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Domingo, 17 de Noviembre de 2024

La entrada en Jerusalén

Domingo, 28 de Marzo de 2021

Hoy comienza la Semana Santa y he considerado apropiado hacer un paréntesis en mis posts y dedicar los de esta semana a los últimos días de la vida de Jesús.  Forzosamente, se trata de un relato reducido y los que deseen contar con más detalles tendrán que ir a mi libro Más que un rabino para encontrarlos.  Con todo, espero que los resúmenes de los episodios de esa semana trascendental en la Historia de la Humanidad resulten de interés para mis lectores cotidianos.  God bless ya!!!  ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!

La entrada en Jerusalén

Seis días antes de la Pascua del año 30 d. de C., el viernes por la tarde, Jesús se encontraba en Betania, en la casa de Lázaro (Juan 11, 55-12, 1; 9-11).  Allí pasó casi dos días a solas con sus discípulos más cercanos.  El domingo, Jesús les dio órdenes para que prepararan su entrada en la Ciudad Santa.  La sensación que deriva de las fuentes es que no tenía la menor intención de dejar nada a merced de la improvisación.  Por el contrario, la manera en que iba a actuar correspondería a patrones concretos y cargados de simbolismo nacidos de lo más profundo del alma judía.  La fuente lucana ha descrito así el episodio:

 

        Subía Jesús a Jerusalén e iba por delante.  Y aconteció que, al acercarse a Betfagé y Betania, al monte que se llama de los Olivos, envió a dos de sus discípulos,  diciéndoles:  Id a la aldea de enfrente, y al entrar en ella encontraréis un pollino atado, en el que ningún hombre ha montado jamás.  Desatadlo, y traedlo.  Y si alguien os pregunta: ¿Por qué lo desatáis? le responderéis así: Porque el Señor lo necesita.  Se marcharon los que habían sido enviados, y encontraron todo tal y como les había dicho. Y cuando estaban desatando el pollino, sus dueños les dijeron: ¿Por qué desatáis el pollino?  Ellos dijeron: Porque el Señor lo necesita.  Y se lo trajeron a Jesús; y habiendo echado sus mantos sobre el pollino, subieron a Jesús encima.  Y mientras iba pasando, tendían sus mantos por el camino.  Cuando ya se acercaban a la bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios a grandes voces por todas las maravillas que habían visto,  diciendo: ¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo, y gloria en las alturas!  Entonces algunos de los fariseos de entre la multitud le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos.  Pero él les respondió: Os digo que si éstos callaran, las piedras clamarían.  Y cuando estuvo cerca de la ciudad, al verla, lloró sobre ella, diciendo: ¡Oh, si también tú te percataras, por lo menos, en este día tuyo de lo que te llevaría a la paz!  Pero ahora está velado a tus ojos.  Porque sobre ti vendrán días en que tus enemigos te rodearán con empalizadas, y te sitiarán, y por todas partes te estrecharán el cerco, y te arrasarán a ti y a tus hijos dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque cuanto no te has percatado del tiempo de tu visita.

   (Lucas 19, 29-44)

 

La entrada de Jesús en Jerusalén estuvo cargada de un contenido medularmente mesiánico.  El simple hecho de que cabalgara sobre un pollino constituía una clara resonancia de la profecía contenida en el libro de Zacarías (9, 9-10), un texto que, por añadidura, se refería a un mesías totalmente pacífico que pondría punto final a las guerras y al derramamiento de sangre.   Es muy posible que ese matiz nada insignificante se escapara a muchos de los presentes, pero no sucedió lo mismo con el carácter mesiánico del episodio.  Verdaderamente entusiasmados, comenzaron a aclamar a Jesús como mesías.  Es muy posible que esperaran que aquel mismo domingo se hiciera con el control de la Ciudad Santa.  Sin embargo, en absoluto entraba en los planes de Jesús comportarse de esa manera.  Tampoco complacería a otros bien distintos de la enardecida multitud.

Se trataba de un grupo de fariseos cuya reacción no se hizo esperar.  Desde su punto de vista, Jesús podía ser quizá un maestro – por lo menos, creía en la resurrección a diferencia de los saduceos e incluso algunos había señalado que no se equivocaba al hablar de los mandamientos más importantes (Marcos 12, 28-34) – pero, obviamente, no era el mesías y, por lo tanto, su obligación consistía en reprender a los que lo vitoreaban como tal.  Sin embargo, Jesús no condescendió ante aquellas quejas.  Todo lo contrario.  Había respaldado lo que la multitud gritaba.   En otras palabras, había reconocido que era el mesías. 

Dice mucho, sin embargo, del carácter de Jesús el que no se dejara arrastrar por el entusiasmo que mostraba la muchedumbre y mucho menos pensara en una toma de la Ciudad Santa como muchos hubieran ansiado y como se produciría décadas después durante la guerra contra Roma.  A fin de cuentas, estaba convencido de que, tal y como señalaban las Escrituras acerca del mesías-siervo, iba a ser rechazado y, al atisbar Jerusalén, la ciudad que no había sabido ver la oportunidad que Dios le brindaba, se sintió embargado por el pesar.  Conociendo las Escrituras, quien se había comportado de esa manera sólo podía esperar las peores consecuencias.  No resulta extraño que Jesús llorara al reflexionar sobre esa perspectiva futura (Lucas 19, 41), un comportamiento, dicho sea de paso, que sólo había tenido al contemplar la tumba de su amigo Lázaro. 

Aquel domingo, Jesús entró en Jerusalén.  Incluso se acercó al templo donde atendió a algunos enfermos (Mateo 21, 14) y escuchó nuevas quejas sobre las aclamaciones que le había dirigido la multitud.   Era consciente de que su situación en la ciudad distaba mucho de ser segura.  Precisamente por ello, regresó a Betania para pasar allí la noche.  El día siguiente aún estaría más cargado de acontecimientos. 

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