjos – que aparece veintinueve veces – se aplica a funcionarios civiles o militares, pero nunca a un tribuno romano. Un uso similar encontramos en Flavio Josefo donde tanto speira como jilíarjos se usan en relación con cuerpos militares judíos (Antigüedades XVII, 9, 3; Guerra II, 1, 3; II, 20, 7). Que así fuera tiene una enorme lógica porque en lengua griega, la palabra jilíarjos – que, literalmente, significa un jefe de mil hombres – es empleada por los autores clásicos como sinónimo de funcionario, incluso civil [1]. Lo que la fuente joanea indica, por lo tanto, es lo mismo que las contenidas en los sinópticos. Un destacamento de la guardia del Templo había acudido a prender a Jesús y a su cabeza iba su jefe acompañado por Judas. Junto a ellos, marchaban algunos funcionarios enviados directamente desde el Sanhedrín (Juan 18, 3) y Malco, un esclavo del sumo sacerdote Caifás (Marcos 14, 47; Juan 18, 10) quizá destacado para poder dar un informe directo a su amo de cualquier eventualidad que pudiera acontecer.
Contra lo que se ha dicho en multitud de ocasiones, el arresto no colisionaba con las normas penales judías porque se llevara a cabo de noche[1], ni tampoco porque se valiera para su realización de un informador [1]. Éste, desde luego, era esencial para poder identificar a Jesús. Muy posiblemente, Judas había llevado a la guardia del Templo hasta la casa donde se encontraba el cenáculo y, al no encontrarallí a Jesús, los había conducido a Getsemaní. El Monte de los olivos estaba lleno de peregrinos que habían subido a Jerusalén para celebrar la fiesta y la noche aún dificultaba más la localización de cualquier persona. Judas era, por lo tanto, la clave para solventar aquellos dos inconvenientes. Según había indicado a sus pagadores, la señal que utilizaría para indicar quién era Jesús sería un beso (Mateo 26, 48; Marcos 14, 44).
No debió ser difícil dar con Jesús. Tampoco lo fue hacerse con él. Como se había convenido, Judas se acercó hasta él, lo saludó y lo besó (Mateo 26, 49; Lucas 22, 47; Marcos 14, 45). Jesús no mostró el menor resentimiento, la menor agresividad, la menor amargura hacia el traidor. Por el contrario, según relata la fuente mateana, al mismo tiempo que le preguntaba si iba a entregarle con un beso, le llamó “amigo” (Mateo 26, 50). Es muy posible que aquella palabra causara alguna impresión en Judas. En cualquier caso, Jesús, como el siervo-mesías del que había escrito el profeta Isaías, no opuso resistencia alguna (Isaías 53, 7). Tampoco permitió que la presentaran sus seguidores. Así, ordenó a Pedro, que había herido a Malco, que envainara su espada (Juan 18, 10-12) e indicó que todo aquello no era sino el cumplimiento de las Escrituras (Mateo 26, 52-6; Marcos 14, 48-9). En ese momento, todos sus discípulos, quizá por primera vez conscientes de lo que su Maestro llevaba anunciándoles durante tanto tiempo, huyeron despavoridos.
Los estallidos de antisemitismo de los que ha sido testigo la Historia comenzaron a partir de la Edad Media a verse teñidos de un argumento teológico que resulta moralmente repugnante y escrituralmente insustanciado, el que afirmaba que los judíos son un pueblo deicida. Según este argumento, el hecho de que el pueblo judío hubiera condenado a Jesús arrojaba sobre sus hombros una culpa que se transmitía de generación en generación. No resulta extraño que, en un intento de liberarse de ese estigma, haya habido autores judíos como Paul Winter que intentaran demostrar – bastante infructuosamente por cierto – que la condena de Jesús había tenido que ver únicamente con el poder romano, pero nunca con las autoridades judías. El historiador, por el contrario, tiene que reconstruir la realidad de lo sucedido y no puede verse sujeto por ese tipo de consideraciones. Ni que decir tiene que la responsabilidad de la detención, condena y muerte de Jesús no puede ser transmitida como una culpa que perdura durante milenios y, por supuesto, un episodio de ese tipo no puede bascular sobre los judíos de todas las épocas eximiendo de manera ciertamente escandalosa a los romanos. Sin embargo, tampoco es aceptable el pretender que no hubo judíos implicados en el destino trágico de Jesús. Como en el caso de todos los colectivos humanos, entre los judíos se han producido a lo largo de los siglos confrontaciones civiles, han estallado enfrentamientos sociales y se ha procedido al asesinato de inocentes por motivos civiles y religiosos. La historia de los profetas es una sucesión inacabable de rechazos y persecuciones que afectaron a personajes como Jeremías o Amós y de la misma manera resulta obligatorio señalar el dolor que Josefo expresa en su Guerra de los judíos al narrar la guerra civil, de carácter religioso-social, que estalló en el seno de Israel en paralelo a la sublevación contra Roma del año 66 d. de C. Robert L. Lindsey ha conservado el testimonio de cómo David Flusser le había relatado que “a diferencia de los judíos que conoció mientras crecía en Checoslovaquia, sus centenares de estudiantes israelíes a lo largo de los años nunca encuentran difícil creer que en la época del Segundo Templo hubiera judíos capaces de matar a otros judíos por todas las razones usuales. “No somos gente como cualquier otra gente,” dicen, “¿No hemos tenido nuestros terroristas y nuestros asesinos en tiempos modernos? No resultada difícil en absoluto creer que algunos judíos pudieron haber instigado la muerte de Jesús si estaban lo suficientemente celosos de él o lo veían como algún tipo de amenaza”[1]. A decir verdad, las fuentes históricas nos obligan a compartir el juicio del erudito judío David Flusser y de sus alumnos israelíes. Puede resultar más o menos conjetural si hubo judíos que envidiaron a Jesús – aunque el extremo resulta bastante probable – pero no cabe duda de que las autoridades del Templo lo contemplaron como una amenaza que debía ser conjurada.
