Las noticias del día con César Vidal y María Jesús Alfaya.
El editorial de César Vidal.
Programa completo de La Voz de César Vidal publicado el lunes 5 de abril de 2021.
El tema de la objeción de conciencia me ha resultado de enorme interés desde la adolescencia. Fui objetor de conciencia durante la dictadura del general Franco y si éste hubiera muerto a inicios de 1976 en lugar de en noviembre de 1975, su fallecimiento me habría sorprendido recluido en una prisión militar. Nada tuve yo que ver con su muerte, pero que tuviera lugar a finales de 1975 me salvó de ir a la cárcel. Con todo, esa posibilidad se mantuvo hasta 1992 en que los objetores fuimos definitivamente indultados. En los ochenta, realicé mi tesina de licenciatura en derecho sobre la objeción de conciencia, un trabajo que utilizó el Defensor del pueblo para su recurso contra la ley de objeción de conciencia del gobierno socialista, recurso en el que aparezco mencionado expresamente ya que colaboré con la citada institución en aquel menester. Años después, también trabajaría en relación con la objeción de conciencia en diversas naciones de Hispanoamérica y en Colombia donde me enteré hace un par de años de que aquel trabajo mío – que yo temía había sido sin fruto – había tenido su repercusión más importante en la inclusión de la objeción de conciencia en la constitución colombiana. Ahora se habla mucho de objeción de conciencia, pero, como suele suceder, se desconoce el proceso histórico y, por lo tanto, también se ignora el terreno que se pisa. En esta conferencia, intenté abordar el tema de la objeción de conciencia y los caminos para trabajar en favor de su reconocimiento especialmente en el área de Hispanoamérica. Espero que les sea de utilidad. God bless ya!!! ¡¡¡Que Dios los bendiga!!!
El Canto del Siervo contenido en el libro del profeta Isaías hablaba de que el personaje en cuestión, “tras haber puesto su vida en expiación” vería luz (Isaías 53, 10-11), es decir, volvería a vivir. Se trataba de una gozosa y esperanzada conclusión para un relato de sufrimiento y agonía cuyo protagonista era un judío fiel al que buena parte de su pueblo, descarriado espiritualmente, no comprendía e incluso había considerado castigado por Dios cuando lo que hacía era morir expiatoriamente por sus pecados. Sin embargo, a pesar de aquellas referencias, cualquiera que hubiera observado lo sucedido aquel viernes de Pascua en Jerusalén no hubiera albergado duda alguna de que la historia de Jesús – y con él, la de sus seguidores – había concluido. Las autoridades del Templo – y sus aliados entre los judíos – podían respirar tranquilas porque el peligro estaba conjurado. Todo había terminado. Quizá Pilato padecería la sensación de orgullo herido por no haber podido imponerse al sanhedrín, pero también el alivio de haberse quitado de encima un enojoso incidente e incluso una cierta satisfacción por ver restauradas sus relaciones con Herodes. Todo había terminado. Pero, sin duda, los que habían vivido aquella situación como un verdadero trauma eran los discípulos. Como señalarían dos de los seguidores de Jesús empleando términos medularmente judíos, “nosotros esperábamos que era él quien había de redimir a Israel y ahora ha sucedido todo esto” (Lucas 24, 21). De manera fácil de comprender, sus seguidores más próximos corrieron a ocultarse por temor a algún tipo de represalias. A fin de cuentas, ¿era tan absurdo que tras la ejecución del pastor cayeran sobre sus seguidores?. Así. de hecho, sólo algunas mujeres acudieron a sepultar a Jesús la tarde del viernes antes de que diera inicio el shabbat (Lucas 21, 55-56; Marcos 15, 47; Mateo 27, 61-66). Todo había terminado. Y entonces se produjo un cúmulo de acontecimientos que cambió – no resulta exagerado en absoluto decirlo así – la Historia de la Humanidad.
