Las fechas habituales serían el año 60-65 d. C. para Marcos (en cualquier caso, antes del 70 d. C.); entre el 70 y el 90 para Mateo y Lucas, y entre el 90 y el 100 para Juan. Aunque esta postura es, hoy por hoy, mayoritaria ha comenzado a ser desafiada de manera muy consistente desde hace poco más de una década y, a nuestro juicio, debería ser revisada. En esta introducción expondremos, de manera somera, la que, a nuestro juicio, sería una datación de los cuatro Evangelios
más acorde con la evidencia histórica. Puesto que el Evangelio de Marcos es por lo general aceptado como redactado antes del 70 d. C., dejaremos su discusión para el final. Empezaremos por el Evangelio de Lucas. Lucas forma parte de un interesantísimo díptico formado por este Evangelio y los Hechos de los Apóstoles. Existe una unanimidad casi total en aceptar que ambas obras pertenecen al mismo autor y que, por supuesto, Lucas fue escrita con anterioridad, como se indica en los primeros versículos del libro de los Hechos. Partiendo de la datación de este, sin embargo, debemos situar la redacción de Lucas antes del año 70 d. C. Al menos desde el siglo II el Evangelio —y, por lo tanto, el libro de los Hechos— se atribuyó a un tal Lucas. Referencias a este personaje que se supone fue médico aparecen ya en el Nuevo Testamento (Colosenses 4, 14; Filemón 24; II Timoteo 4, 11). La lengua y el estilo del Evangelio no permiten en sí rechazar o aceptar esta tradición de manera indiscutible. El británico Hobart 1 —en el mismo sentido se definió A. Harnack 2— intentó demostrar que en el vocabulario del Evangelio aparecían rasgos de los conocimientos médicos del autor, por ejemplo: 4, 38; 5, 18 y 31; 7, 10; 13, 11; 22, 14, etc. El texto lucano revela un mayor conocimiento médico que los de los autores de los otros tres Evangelios, pero no parece que podamos ir más allá. Los mismos términos pueden hallarse en autores de cierta formación cultural como Josefo o Plutarco. Por otro lado, el especial interés del tercer Evangelio hacia los paganos sí que encajaría en el supuesto origen gentil del médico Lucas. Desde nuestro punto de vista, sostenemos la opinión de O. Cullmann de que «no tenemos razón de peso para negar que el autor pagano-cristiano sea el mismo Lucas, el compañero de Pablo» 3, aunque tampoco existan razones para afirmarlo con dogmatismo. Como veremos más adelante, la datación posible del texto abona aún más esta posibilidad. En cuanto a esta, por lo general se sostiene hoy una fecha para la redacción de los Hechos que estaría situada entre el 80 y el 90 d. C.
De hecho, las variaciones al respecto son mínimas. Por mencionar solo algunos de los ejemplos diremos que N. Perrin ha señalado el 85, con un margen de cinco años arriba o abajo 4; E. Lohse indica el 90 d. C. 5; P. Vielhauer, una fecha cercana al 90 6, y Cullmann aboga por una entre el 80 y el 90 7. El terminus ad quem de la fecha de redacción de la obra resulta fácil de fijar por cuanto el primer testimonio externo que tenemos de la misma se halla en la Epistula Apostolorum, fechada en la primera mitad del siglo II. En cuanto al terminus a quo ha sido objeto de mayor controversia. Para algunos autores debería ser el 95 d. C., basándose en la idea de que Hechos 5, 36 y sigs. depende de Josefo (Ant XX, 97 y sigs.). Tal dependencia, señalada en su día por E. Schürer, resulta más que discutible, aunque haya sido sostenida por algún autor de talla 8. Hoy día puede considerarse abandonada de manera casi general 9. Tampoco son de más ayuda las tesis que arrancan de la no utilización de las cartas de Pablo y más si tenemos en cuenta que llegan a conclusiones diametralmente opuestas. A la de que aún no existía