Tras su prendimiento, un atado Jesús fue conducido a la ciudad de Jerusalén. No fue llevado directamente ante el Sanhedrín que debía estudiar su caso sino – y el dato resulta muy significativo - a la casa de Anás, un antiguo sumo sacerdote que ostentaba un poder y una influencia considerables (Juan 18, 12-4; 19-23). Prueba de lo que esto significaba es que además de convertirse en sumo sacerdote en el año 15 d. de C., tuvo la satisfacción de que sus cinco hijos ocuparan también tan relevante puesto [1]. Por si esto fuera poco, Jesús hijo de Set, sumo sacerdote poco antes del 6 a. de C. fue hermano suyo; uno de los últimos sumos sacerdotes antes de la destrucción del Templo – Matías (65-67) fue nieto suyo y José Caifás que ocupó el puesto del 18 al 37 d. de C. era su yerno (Juan 18, 13). El hecho de que pudiera mantener un interrogatorio previo con Jesús lleva a pensar que Anás era objeto de un respeto y una consideración notables por parte del sumo sacerdote en ejercicio.
El interrogatorio de Anás[1] tenía como objetivo establecer cuáles eran la doctrina y las enseñanzas de Jesús (Juan 18, 29) quizá con la intención de dejar de manifiesto que se trataba del cabecilla de un movimiento que debía ser aniquilado, tal y como había propuesto su yerno. Sin embargo, Jesús insistió en que no había nada de secreto en su comportamiento y que su enseñanza se había podido escuchar en no pocas ocasiones tanto en el Templo como en las sinagogas de manera abierta y clara (Juan 18, 20-21). Se trataba de la respuesta tranquila de alguien que no sólo se sabía inocente sino que además dejaba de manifiesto lo absurdo de su detención. Sin embargo, alguno de los esbirros de Anás interpretó aquella conducta como una muestra de descaro que decidió castigar golpeando a Jesús (Juan 18, 22). Al final, Anás decidió que lo mejor era enviar al detenido ante Caifás.
Anás y su yerno vivían en distintas alas del mismo edificio[1] y, por lo tanto, debieron bastar unos minutos para llevar a Jesús ante Caifás. Todavía era de noche y hacía frío ya que los siervos del sumo sacerdote tuvieron que encender un fuego en el patio para calentarse. En la morada de Caifás se reunieron “sacerdotes, escribas y ancianos” (Marcos 14, 53), es decir, las tres categorías que, según el testimonio de Flavio Josefo, componían el Sanhedrín. Los sacerdotes no eran todos los levitas sino la aristocracia sacerdotal, un estamento sobre cuya corrupción ya hemos hecho referencia. Los ancianos se correspondían la aristocracia terrateniente, seguramente no mejor en términos morales que la formada por el clero y a la que pertenecía José de Arimatea, uno de los discípulos secretos de Jesús. Finalmente, los escribas eran letrados de clase media de cuyas filas solían surgir los miembros de la secta de los fariseos. Si los dos primeros grupos tenían buenas razones para deshacerse de Jesús, el tercero las tenía sobradas para sentirse predispuesto en contra suya. Aquel predicador procedente de Galilea no sólo no compartía buena parte de sus interpretaciones de la Torah sino que además los había atacado públicamente. Con todo, entre ellos había aún hombres que conservaban un cierto sentido de la legalidad y de la justicia como era el caso de Nicodemo, un personaje que, como ya señalamos[1], aparece en las fuentes rabínicas con el nombre de Nakdemon ben Goryon.