Los estallidos de antisemitismo de los que ha sido testigo la Historia comenzaron a partir de la Edad Media a verse teñidos de un argumento teológico que resulta moralmente repugnante y escrituralmente insustanciado, el que afirmaba que los judíos son un pueblo deicida. Según este argumento, el hecho de que el pueblo judío hubiera condenado a Jesús arrojaba sobre sus hombros una culpa que se transmitía de generación en generación. No resulta extraño que, en un intento de liberarse de ese estigma, haya habido autores judíos como Paul Winter que intentaran demostrar – bastante infructuosamente por cierto – que la condena de Jesús había tenido que ver únicamente con el poder romano, pero nunca con las autoridades judías. El historiador, por el contrario, tiene que reconstruir la realidad de lo sucedido y no puede verse sujeto por ese tipo de consideraciones. Ni que decir tiene que la responsabilidad de la detención, condena y muerte de Jesús no puede ser transmitida como una culpa que perdura durante milenios y, por supuesto, un episodio de ese tipo no puede bascular sobre los judíos de todas las épocas eximiendo de manera ciertamente escandalosa a los romanos. Sin embargo, tampoco es aceptable el pretender que no hubo judíos implicados en el destino trágico de Jesús y además de manera decisiva. Como en el caso de todos los colectivos humanos, entre los judíos se han producido a lo largo de los siglos confrontaciones civiles, han estallado enfrentamientos sociales y se ha procedido al asesinato de inocentes por motivos civiles y religiosos. La historia de los profetas es una sucesión inacabable de rechazos y persecuciones que afectaron a personajes como Jeremías o Amós y de la misma manera resulta obligatorio señalar el dolor que Josefo expresa en su Guerra de los judíos al narrar la guerra civil, de carácter religioso-social, que estalló en el seno de Israel en paralelo a la sublevación contra Roma del año 66 d. de C. Robert L. Lindsey ha conservado el testimonio de cómo David Flusser le había relatado que “a diferencia de los judíos que conoció mientras crecía en Checoslovaquia, sus centenares de estudiantes israelíes a lo largo de los años nunca encuentran difícil creer que en la época del Segundo Templo hubiera judíos capaces de matar a otros judíos por todas las razones usuales. “No somos gente como cualquier otra gente,” dicen, “¿No hemos tenido nuestros terroristas y nuestros asesinos en tiempos modernos? No resulta difícil en absoluto creer que algunos judíos pudieron haber instigado la muerte de Jesús si estaban lo suficientemente celosos de él o lo veían como algún tipo de amenaza”[13]. A decir verdad, las fuentes históricas nos obligan a compartir el juicio del erudito judío David Flusser y de sus alumnos israelíes. Puede resultar más o menos conjetural si hubo judíos que envidiaron a Jesús – aunque el extremo resulta bastante probable – pero no cabe duda de que las autoridades del Templo lo contemplaron como una amenaza que debía ser conjurada.
Judas debió dirigirse a toda prisa en busca de las autoridades del Templo. Si tenía suerte, podría atrapar a Jesús antes de que abandonara la casa en la que estaba comiendo la Pascua o a no mucha distancia de ella. Pero aún sí esos supuestos no se daban, Judas era la garantía de que podría identificarse a Jesús entre los peregrinos y detenerlo para darle muerte.
Desconocemos lo que sucedió desde la noche del martes en que Jesús reprendió a Judas hasta el jueves en que comenzaron los preparativos de la Pascua. Lo más posible es que Jesús permaneciera prudentemente en Betania. No debió de estar especialmente comunicativo sobre sus propósitos más inmediatos porque la mañana del jueves los discípulos aún no sabían donde deseaba comer la cena de Pascua y se vieron obligados a acercarse a él para preguntárselo (Lucas 22, 7; Mateo 26, 17; Marcos 14, 12). Como en tantas ocasiones, Jesús no había dejado nada a la improvisación. Comunicó a dos de sus discípulos – la fuente lucana (Lucas 22, 8) indica que eran Pedro y Juan – que debían descender a la Ciudad Santa a ocuparse de todo. Bastaría con que se encontraran a la entrada de Jerusalén con un hombre que llevaría un cántaro – una circunstancia un tanto peculiar si se tiene en cuenta que las mujeres eran las que, habitualmente, se ocupaban de esos menesteres – y le siguieran. El sujeto en cuestión les conduciría a un lugar ya preparado para comer la cena de Pascua.