una colección de las cartas de Pablo (con lo que el libro se habría escrito en el siglo I y, quizá, en fecha muy temprana) 10 se opone la de que el autor ignoró las cartas conscientemente (con lo que cabría fechar la obra entre el 115 y el 130 d. C.). Ahora bien la aceptación de esta segunda tesis supondría una tendencia en el autor a minusvalorar las cartas paulinas en favor de una glorificación del apóstol, lo que, como ha señalado P. Vielhauer 11, parece improbable y, por contra, hace que resulte más verosímil la primera tesis. A todo lo anterior, que obliga a fijar una fecha en el siglo I (algo no discutido hoy casi por nadie), hay que añadir el hecho de que aparecen algunos indicios internos que obligan a reconsiderar la posibilidad de que Lucas y los Hechos fueran escritos antes del año 70 d. C. La primera de estas razones es que Hechos concluye con la llegada de Pablo a Roma. No aparecen menciones de su proceso ni de la persecución neroniana ni, mucho menos, de su martirio. A esto se añade que el poder romano es contemplado con aprecio (aunque no con adulación) en los Hechos y la atmósfera que se respira en la obra no parece presagiar ni una persecución futura ni tampoco el que se haya atravesado por la misma unas décadas antes. No parece que el conflicto con el poder romano haya aparecido en el horizonte antes de la redacción de la obra. De hecho, el relato de Apocalipsis —conectado con una persecución imperial— presenta ya una visión de Roma muy diversa y nada positiva, en la que la ciudad aparece borracha como consecuencia de derramar la sangre de los mártires (Apocalipsis 17, 6). Esta circunstancia parece, pues, abogar más por una fecha para los Hechos situada a inicios de los sesenta, desde luego, más fácilmente ubicable antes que después del 70 d. C. Como ha indicado B. Reicke 12, «la única explicación razonable para el abrupto final de los Hechos es la asunción de que Lucas no sabía nada de los sucesos posteriores al año 62 cuando escribió sus dos libros». En segundo lugar, aunque Santiago, el hermano del Señor, fue martirizado en el año 62 por sus compatriotas judíos, el suceso no es recogido por los Hechos. Sabida es la postura de Lucas hacia la clase sacerdotal y religiosa judía. Relatos como el de la muerte de Esteban, la ejecución del otro Santiago, la persecución de Pedro o las dificultades ocasionadas a Pablo por sus antiguos correligionarios que se recogen en los Hechos hacen muy difícil justificar la omisión de este episodio y más si tenemos en cuenta que permitiría presentar a los judíos (y no a los romanos) como enemigos del Evangelio, puesto que el asesinato se produjo en la ausencia transitoria de procurador romano que tuvo lugar a la muerte de Festo. Cabría esperar que la muerte de Santiago, del que los Hechos presentan una imagen conciliadora positiva y práctica, fuera recogida por Lucas. Aboga también en favor de esta tesis el hecho de que un episodio así se podría haber combinado con un claro efecto apologético. En lugar de ello, solo tenemos el silencio, algo que solo puede explicarse de manera lógica si aceptamos que Lucas escribió antes de que se produjera el mencionado hecho, es decir, con anterioridad al 62 d. C. En tercer lugar, los Hechos no mencionan en absoluto un episodio que —como tendremos ocasión de ver más adelante— jugó un papel esencial en la controversia judeocristiana. Nos referimos a la destrucción de Jerusalén y la subsiguiente desaparición del segundo Templo. Esto sirvió para corroborar buena parte de las tesis sostenidas por la primitiva Iglesia y fue utilizado repetidas veces por autores cristianos en su controversia con judíos. Precisamente por eso se hace muy difícil