El procedimiento contra Jesús comenzó con la presentación de las pruebas en su contra (Marcos 14, 55). No tenemos ninguna noticia de que hubiera testigos de descargo y lo más seguro es que haya que atribuir ese hecho al miedo que inspiraba la idea de comparecer ante el sumo sacerdote defendiendo a Jesús [1]. Por lo que se refería a los testigos de cargo, representaban en el procedimiento penal judío el papel del fiscal en el nuestro. Todavía era de noche, pero ya se hallaban dispuestos a acusar a Jesús. Ignoramos si actuaron así movidos por fanatismo, por conveniencia o por el soborno, algo que no puede descontarse con personajes como Caifás. Pero lo que sí puede afirmarse es que sus esfuerzos no dieron buen resultado, quizá porque, al convocarlos a horas tan intempestivas, no había existido la posibilidad de adiestrarlos convenientemente. De hecho, las primeras declaraciones no encajaban (Mateo 26, 59-60; Marcos 14, 55-56) y la situación sólo pareció enderezarse cuando dos se presentaron acusando a Jesús de haber anunciado que demolería el Templo y que lo levantaría en tres días (Mateo 26, 60-61; Marcos 14, 57-59). La acusación era peligrosa y, de hecho, existían precedentes en la Historia de Israel – el caso del profeta Jeremías es uno de los más señalados (Jeremías 26, 1-19) - de que un anuncio de destrucción del Templo podía considerarse punible con la pena capital. Sin embargo, las palabras de Jesús estaban desprovistas de cualquier tono conspirativo, violento[1] o denigratorio que pudieran justificar su conexión con el cargo de blasfemia tipificado en Levítico 24, 16. Por otro lado, rechazar que se tratara de una profecía podía dividir al Sanhedrín ya que mientras que los saduceos rechazaban ese tipo de fenómenos espirituales, los fariseos creían en ella.
Al fin y a la postre, las contradicciones de los testigos y la escasa consistencia de sus declaraciones terminaron por colocar al tribunal en una situación delicada. Si no se podía encontrar alguna prueba incriminatoria era obvio que Jesús tendría que ser puesto en libertad, algo que el sumo sacerdote Caifás no estaba dispuesto a tolerar. No resulta, por lo tanto, extraño que, en su calidad de presidente, decidiera llevar a cabo el interrogatorio de Jesús.
Si Caifás esperaba que el hecho de formular personalmente las preguntas iba a cambiar el estado de cosas, debió quedar decepcionado muy pronto. Jesús – como el siervo-mesías al que se había referido Isaías (53, 7) siglos atrás – se mantuvo en silencio (Mateo 26, 63; Marcos 14, 61).
De la manera más inesperada, el proceso había entrado en un callejón sin salida. Los testigos no presentaban pruebas suficientes como para sustentar una condena y el reo se negaba a pronunciar una sola palabra que pudiera servir para inculparlo. En lo que, seguramente, fue un intento a la desesperada de salir de la situación en que se hallaba, Caifás optó por plantear directamente la cuestión de la mesianidad de Jesús y se dirigió a él diciéndole:
Te conjuro por el Dios viviente. Dinos si eres el mesías, el Hijo de Dios[1].
(Mateo 26, 63)
La pregunta planteada por Caifás disipaba el recurso al silencio al haberse invocado al propio Dios, pero además colocaba a Jesús ante una clara tesitura. Si respondía de manera afirmativa, era obvio que el sanhedrín lo consideraría un caso de blasfemia merecedor de la muerte. Si, por el contrario, contestaba de manera negativa, quizá habría que ponerlo en libertad, pero todo su atractivo sobre las masas quedaría irremisiblemente dañado y, como peligro, podría verse conjurado. Jesús no parece haber dudado un solo instante a la hora de responder:
Yo soy y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo en las nubes del cielo.
(Marcos 14, 62)
La respuesta fue pulcramente cortés hasta el extremo de no utilizar el nombre de Dios y sustituirlo por el eufemismo del Poder, circunstancia que, una vez más, apunta a la conducta de un judío meticulosamente piadoso. A la vez, resultó contundente e iluminadora. Sí, era el mesías y además un mesías que cumpliría – como ellos tendrían ocasión de ver – las profecías contenidas en el Salmo 110 y en el capítulo 7 de Daniel, aquellas que se referían a cómo Dios le haría sentar a su diestra y a cómo le entregaría un Reino en su calidad de Hijo del Hombre para extender su dominio sobre toda la tierra.
La reacción del sumo sacerdote fue la que cabía esperar. Se rasgó las vestiduras, indicó que Jesús había pronunciado una blasfemia y concluyó que aquella circunstancia convertía en ociosa la declaración de cualquier testigo de cargo (Mateo 26, 65; Marcos 14, 63)[1]. Cuando Caifás solicitó la opinión de los miembros del sanhedrín, éstos también señalaron que las palabras pronunciadas por Jesús eran dignas de la última pena (Marcos 14, 64; Mateo 26, 66). En ese momento, algunos de los que custodiaban a Jesús comenzaron a burlarse de él, a escupirlo y a abofetearlo (Lucas 22, 63-65; Mateo 26, 67-68; Marcos 14, 65).