Efectivamente, los acontecimientos se desarrollaron tal y como Jesús les había dicho (Lucas 22, 8 ss; Mateo 26, 18 ss; Marcos 14, 13 ss). La casa esperaba a Jesús y a sus discípulos con todo preparado para la celebración. Es más que posible que el sitio en cuestión fuera la casa de los padres de Juan Marcos. Este lugar con posterioridad a la muerte de Jesús, sería uno de los domicilios donde se reuniría la comunidad primitiva de los discípulos (Hechos 12, 17) y el mismo Juan Marcos estaría llamado a desempeñar tareas de relevancia en el cristianismo primitivo. De hecho, sabemos que fue compañero de Bernabé y Pablo en su primer viaje misionero[7] y, con posterioridad, acompañó a Pedro como intérprete. A decir verdad, como ya hemos indicado en otro lugar, la tradición que le señala como el autor del segundo Evangelio a partir de los recuerdos de Pedro tiene todos los visos de corresponderse con la verdad histórica[8].
Con toda certeza, la Cena de la Pascua tuvo lugar el jueves por la noche, aunque, según el computo judío que situa el final del día a la puesta del sol, la celebración se realizó ya en viernes. Aquella última Pascua celebrada por Jesús con sus discípulos estaría cargada de un enorme dramatismo.
Jueves-Viernes : la última Pascua
Para millones de personas, la Última Cena fue fundamentalmente el marco en el que Jesús instituyó un sacramento. Semejante visión es errónea siquiera porque está empañada por una teología posterior en varios siglos al propio Jesús. Aquella noche, como centenares de miles de judíos piadosos, Jesús se reunió con sus discípulos más cercanos para celebrar la Pascua, la festividad judía en la que el pueblo de Israel conmemoraba cómo Dios lo había liberado de la esclavitud de Egipto. Lo hizo además siguiendo el orden específico de esta celebración judía. Las palabras y los actos de Jesús así lo indican. De hecho, apenas reclinados a la mesa, Jesús señaló a sus discípulos el deseo que había tenido de celebrar aquella Pascua antes de padecer ya que no volvería a comerla hasta que se consumara el Reino de Dios (Lucas 22, 15-6). Sin duda, las palabras de Jesús hacían recaer el acento en su próxima muerte, una muerte a imagen y semejanza de la del Cordero cuya sangre había salvado al pueblo de Israel de ser objeto del juicio de Dios sobre Egipto (Éxodo 12, 21 ss). Sin embargo, una vez más, los prejuicios prevalecieron en la mente de sus discípulos que, de manera selectiva, se aferraron a la referencia al Reino para enredarse, acto seguido, en una discusión sobre los puestos que ocuparían tras el triunfo del mesías. Por enésima vez, Jesús volvió a remachar que la mentalidad del Reino de Dios era diametralmente opuesta de la que tenían los políticos del mundo. Si deseaban ser los primeros en el Reino - un Reino del que, ciertamente, disfrutarían porque le habían sido fieles en los momentos de dificultad - debían imitar al Rey-Siervo (Lucas 22, 24-30).
Sin duda, Jesús tenía un vivo deseo de que aquella enseñanza que venía subrayando desde hacía años quedara grabada en la memoria de los Doce porque, de manera sorprendente e inesperada, en lugar de ofrecer agua a los invitados para que se lavaran las manos, optó por lavarles personalmente los pies.