admitir que Lucas omitiera el recurso a un argumento tan aprovechable desde una perspectiva apologética. Pero aún más incomprensible resulta esta omisión si tenemos en cuenta que Lucas acostumbra a mencionar el cumplimiento de las profecías cristianas para respaldar la autoridad espiritual de este movimiento espiritual. Un ejemplo de ello es la forma en que narra el caso concreto de Agabo como prueba de la veracidad de los vaticinios cristianos (Hechos 11, 28). El que pudiera citar a Agabo y silenciara el cumplimiento de una supuesta profecía de Jesús —y, como veremos más adelante, no solo de él— acerca de la destrucción del Templo solo puede explicarse, a nuestro juicio, por el hecho de que esta última aún no se había producido, lo que nos sitúa, de manera inexcusable, en una fecha de redacción anterior al año 70 d. C. Lógicamente, por lo tanto, si Hechos se escribió antes del 62 d. C., aún más antigua tiene que ser la fecha de redacción del Evangelio de Lucas. La única objeción para oponerse a esa tesis es que, supuestamente, la descripción de la destrucción del Templo que se encuentra en Lucas 21 tuvo que escribirse con posterioridad al hecho, siendo así un vaticinium ex eventu. Lo cierto, sin embargo, es que tal afirmación es, a nuestro juicio, muy dudosa por las siguientes razones:
1. Los antecedentes judíos veterotestamentarios en relación a la destrucción del Templo (Ezequiel 40-48; Jeremías, etcétera).
2. La coincidencia con pronósticos contemporáneos en el judaísmo anterior al 70 d. C. (por ejemplo: Jesús, hijo de Ananías, en Guerra, VI, 300-9).
3. La simplicidad de las descripciones en los Sinópticos que hubieran sido, presumiblemente, más prolijas de haberse escrito tras la destrucción de Jerusalén.
4. El origen terminológico de las descripciones en el Antiguo Testamento.
5. La acusación formulada contra Jesús en relación con la destrucción del Templo (Marcos 14, 55 y sigs.).
6. Las referencias en Q 13 —que se escribió antes del 70 d. C.— a una destrucción del Templo.
No hay nada en Lucas que nos obligue a datarlo después del 70 d. C. y, por las razones expuestas, lo más posible es que se escribiera antes del 62 d. C. De hecho, ya en su día, C. H. Dodd 14 señaló que el relato de los sinópticos no arrancaba de la destrucción realizada por Tito, sino de la captura de Nabucodonosor en 586 a. C., y afirmó que «no hay un solo rasgo de la predicción que no pueda ser documentado directamente a partir del Antiguo Testamento». Con anterioridad, C. C. Torrey 15 había indicado asimismo la influencia de Zacarías 14, 2 y otros pasajes en el relato lucano sobre la futura destrucción del Templo. Asimismo, N. Geldenhuys 16 ha señalado la posibilidad de que Lucas utilizara una versión previamente escrita del Apocalipsis sinóptico que recibió especial actualidad con el intento del año 40 d. C. de colocar una estatua imperial en el Templo y de la que habría ecos en II Tesalonicenses 2 17. Concluyendo, pues, podemos señalar que, aunque hasta la fecha la datación de Lucas y Hechos entre el 80 y el 90 es mayoritaria, existen a nuestro juicio argumentos de signo fundamentalmente histórico que obligan a cuestionarse este punto de vista y a plantear sin ambages la posibilidad de que la obra fuera escrita en un periodo anterior al año 62 en que se produce la muerte de Santiago, auténtico terminus ad quem de la obra. De ello se desprende asimismo que Jesús, en efecto, pronunció oráculos prediciendo la destrucción del Templo. No nos parece por ello sorprendente que el mismo A. Harnack llegara a esta conclusión al final de su estudio sobre el tema, fechando los Hechos en el año 62 18 o el conjunto de los sinópticos por otros autores 19.