A pesar de la insistencia de algunos autores contemporáneos por afirmar lo contrario, la condena de Jesús podía pecar de injusta, pero, desde un punto de vista formal, resultaba impecable. Así, por supuesto, lo consideraron las autoridades judías y lo indica el Talmud, pero así también lo vieron los primeros discípulos de Jesús. Éstos – a diferencia de otros que vendrían después reivindicando la figura del Maestro – podrían estar convencidos de que la mayoría de los miembros del Sanhedrín se había reunido no para dilucidar la verdad sino para encontrar un motivo que les permitiera condenar a Jesús a muerte (Marcos 14, 1 y 55) viendo en ello incluso el cumplimiento de profecías contenidas en las Escrituras judías (Hechos 4, 24-28 citando el Salmo 2). Sin embargo, en la polémica teológica entre los judíos y los primeros cristianos, éstos jamás alegaron que se hubieran violado las disposiciones legales [1] y todavía menos consideraron que el episodio pudiera ser utilizado para perseguir al pueblo en cuyo seno había nacido Jesús.
A esas alturas no podían caber dudas sobre cuál iba a ser la suerte final de Jesús. Como señalaría el Talmud siglos después[1], Jesús era un blasfemo que merecía la muerte y que, de manera totalmente justificada, había sido condenado. De forma bien significativa, en esa referencia talmúdica se atribuye toda la responsabilidad de la condena de Jesús a las autoridades judías sin mención alguna del gobernador romano. Con todo, y a pesar de su convicción sobre la justicia de su decisión, el sanhedrín no cayó en el error de quebrantar ninguna formalidad legal. Esperó hasta el amanecer para dictar sentencia condenatoria (Mateo 27, 1; Lucas 22, 66-71; Marcos 15, 1) y, a continuación, dispuso que lo condujeran a la residencia del gobernador romano ya que era el único que disponía del ius gladii y podía ejecutar una pena capital (Marcos 15, 1; Lucas 23, 1; Mateo 27, 2; Juan 18, 28).
Actualmente sabemos que Pilato iba a ser la causa de algunas dilaciones en la consumación de la suerte final de Jesús, pero al amanecer del viernes esa eventualidad no parecía posible al sanhedrín. Tampoco lo pensó así Judas. Cuando supo que Jesús había sido condenado por las autoridades judías no le cupo la menor duda de que su destino iba a ser la muerte. Reconcomido por la culpa, acudió a los miembros del sanhedrín que acababan de condenar a Jesús y que no se habían dirigido a la residencia del gobernador romano a pedir la ejecución de la sentencia (Mateo 27, 3). Ante ellos confesó que había “pecado entregando sangre inocente” (Mateo 27, 4), pero, como por otra parte era de esperar, no consiguió conmoverlos. Convencidos como estaban de que Jesús era un blasfemo y un peligro, de que su sentencia, por lo tanto, era justa y pertinente, le dijeron claramente que nada de aquello les importaba y que ése era su problema. Horrorizado, Judas arrojó las monedas que le habían entregado como precio por su traición y abandonó el lugar donde se habían encontrado con las autoridades judías (Mateo 27, 5).
No menos meticulosas con el cumplimiento de la ley iban a ser ahora las autoridades judías. Así, cuando, sobre las seis de la mañana, llegaron ante la residencia del gobernador Poncio Pilato, se negaron a entrar en ella para no contaminarse ritualmente con la cercanía de un gentil. Desde luego, una cosa era pedirle que confirmara la sentencia condenatoria que habían dictado contra Jesús y otra que para hacerlo tuvieran que incurrir en el estado de impureza ritual.
A esas alturas, toda la obra de Jesús daba la apariencia de haberse convertido en humo porque era de esperar que Pilato aceptaría las pretensiones de las autoridades judías. Pedro, uno de los discípulos más cercanos a Jesús, le había negado esa noche aterrado por una simple criada (Juan 18, 15-18, 25-27; Lucas 22, 54-62; Mateo 26, 58, 69-75; Marcos 14, 54, 66-72) y el resto de los discípulos se hallaba en paradero desconocido, pero ¿quién podía asegurar que no serían objeto de cruentas represalias por haber seguido a su Maestro?. Finalmente, Judas, el traidor, desesperado, salió a las afueras de la ciudad. Allí se dio muerte ahorcándose quizá simbolizando de esa manera que se consideraba un maldito. De hecho, la Torah mosaica confería esa condición a todo el que muriera colgando de un madero o de un árbol (Deuteronomio 21, 23).
