Dos seguidores que iban camino de Emmaús estaban sumidos en el estupor más profundo preguntándose como el que se suponía que iba a traer la liberación había terminado crucificado. Las mismas mujeres que se habían ocupado del cadáver deprisa y corriendo porque ya se acercaba el shabbat decidieron ir a la tumba a ver si conseguían ungirlo más en condiciones. Ni siquiera María Magdalena, que formaba parte de ese grupo reducido de féminas más valientes que hombres, esperaba encontrarse en el sepulcro algo distinto a un muerto. Cuando en la penumbra del amanecer y la oscuridad de la tumba no encontró el cuerpo de su maestro y vio una figura masculina en la entrada, pensó que era el encargado de guardar el huerto y que se había llevado el cadáver. Sólo cuando escuchó el tono en que pronunciaba su nombre y lo vio a plena luz creyó, totalmente estupefacta, que aquel rabí había regresado de entre los muertos. Nadie aceptó lo que decía. Con todo, Pedro y Juan se dirigieron a la tumba para ver qué había sucedido exactamente. Juan comprendió al ver el lugar que Jesús, el llamado mesías, se había levantado de entre los muertos. Pedro necesitó una aparición del resucitado – como María Magdalena – para aceptarlo. En unas horas, aquella experiencia se fue repitiendo en Jerusalén y sus cercanías. Sería un fenómeno que se prolongaría durante varias semanas. Un cuarto de siglo después, había varios centenares de personas que afirmaban haber visto a Jesús resucitado. Su testimonio se podía corroborar aunque, a esas alturas, algunos ya habían muerto. Sin embargo, en el número de los cambiados había gente como Santiago, que no creyó en él en vida, pero que se había convertido en uno de los pilares de la comunidad de Jerusalén o Saulo de Tarso, el fariseo que, durante una temporada, persiguió a los discípulos. Nunca fueron un grupo esperando que se produjera el milagro. La fe no creó las apariciones. Fueron las apariciones las que dieron a luz la fe porque, en realidad, nadie lo esperaba.