NOTAS
1 W. K. Hobart, The Medical Language of Saint Luke, Dublín, 1882, págs. 34-37.
2 Lukas der Arzt, Leipzig, 1906.
3 O. Cullmann, El Nuevo Testamento, Madrid, 1971, pág. 55.
4 Véase: N. Perrin, The New Testament, Nueva York, 1974, págs. 195 y sigs.
5 E. Lohse, Introducción al Nuevo Testamento, Madrid, 1975, págs. 167 y sigs.
6 P. Vielhauer, op. cit., cap. VII.
7 O. Cullmann, op. cit., pág. 77.
8 Véase: F. C. Burkitt, The Gospel History and its Transmission, Edimburgo,
1906, págs. 109 y sigs.
9 Véanse: F. J. Foakes Jackson, The Acts of the Apostles, Londres, 1931, XIV y sigs.; W. Kümmel, op. cit., pág. 186; G. W. H. Lampe, PCB, pág. 883; T. W. Manson, Studies in the Gospels and Epistles, Manchester, 1962, págs. 64 y sigs. Posiblemente el debelamiento de esta tesis quepa atribuirlo a A. Harnack, Date of Acts and the synoptic Gospels, Londres, 1911, cap. I.
10 En este sentido, véase: W. Kümmel, op. cit., pág. 186, y T. Zahn, op. cit., III, págs. 125 y sigs.
11 Véase: P. Vielhauer, op. cit., cap. VII.
12 Véase: B. Reicke, «Synoptic Prophecies on the Destruction of Jerusalem», en D. W. Aune (ed.), Studies in the New Testament and Early Christian Literature: Essays in Honor of Allen P. Wikgrenò, Leiden, 1972, pág. 134.
13 Sobre Q, véase: C. Vidal, El primer Evangelio. El documento Q, Barcelona, 1992.
14 «The Fall of Jerusalem and the Abomination of Desolation», en Journal of
Roman Studies, 37, 1947, págs. 47-54.
15 Documents of the primitive church, 1941, págs. 20 y sigs.
16 The Gospel of Luke, Londres, 1977, págs. 531 y sigs.
17 En favor también de la veracidad de la profecía sobre la destrucción de Jerusalén y el Templo, recurriendo a otros argumentos, véanse: G. Theissen, Studien zur Sociologie des Urchristentums, Tubinga, 1979, cap. III; B. H. Young, Jesus and His Jewish Parables, Nueva York, 1989, págs. 282 y sigs.; R. A. Guelich, «Destruction of Jerusalem», en DJG, Leicester, 1992; C. Vidal Manzanares, «Jesús», en Diccionario de las tres religiones, Madrid, 1993.
18 Véase: A. Harnack, Date…, págs. 90-135, y que, a través de caminos distintos, la misma tesis haya sido señalada para el Evangelio de Lucas. No mencionamos aquí —aunque sus conclusiones son muy similares— las tesis de la escuela jerosomilitana de los sinópticos (R. L. Lindsay, D. Flusser, etc.), que apuntan a considerar el Evangelio de Lucas como el primero cronológicamente de todos. Véanse: R. L. Lindsay, A Hebrew Translation of the Gospel of Mark, Jerusalén, 1969; ídem, A New Approach to the Synoptic Gospels, Jerusalén, 1971. En nuestra opinión, la tesis dista de estar demostrada de una manera indiscutible, pero la sólida defensa que se ha hecho de la misma obliga a plantearse su estudio de manera ineludible. Un análisis reciente de la misma, en B. H. Young, Jesus and His Jewish Parables, Nueva York, 1989.
19 Véanse: J. B. Orchard, «Thessalonians and the Synoptic Gospels», en Bb, 19, 1938, págs. 19-42 (fecha Mateo entre el 40 y el 50, dado que Mateo 23, 31-25, 46 parece ser conocido por Pablo); ídem, Why Three Synoptic Gospels, 1975 (fecha Lucas y Marcos en los inicios de los años 60 d. C.); B. Reicke, op. cit., pág. 227 (sitúa también los tres sinópticos antes del año 60). En un sentido similar, J. A. T. Robinson, Redating the New Testament, Filadelfia, 1976, págs. 86 y sigs.
CONTINUARÁ