Durante un tiempo, su cadáver se balanceó entre el cielo y la tierra. Luego el cinturón o la cuerda que se aferraba a su cuello se rompió dejando caer el cuerpo contra el suelo. El impacto provocó que el difunto Judas reventara y sus entrañas se desparramaran (Hechos 1, 18). Consumada su traición hacía horas, su destino último no pareció ahora preocupar a nadie. Sin embargo, Judas dejaba planteado un problema que las autoridades del Templo debían solucionar. Se trataba únicamente de dar un empleo a las treinta monedas de plata que, en su remordimiento, había devuelto el traidor. La Torah impedía destinarlas a limosnas ya que era precio de sangre (Deuteronomio 23, 18). Se optó, por lo tanto, por comprar un campo para dar sepultura a los extranjeros (Mateo 27, 7), el mismo en el que se había suicidado Judas (Hechos 1, 18-19), el mismo al que la gente, conocedora de la historia, denominaría Acéldama, que significa Campo de sangre (Mateo 27, 8; Hechos 1, 19).
En una carta del rey Herodes Agripa a su amigo el emperador romano Calígula, el gobernador Pilato aparece descrito como de “un carácter inquebrantable y despiadadamente duro” que caracterizó su gobierno por “la corrupción, la violencia, el robo, la opresión, las humillaciones, las ejecuciones constantes sin juicio y una crueldad ilimitada e intolerable”. Efectivamente, Pilato ejerció el poder desde el 26 d. de C. y por espacio de una década de acuerdo con la mencionada descripción. Sin embargo, el cuadro no resulta completo. De entrada, Pilato era un antisemita alzado al poder por el impulso del no menos antisemita Sejano, el valido, durante años omnipotente, del emperador Tiberio, pero además – y eso explica si no su nombramiento sí que el emperador Tiberio lo mantuviera en el poder durante tanto tiempo – actuaba con notable independencia, pero siempre de acuerdo a lo que consideraba los intereses de Roma. Si éstos coincidían con lo que deseaban las autoridades judías bien para las dos partes, si no era así, el beneficio – y el derecho - de Roma debía prevalecer.
Las autoridades judías presentaron el caso a Pilato de una manera que forzara al gobernador a ejecutar la sentencia condenatoria. Jesús, según su versión, había afirmado que era “el rey de los judíos”. La información no era falsa, pero tampoco pasaba de constituir una manipulación maliciosa de la verdad que pretendía presentar a Jesús como a un sedicioso cuya eliminación resultaba obligada para el poder romano. De manera lógica, Pilato preguntó a Jesús si, efectivamente, era el rey de los judíos (Juan 18, 33; Lucas 23, 3; Mateo 27, 11; Marcos 15, 2). La respuesta de Jesús no resultó en absoluto satisfactoria (Juan 18, 36 ss). Por lo menos, no para sustentar una condena y así se lo comunicó Pilato a las autoridades judías que se lo habían entregado (Lucas 23, 4). La reacción de éstas no se hizo esperar. De manera inesperada, lo que parecía seguro amenazaba con escapársele de las manos. Recurrieron entonces a acusarlo de alborotar al pueblo en Judea como ya había empezado a hacer en Galilea (Lucas 23, 5). Una vez más, el cargo obligaba a Pilato a confirmar la sentencia dictada por el sanhedrín, pero la artimaña no dio resultado. El gobernador romano estaba convencido de que Jesús era inocente de las acusaciones formuladas contra él (Juan 18, 38; Lucas 23, 4). A su juicio, resultaba obvio que se trataba sólo de una disputa propia de los, para él, odiosos judíos y no estaba en absoluto dispuesto a ayudar a las autoridades a imponer sus puntos de vista. Si acaso se sentía tentado como tantas veces a demostrarles el desprecio que le inspiraban. Puesto que Jesús era de Galilea, la competencia para juzgar aquel caso según el principio jurídico de forum delicti commissi [1] correspondía a Herodes. A él debía ser llevado el detenido (Lucas 23, 6-7). Con esa decisión, Pilato seguramente esperaba haberse quitado un problema de las manos.
Temprano por la mañana, Jesús fue trasladado por la guardia del Templo ante la presencia de Herodes. Había descendido a celebrar la Pascua como centenares de miles de judíos y en esos días se alojaba en el palacio de los Hasmoneos, una residencia cercana a la de Pilato y situada a occidente del Templo [1]. Responsable de la ejecución de Juan el Bautista, Herodes había manifestado eventualmente algún interés por Jesús. Ahora esperó que realizara alguno de aquellos milagros que se le atribuían (Lucas 23, 8), pero Jesús persistió en el silencio que debía caracterizar al siervo-mesías (Lucas 23, 9). Finalmente, Herodes y sus acompañantes optaron por entregarse a una burla canallesca. Durante toda su vida, Herodes había aspirado al título de rey infructuosamente. Por lo visto, Jesús tampoco había avanzado mucho en el camino de obtener la realeza así que lo vistió con una ropa propia de un monarca y ordenó que se lo devolvieran a Pilato (Lucas 23, 11). Con aquel gesto, muy posiblemente estaba dando a entender que, a su juicio, Jesús era más un ser patéticamente ridículo que un agitador peligroso.
Aquella coincidencia de criterio – tanto en la apreciación de las acusaciones contra Jesús como en el desprecio por las autoridades del Templo – tendría una consecuencia indirecta, la de que Herodes y Pilato, entonces enemistados, se acercaran políticamente (Lucas 23, 12). Sin embargo, de momento, el problema de lo que había que hacer con Jesús persistía. El gobernador romano aún estaba más convencido de lo inaceptable de las pretensiones de las autoridades judías y había decidido poner en libertad a Jesús. Para ello iba a valerse del privilegio de liberar a un reo en el curso de la fiesta (Mateo 27, 15; Marcos 15, 6).
Ocasionalmente, se ha discutido la historicidad de este episodio, pero lo cierto es que semejante objeción vuelve a dejar de manifiesto un deplorable desconocimiento de las fuentes judías. Por ejemplo, ya en 1906 se publicó por primera vez un papiro del 85 d. de C. que contiene el protocolo de un juicio celebrado ante C. Septimio Vegeto, gobernador de Egipto, en el que se señala como el citado magistrado romano decidió poner en libertad a un acusado llamado Fibion, a pesar de que era culpable de un delito de secuestro. Era obvio, por lo tanto, que los gobernadores contaban con esa competencia. Pero es que además el tratado Pesajim VIII 6ª [1]de la Mishná nos informa de que, efectivamente, existía la costumbre de liberar a uno o varios presos en Jerusalén durante la Pascua.
La alternativa que ahora Pilato ofreció fue la de plantear ante las masas la disyuntiva de poner en libertad a Jesús o a un delincuente común llamado Barrabás (Juan 18, 39; Mateo 27, 17; Marcos 15, 9). Esperaba el romano que el veredicto favorable recayera sobre el inocente Jesús antes que sobre un criminal. Se trató de un error de cálculo que tendría pésimas consecuencias. Por un lado, resultaba dudoso que la muchedumbre, antirromana de por si, estuviera dispuesta a ayudar al gobernador romano o a apoyar a alguien que había defraudado sus expectativas como era el caso de Jesús; por otro, las autoridades del Templo la habían adiestrado ya convenientemente (Marcos 15, 11; Mateo 27, 20). Desde luego, no hubiera sido la primera ni la última multitud de la Historia que se reuniera de manera supuestamente espontánea y que, a la vez, obedeciera a consignas bien establecidas. Pero, en cualquier caso, si Jesús había sido condenado por el propio Sanhedrín, ¿no era normal verlo “golpeado por Dios” como Isaías 53, 4 afirmaba que Israel consideraría erróneamente al siervo-mesías? Enfrentada con la disyuntiva de liberar a alguien condenado por el sanhedrín o a un simple delincuente, la muchedumbre reunida ante Pilato no tuvo problema en optar por el segundo (Lucas 23, 18; Lucas 18, 40).
El hecho de que la multitud arremolinada ante su residencia hubiera rechazado su propuesta causó en Pilato un sentimiento de sorpresa que entorpeció sus acciones ulteriores. En puridad, podría haber puesto en libertad a Barrabás y luego continuar el procedimiento relacionado con Jesús considerando que no existía base para la condena y liberándolo a su vez. Sin embargo, como tantos otros dirigentes a lo largo de la Historia, en lugar de imponerse a la turba, primero, se sintió amedrentado por ella y luego, pensó que quizá estaba en su mano convencerla. Se trató de una nueva equivocación porque la masa rara vez piensa por si misma sino a impulsos de los que la agitan. Entregada ahora a la agresividad descarada que nace de sentirse impune y, muy posiblemente, agitada por las autoridades que habían detenido a Jesús, comenzó a gritar que el gobernador debía crucificarlo (Marcos 15, 13 y par).
Pilato fue presa de la perplejidad. A pesar de que no simpatizaba en absoluto con los judíos no acertaba a entender que desearan con tanto afán la ejecución de uno de los suyos (Marcos 15, 14 y par). Posiblemente entonces se dio cuenta del yerro tan colosal que había sido el poner en manos de la turba la decisión del caso. Ahora no tenía la menor posibilidad de desandar los pasos ya dados y de dilatar la resolución. Y menos todavía cuando la situación amenazaba con degenerar en un motín abierto (Mateo 27, 24). Al fin y a la postre, Pilato acabó cediendo a las presiones de la turba. Era lo mismo que había hecho años atrás en el hipódromo de Cesarea [1].. Mientras ponía en libertad a Barrabás, ordenó que se flagelara a Jesús (Juan 19, 1; Marcos 15, 15).