El episodio del lavatorio de pies nos ha sido transmitido por la fuente joanea (Juan 13, 1-20) y nos da idea de su importancia el hecho de que en ese texto sustituya totalmente a la mención del paso del pan y de la copa de la que dan cuenta los Sinópticos. Para el autor del Cuarto Evangelio, la nota más significativa de aquella noche fue que aquel que era “el Señor y el Maestro” (Juan 13, 13) se comportó como un siervo incluso en beneficio de aquel que había decidido traicionarlo (Juan 13, 18).
Apenas podemos imaginar los sentimientos que se apoderaron de Jesús al saber que Judas, uno de sus discípulos más cercanos, era un traidor. Al parecer, al principio, cuando apenas había terminado de lavar los pies a los discípulos, se limitó a citar un versículo del Salmo 41, el que afirma que “el que come pan conmigo, levantó contra mi su calcañar”. Sin embargo, salvo Judas, nadie captó el significado de aquellas palabras. Entonces, “conmovido en el espíritu” (Juan 13, 21) Jesús reveló lo que estaba sucediendo: uno de los Doce lo iba a entregar.
Las palabras de Jesús provocaron un impacto considerable entre los discípulos. A pesar de sus disensiones y de sus disputas, a pesar de sus rivalidades y controversias, a pesar de sus choques y discusiones, hasta ese momento se habían visto como un grupo unido. De hecho, su reacción fue, en primer lugar, de profunda tristeza (Mateo 26, 22; Marcos 18, 19). Pedro – que no abrigaba la menor duda de su propia fidelidad – hubiera deseado preguntar a Jesús en privado por la persona a la que se refería. Sin embargo, en el triclinio donde cenaban, se hallaba sentado enfrente de Jesús, a no escasa distancia. No cabía, por tanto, la posibilidad de que indagara con discreción si tenía que hacerlo a gritos y mucho menos existía de que el Maestro le respondiera de la misma manera. Juan, el discípulo amado, sí se hallaba al lado de Jesús. Aunque apenas unas semanas antes se había producido un altercado con Juan y con su hermano Santiago en relación con los puestos que debían ocupar en el Reino lo cierto es que Pedro había tenido una relación muy especial con ellos fruto no sólo de los años que hacía que se conocían, sino también del hecho de constituir el grupo de tres discípulos más cercanos a Jesús. Ahora no dudó en “hacer señas” a Juan para que le preguntara a Jesús a quién se había referido (Juan 13, 24). Juan se inclinó entonces hacia Jesús y le preguntó por la identidad del traidor. Jesús señaló que podría averiguarlo observando a aquel al que ofreciera el pan mojado, un gesto de cortesía por otra parte propio de la celebración de la Pascua. Entonces, “mojando el pan, se lo dio a Judas Iscariote, el hijo de Simón” (Juan 13, 26).
Obviamente, Judas no podía interpretar aquel gesto como una señal de que Jesús sabía que él era el traidor. Sin embargo, las dudas que pudiera tener al respecto se disiparon enseguida. Tras la reacción de miedo, los discípulos – igual que Pedro – habían comenzado a preguntarse también por quién sería el traidor. Sin embargo, a diferencia del impetuoso galileo, no todos estaban tan seguros de su perseverancia futura. Seguramente, no podían creer que ninguno de ellos lo fuera en ese momento, pero ¿acaso estaba indicando Jesús que en el futuro alguno de ellos caería en un comportamiento tan indigno? Asustado, alguno de los discípulos incluso comenzó a preguntarle si se estaba refiriendo a él. Pero Jesús no respondió de manera directa. Se limitó a decir que era uno de los que compartía la cena de Pascua y que su destino sería aciago (Marcos 14, 19-21; Mateo 26, 22-24). Incluso cuando Judas, quizá intentando cubrir las apariencias, formuló la misma pregunta, Jesús se limitó a responderle que era él mismo el que lo decía (Mateo 26, 26). Luego añadió: “Lo que vas a hacer, hazlo cuanto antes” (Juan 13, 27).
