Sin embargo, cuando muy de mañana, el domingo, llegaron al sepulcro, las mujeres descubrieron que se hallaba vacío (Lucas 24, 1; Juan 20, 1; Marcos 16, 2). Inmediatamente, acudieron a informar de lo sucedido a los once y Pedro y el discípulo amado corrieron hasta la tumba para ver lo que había sucedido. El discípulo amado acertó a ver únicamente los lienzos que habían cubierto a Jesús y el sudario colocado aparte y, como relataría tiempo después, repentinamente, captó que las palabras del Maestro referidas a que se levantaría de entre los muertos tenían un sentido claro que acababa de cumplirse aquel domingo (Juan 20, 7-9). Por su parte, Pedro se quedó absolutamente pasmado por lo que se ofrecía ante sus ojos (Lucas 24, 12). A partir de ahí los acontecimientos se dispararon. En apenas unas horas María Magdalena (Marcos 16, 9-11; Juan 20, 11-18); las otras mujeres (Mateo 28, 8-10) y dos discípulos que iban camino de Emmaús (Lucas 24, 13-32; Marcos 16, 12-13) experimentaron distintas visiones del crucificado que se había levantado de entre los muertos. Todo ello sucedió antes de que también Pedro lo contemplara (Lucas 24, 34; I Corintios 15, 5) y de que los Once, ya en las primeras horas de la noche, atravesaran la misma experiencia (Juan 20, 19-25; Lucas 24, 36-43; Marcos 16, 14). Un par de décadas después Pablo realizaría un sumario[1] de lo que fueron aquellos episodios que se extendieron todavía algunos días después del domingo de Pascua:
Porque, en primer lugar, os he enseñado lo que asismismo recibí: que el Mesías murió por nuestros pecados conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras; y que se apareció a Pedro y luego a los doce. Después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los que muchos siguen vivos, aunque otros ya han muerto. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los apóstoles. Y el último de todos, como si fuera un aborto, se me apareció a mi.
(I Corintios 15, 1-9) .
Lejos de proporcionarnos descripciones míticas y cargadas con elementos legendarios – como, por ejemplo, hallamos en el Talmud o en los Evangelios apócrifos – lo que nos ofrecen las fuentes es una sucesión puntillosamente veraz y teñida por la lógica sorpresa de lo que aconteció durante el curso de aquellas horas. Al respecto, no deja de ser significativo que haya sido un erudito judío, David Flusser, el que haya afirmado:
No tenemos ningún motivo para dudar de que el Crucificado se apareciera a Pedro, “luego a los Doce, después a más de quinientos hermanos a la vez… luego a Santiago; más tarde a todos los Apóstoles” y, finalmente, a Pablo en el camino de Damasco (I Corintios 15, 3-8)[1]
Tampoco sorprende que otro estudioso judío, Pinchas Lapide, haya sostenido el mismo punto de vista subrayando además su carácter judío:
Yo acepto la resurrección del Domingo de Pascua no como una invención de la comunidad de discípulos sino como un acontecimiento histórico… [1]
Lapide añadiría después en una monografía dedicada al tema:
Sin la experiencia del Sinaí no hay judaísmo; sin la experiencia de Pascua, no hay cristianismo. Ambas fueron experiencias judías de fe cuyo poder irradiador, de manera diferente, tenía como objetivo el mundo de naciones. Por razones inescrutables la fe en la resurrección del Gólgota fue necesaria para llevar el mensaje del Sinaí al mundo[1]
Se mire como se mire, la prueba más obvia de que se había producido un antes y un después se halla en la transformación radical experimentada por los hasta entonces aterrados seguidores del Crucificado. Aquellos acontecimientos cambiaron totalmente el rumbo del pequeño y atemorizado grupo. No sólo – como ya hemos indicado en otro lugar[1] - permitió que sobreviviera, a diferencia de lo sucedido con otros colectivos surgidos en el seno del judaísmo y eliminados durante la gran guerra contra Roma (66-73 d. de C.). Además le proporcionó una extraordinaria vitalidad que, en apenas unos años, se desbordaría sobre las dos riberas del Mediterráneo cubriendo todo el orbe romano y traspasando incluso sus fronteras.
Sin ningún género de dudas, los discípulos estaban convencidos sustancialmente de tres cuestiones fundamentales. La primera era que las Escrituras se habían cumplido de manera meticulosamente exacta. Efectivamente, Jesús era el mesías-siervo de Isaías (52, 13 - 53, 12). Como él, no había resultado atractivo para Israel y había sufrido el desprecio (Isaías 53, 2-3). Como él, había sido considerado como golpeado por Dios, aunque, en realidad, llevaba sobre si las aflicciones de Israel (Isaías 53, 4). Como él, había sido traspasado y herido llevando los pecados de Israel (Isaías 53, 5). Como él, había sido abandonado (Isaías 53, 6). Como él, se había mantenido en silencio semejante a una oveja llevada al matadero (Isaías 53, 7). Como él, había sido arrestado y sentenciado a muerte por la transgresión del pueblo (Isaías 53, 8). Como él, había sido destinado a morir con los delincuentes aunque, al final, su cuerpo reposara en la tumba de un rico (Isaías 53, 9). Como él, después de haber puesto su vida como sacrificio expiatorio, había “visto la luz” regresando de entre los muertos (Isaías 53, 10-11). Como él… porque Jesús era él. Y, por añadidura, no eran aquellas las únicas profecías mesiánicas que habían encontrado cumplimiento en su existencia. ¿Acaso no había entrado como el mesías de paz descrito por Zacarías montado en un asno (Zacarías 9, 9)? ¿Acaso no había sido vendido por treinta monedas de plata (Zacarías 11, 12-13)? ¿Acaso no lo habían contemplado mientras lo traspasaban (Zacarías 12, 10)? La respuesta no podía ser sino afirmativa.
La segunda cuestión no era menos importante que la anterior. No se trataba sólo de que Jesús fuera el mesías-siervo y el Hijo de Dios como había quedado de manifiesto mediante el cumplimiento de las Escrituras. Es que además, su predicación era cierta. El Reino se había acercado como una extraordinaria oportunidad tan maravillosa comodescubrir un tesoro enterrado o una perla de valor incomparable (Mateo 13). Se manifestaba tan gozoso como una boda maravillosa o un banquete lleno de alegría (Lucas 14, 15-24). Quedaba abierto a todos los pecadores que reconocieran que lo eran y que acudieran humildemente a Dios para recibir su perdón (Lucas 18, 10-14). Sobre Pedro el que había negado al Maestro, sobre los discípulos que lo habían abandonado, sobre los que no lo habían comprendido no tenía por qué pesar eternamente el estigma de la culpa. Jesús había derramado su sangre por todos ellos para dar lugar a un Nuevo pacto ya anunciado por los profetas (Mateo 26, 28 con Jeremías 31, 31-32). Sólo tenían que aceptar mediante la fe aquel incomparable ofrecimiento de Dios.
Las fuentes históricas nos permiten ver hasta qué punto los discípulos vivieron de manera inefable aquella experiencia de perdón y restauración. En el caso de Pedro resultó además especialmente conmovedor dada su conducta durante la detención de Jesús (Juan 21, 9-25). Pero además nos dice mucho sobre la veracidad de los primeros escritos cristianos. En ellos no se pretendió – a diferencia de lo sucedido en otras épocas o grupos – idealizar a personajes como Pedro, Santiago o Juan. Por el contrario, se narró sin ambages lo bajo, cobarde y miserable de su conducta. Precisamente al comportarse de esa manera quedaba también expuesto el amor de Dios que se había manifestado en Su Hijo Jesús, ese amor que Judas no había querido recibir.
Pero, en tercer lugar, los discípulos captaron que Jesús el mesías volvería para consumar su Reino. Con esa fe no intentaban autoengañarse para reparar el trauma de la crucifixión. En realidad, tan sólo seguían una línea de interpretación presente en el judaísmo – la referida al mesías que se manifestaría para ocultarse y regresar al final de los tiempos – y puesta de manifiesto en las enseñanzas de Jesús. Igual que lo que encontramos en otras fuentes judías como el Midrash Rabbah sobre Rut 5, 6 creían que el mesías se había revelado, luego se había ocultado de Israel y, al final, volvería a manifestarse. Como en el Midrash Rabbah sobre Lamentaciones comentando Oseas 5, 15 estaban convencidos de que el mesías había regresado a su lugar de habitación previo a venir a este mundo y que después regresaría. ¿Acaso no era eso lo que Jesús les había enseñado al hablarles de una limpieza de la cizaña al final de los tiempos? (Mateo 13, 36-43) ¿Acaso no era eso lo que Jesús les había enseñado al comparar el Reino con una red barredera? (Mateo 13, 47-50) ¿Acaso no era eso lo que Jesús les quería decir al referirse a su triunfo tras morir y regresar de los muertos? (Mateo 16, 27; Marcos 8, 38; Lucas 9, 26). No podía caberles la menor duda.
Para ellos, la Historia de Israel adquiría ahora un nuevo significado. Dios había cumplido ciertamente Sus promesas, las recogidas en la Torah y en los neviim, y lo había hecho de manera claramente identificable, siguiendo la revelación entregada a Su pueblo. De esa manera, no sólo quedaba anunciada la redención largamente esperada por los hijos de Abraham, sino también la destinada a las naciones, a los goyim que podrían tener parte en el mundo por venir, el inaugurado por Jesús el judío, hijo de Abraham, hijo de David e Hijo de Dios.