La fuente mateana señala que, precisamente en esos momentos, Pilato llevó a cabo un hecho simbólico. Se lavó las manos ante la multitud anunciando que era inocente de la ejecución de un hombre inocente. Entonces la turba respondió: Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos (Mateo 27, 24). Ambos extremos han sido rechazados eventualmente como creaciones del primer evangelista. La verdad, sin embargo, es que cuentan con un respaldo impresionante en las fuentes históricas. De entrada, la costumbre de lavarse las manos como acto de purificación se daba tanto entre los judíos como entre los gentiles. La Biblia la menciona en Deuteronomio 21, 6 ss o en el Salmo 26, 6, pero también encontramos referencias en la literatura rabínica[1]; e incluso en autores clásicos como Virgilio[1], Sófocles [1] y Herodoto[1] por mencionar algunos ejemplos.
Por lo que se refiere a la afirmación de la turba, su historicidad ha sido rechazada con el argumento – político que no histórico – de que se trata simplemente de una manifestación de carácter antisemita. Incluso cuando se estrenó la película La pasión dirigida por Mel Gibson distintas organizaciones judías presionaron para que la frase en cuestión fuera suprimida. Semejante conducta puede comprenderse, pero lo cierto es que el pasaje en cuestión presenta todas las marcas de la autenticidad y no es la menor su paralelo con referencias que hallamos en fuentes judías. De hecho, la expresión “Su sangre sea sobre nosotros y nuestros hijos” es un dicho judío que hallamos en la Biblia (2 Samuel 1, 16; 3, 29; Jeremías 28, 35; Hechos 18, 6) y que significa que se está tan seguro de la justicia del veredicto que se asume que la responsabilidad y la culpa caiga tanto sobre los que pronuncian la frase como sobre sus hijos[1]. Obviamente, derivar de aquí una legitimación para el antisemitismo no sólo constituye una pésima lectura histórica sino también una bajeza moral. Sin embargo, tampoco es lícito negar los hechos históricos sobre la base de lo que hoy consideramos políticamente correcto. Las autoridades judías habían condenado a Jesús y buscaban su muerte. Frenadas – de manera inesperada – en sus propósitos por Pilato, para alcanzar su objetivo habían recurrido a agitar a la muchedumbre en su favor. Que ésta se encontrara convencida de la justicia de lo que exigía y que llegara incluso a pronunciar una fórmula ritual en esos casos no sólo no parece falso. En realidad, es lo único que resulta verosímil. Por otro lado, el pasaje en su descripción no es ni lejanamente tan crítico con las autoridades del Templo o con la turba como lo es, por ejemplo, Josefo en su Guerra de los judíos. A decir verdad, en términos comparativos resalta por su austeridad narrativa y, sin embargo, a nadie se le ha ocurrido – con razón, por otra parte – acusar a Josefo de antisemita.
Es muy posible que la flagelación constituyera un último intento de Pilato por salvar a Jesús de la muerte. Quizá si la masa veía al detenido destrozado por los azotes romanos, quizá si contemplaba que no había escapado de la detención incólume, quizá si se percataba de que había recibido un castigo cruel y suficiente, se aplacaría y desistiría de su propósito. Nuevamente, se equivocó.
Por supuesto, los soldados romanos azotaron a Jesús en el interior del pretorio – y, a diferencia de lo que establecía la ley judía, no tenían marcado un límite de latigazos que no podían rebasar – y además al castigo sumaron las burlas, las injurias, los golpes y los escupitajos. Incluso se permitieron la terrible mofa de disfrazarlo como a un rey seguramente en un intento de mostrar su desprecio hacia los judíos. Sin embargo, el plan de Pilato fracasó. Una vez más, la turba reaccionó siguiendo unas reglas de comportamiento que conoce cualquier psicólogo experto. Al contemplar a Jesús quebrantado por los azotes, no se conformó sino que se sintió más segura de su poder para obtener lo que deseaba. Ahora lanzó nuevos gritos que reclamaban su crucifixión y que insistían en que así tenía que ser porque se había hecho Hijo de Dios (Juan 19, 5 ss).
El estado de ánimo que experimentó Pilato al escuchar aquellas palabras, es descrito por la fuente joanea como mallon efobeze (Juan 19, 8). Se trataba de una inquietud, de un miedo, de una desazón extremos. Difícilmente el gobernador hubiera podido interpretar el término Hijo de Dios como un sinónimo del mesías y, seguramente, debió pensar que podía encontrarse mezclado en un problema de carácter sobrenatural. En contra de lo que suele pensarse, los romanos podían ser despiadados, egoístas y corruptos, pero no descreídos. A decir verdad, su conducta era exactamente la contraria. No resulta por ello extraño que Pilato se preguntara si podía haber en aquel reo algo sobrenatural. Angustiado, interrogó a Jesús, pero éste nuevamente optó por callar como el Siervo de YHVH profetizado por Isaías. Cuando el romano intentó presionarlo para que contestara recurriendo al argumento de que él era el único que podía ponerlo en libertad, Jesús le respondió que su poder simplemente derivaba de una autoridad superior y que, desde luego, los que lo habían llevado hasta allí eran más culpables que él de lo que estaba sucediendo (Juan 18, 11-12).
Debía aún reflexionar Pilato en lo que tenía ante los ojos cuando a sus oídos llegaron nuevos gritos procedentes de una muchedumbre cada vez más enardecida. No sólo seguían insistiendo en que Jesús fuera crucificado. Ahora amenazaban con denunciar al gobernador ante el césar por no castigar a alguien que se había proclamado rey (Juan 19, 12). Fue en ese momento cuando la resistencia del romano se quebró. El temor que le inspiraba el emperador Tiberio era superior, desde luego, a la desazón que le ocasionaba aquel extraño reo. Ya sólo habia un camino para salir de aquella situación.
Sobre las seis de la mañana (Juan 19, 14), Pilato ordenó que el prisionero fuera sacado del pretorio y se sentó en el tribunal que en griego se denomina Lizóstrotos y en hebreo Gabbata, es decir, el enlosado (Juan 19, 13). Era obvio que iba a dictar sentencia en debida forma, e superiori y de manera pública, ante el reo y sus acusadores. El delito era el crimen laesae maiestatis, una infracción de la ley que en provincias, como era el caso, se castigaba siempre con la cruz. La sentencia que pronunció Pilato se redujo a la fórmula establecida: Ibis in crucem [1].
El relato de las fuentes históricas lejos de constituir un ejemplo de antisemitismo resulta angustioso por su sobria objetividad. Como en el caso de la sentencia pronunciada por el sanhedrín, se habían respetado todos los requisitos legales y también como en tantos casos de la Historia – Jeremías en el s. VI a. de C., Huss en el s. XV con Huss, Tyndale y Lutero en el s. XVI o en distintos siglos no pocos judíos de corte en la Europa católica – la condena había derivado de una alianza clara entre el poder religioso y el político. Quizá haya que reconocer – y resulta un trago ciertamente amargo – que una conducta semejante es demasiado humana como para que no se repita vez tras vez a lo largo de los siglos en los más diversos contextos.
Pronunciada la sentencia, no era necesaria en absoluto la confirmación del emperador. Por otro lado, la posibilidad de apelación quedaba descartada ya que semejante autoridad había quedado delegada en los gobernantes locales [1]. El plazo para ejecutar la sentencia quedaba al arbitrio del juez – en este caso Pilato – pero, por regla general, se procedía a evacuar este trámite inmediatamente después del anuncio [1]. De hecho, la resolución senatorial del año 21 d. de C. que fijaba un plazo de diez días entre la sentencia de muerte y su ejecución no se refería a los tribunales ordinarios – como el de Pilato – sino sólo a las resoluciones emitidas por el senado.
Tras el juicio de Jesús, muy posiblemente Pilato procedió a procesar a los dos ladrones que fueron crucificados con él. Esa circunstancia explicaría porqué fueron ejecutados también el mismo día y porque Jesús no fue conducido al Gólgota hasta cerca de las nueve de la mañana. Allí, a las afueras de la ciudad, fue crucificado. Antes de ser clavado en aquel horrible instrumento de muerte, lo despojaron de sus vestiduras, pero, siendo la túnica de una sola pieza, los soldados que lo custodiaban optaron por jugársela (Mateo 27, 35; Marcos 15, 24; Lucas 23, 24; Juan 19, 24). Así, las últimas horas de Jesús recordaron de manera sobrecogedora a la descripción recogida en el Salmo 22, un texto escrito casi con un milenio de anterioridad:
Se secó como un tiesto mi vigor y la lengua se me pegó al paladar y me has puesto en el polvo de la muerte. Porque perros me han rodeado, me ha cercado una cuadrilla de malvados. Han taladrado mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos. Me miran, me observan. Repartieron entre sí mis vestiduras y sobre mi ropa echaron suertes.
(Salmo 22, 15-18)
Poco antes de expirar, Jesús recitó el mismo salmo que se inicia con las palabras “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”. Luego señaló que todo había quedado consumado (Juan 19, 30) , encomendó su espíritu al Padre (Lucas 23, 46) y murió. Era en torno a las tres de la tarde. Como en el caso del siervo-mesías profetizado por Isaías (53, 9), su muerte había sido decretada para que tuviera lugar al lado de malhechores, pero su tumba fue, como también señalaba la profecía, la de un hombre rico, un tal José de Arimatea que había tenido amistad con Jesús y que había reclamado el cadáver (Juan 19, 31-42; Lucas 23, 50-54; Mateo 27, 57-60; Marcos 15, 42-46). En apariencia, el caso de Jesús el judío había quedado zanjado.