La fuente joanea señala que, en ese mismo momento, Satanás entró en Judas (Juan 13, 27) lo que es, obviamente, una interpretación espiritual de lo que sucedió a continuación. Judas, desde luego, no dio marcha atrás en sus propósitos. Por el contrario, es más que posible que se sintiera confirmado en sus intenciones. Si Jesús ya estaba al corriente o simplemente sospechaba, más valía que se diera prisa en actuar antes de que la presa escapara o de que los otros discípulos se apercibieran de lo que estaba sucediendo. Termino de comer el bocado que le había entregado Jesús y abandonó la estancia para adentrarse en la noche (Juan 13, 30). Su comportamiento no llamó la atención de los que hasta ahora habían sido sus compañeros. A fin de cuenta era el apóstol encargado de la bolsa y pensaron que Jesús acababa de darle la orden de que comprara algo necesario para la fiesta o de que diera algo a los pobres (Juan 13, 29).
CONTINUARÁ
[7] Sobre el personaje, véase C. Vidal, Pablo, el judío de Tarso, Madrid, 2006, pp. 161 ss.
[8] He tratado el tema de manera novelada en C. Vidal, El testamento del pescador, Barcelona, 2004. Véase especialmente la Nota de autor.
Las autoridades del Templo habían decidido hacía tiempo acabar con Jesús y semejante resolución se había ido fortaleciendo durante los días previos a la Pascua. A fin de cuentas, no sólo había permitido que la gente – los inmundos am-ha-arets – lo aclamaran como mesías sino que además se había permitido limpiar el Templo dejando de manifiesto las sucias corruptelas a que estaba sometido el recinto sagrado. Para colmo, los intentos de desacreditarlo habían fracasado estrepitosamente dejando en ridículo a los que lo habían intentado. Era obvio que la única salida viable era acabar con su vida. Sin embargo, llevar a cabo semejante propósito planteaba algunos problemas de no escasa importancia. El menor, desde luego, no era el de cómo prender a Jesús. Prudentemente, éste había evitado pasar la noche en Jerusalén para evitar que lo detuvieran. Presumiblemente, celebraría la Pascua en la ciudad, pero esa circunstancia no facilitaría las cosas. Durante la festividad, la Ciudad Santa se llenaba de peregrinos – centenares de miles – y no sería sencillo encontrar, identificar y detener a Jesús. Precisamente por todo eso, el que Judas, uno de sus discípulos más cercanos, se hubiera puesto en contacto con ellos ofreciéndose a entregarlo les había causado una gran alegría (Lucas 22, 5; Marcos 14, 11).
El día siguiente, Jesús regresó con sus discípulos a Jerusalén. A esas alturas, sus adversarios estaban más que decididos a desacreditarlo como vía previa a su condena. El primer acercamiento cuestionó la autoridad de Jesús para hacer lo que había llevado a cabo el día antes en el Templo (Mateo 21, 23-27; Lucas 20, 1-8; Marcos 11, 27-33). ¿Quién era para hacer aquello? Si Jesús respondía que el mesías, se colocaría en una situación muy vulnerable y podría ser detenido inmediatamente. Si, por el contrario, lo negaba, era de esperar que sus seguidores lo abandonaran presa de la desilusión. Sin embargo, Jesús no se dejó enredar en una discusión que sabía que no conduciría a ninguna parte. Por el contrario, exigió antes de responder que le dijeran cuál era la fuente de la autoridad de Juan el Bautista. Los adversarios de Jesús captaron inmediatamente el callejón sin salida en que los colocaba aquella pregunta. Si respondían que Juan el Bautista tenía sólo una autoridad humana corrían el riesgo de que una multitud que lo consideraba profeta los linchara, pero si afirmaban que había sido enviado por Dios era seguro que Jesús les preguntaría por qué no lo habían obedecido. Optaron, por lo tanto, por decir que lo ignoraban. La respuesta de Jesús fue entonces cortante y directa: puesto que ellos no le respondían tampoco él lo haría. Sin embargo, tampoco estaba dispuesto a dejarles marchar sin más. Acto seguido, les refirió dos meshalim que nos han llegado a través de la fuente mateana: