Programa completo de La Voz de César Vidal publicado el lunes 25 de marzo de 2019.
MF era un empresario de éxito que poseía 320 tiendas en España y planeaba el lanzamiento de su compañía en el extranjero. La vida le sonreía.
Hoy César Vidal entrevistará a Bárbara Palacios, modelo, presentadora de televisión y escritora. En 1986 fue Miss Venezuela, Miss Suramérica y Miss Universo. Ha publicado dos libros inspiracionales titulados: "La belleza de saber vivir" y "Lejos de mi sombra, cerca de la luz".
Las noticias del día con César Vidal y María Jesús Alfaya.
El editorial de César Vidal.
Programa completo de La Voz de César Vidal publicado el viernes 22 de marzo de 2019.
“AFIRMÓ SU ROSTRO HACIA JERUSALÉN…” (II): Los meshalim del hallazgo
Podría pensarse que la predicación de Jesús – cada vez más centrada en el llamamiento a la conversión - presentaba a esas alturas unos matices sombríos. Sin embargo, lo que se desprende de las fuentes es exactamente lo contrario. A decir verdad, las parábolas de Jesús de esta época se encuentran entre las más hermosas de su abundante y original repertorio. En todas ellas aparece una nota de gozo, de alegría y de esperanza que arroja una luz considerable sobre el pesar que pudiera aquejar a Jesús por la incredulidad de sus coetáneos. ¿Cómo no sentirse apenado cuando uno contempla que la oportunidad para una dicha superior a cualquier felicidad humana es despreciada o rechazada de plano por aquellas personas a las que se ofrece? ¿Cómo no experimentar dolor al ver que Dios está llamando de manera generosa al corazón de seres humanos totalmente extraviados y que éstos persisten en su perdición? Los neviim habían dejado de manifiesto en el pasado que no era posible. Isaías había clamado contra una sociedad de Judá que se había asemejado moralmente a Sodoma y Gomorra y que recibiría su justo juicio (Isaías 1, 10-31). Jeremías había clamado a Dios para que descargara Su castigo sobre sus contemporáneos de Judá, sordos a sus llamados al arrepentimiento (Jeremías 18, 18-23). Ezequiel trazó cuadros apocalípticos del futuro arrasamiento de Jerusalén y de su templo (Ezequiel 9-10). Lo mismo hallamos, aunque con mucha más sobriedad en Jesús. Es lógico que así sea. A decir verdad, resulta imposible y más si se tiene en cuenta la visión peculiar de Jesús acerca de ese Dios. De hecho, las parábolas pronunciadas en esa época son claramente significativas. La primera fue la referida a una gran cena que asemejaba con el Reino de Dios y a la que se habían negado a asistir los invitados (Lucas 14, 16-24). A su contenido, nos hemos referido en entregas anteriores y no vamos a volver a incidir en él. Sí hay que señalar ahora que el paralelo entre la historia relatada por Jesús y lo que estaba contemplando a diario saltaba a la vista. Su llamamiento principal había estado dirigido a las “ovejas perdidas de la casa de Israel”. Lo sensato, lo lógico, lo esperado es que hubieran acudido en masa a entrar en el Reino, en esa cena sin parangón, en esa ocasión incomparable de la Historia. Sin embargo, no había sido así. Al final, por supuesto, el banquete no sería un lugar solitario porque acudirían muchos que nadie hubiera pensado que vinieran, pero de los primeros invitados, ¡ay!, lamentablemente, muchos se quedarían fuera.
Esa visión – similar a la que había manifestado desde el inicio de su ministerio público – de un género humano perdido sin excepción y necesitado por igual de salvación emerge de nuevo en parábolas pronunciadas en esta parte de la vida de Jesús como las de la dracma perdida o la oveja extraviada (Lucas 15, 1-10). Al fin y a la postre, los seres humanos – y no es un retrato agradable ni adulador – son como la moneda que se cae en un rincón y que, por sus propios medios, no puede regresar al bolsillo de su dueña o como la oveja que se ha escapado del redil y que sería incapaz de hallar el camino de regreso entre sus compañeras. En su total impotencia, en su absoluta incapacidad, en su insoportable debilidad perecerían con toda certeza. Sin embargo, su destino no tiene por qué ser, al fin y a la postre, desesperado. El buen pastor va a buscar a la oveja perdida de la misma manera que el ama de casa diligente remueve cielo y tierra hasta encontrar la moneda. Era lo mismo que sucedía con el Hijo del Hombre. Había venido a salvar lo que se había perdido.
Muy posiblemente, la manera en que esta visión peculiar del mundo quedó expresada con mayor claridad fue en la parábola más hermosa y conmovedora de Jesús, la del Hijo pródigo (Lucas 15, 11-32).
Jesús no creía que nadie pudiera salvarse por sus propios méritos y lo había dejado de manifiesto una y otra vez en sus choques con escribas y fariseos. Si debía comparar al género humano con alguien, era con un joven libertino que, de manera estúpida y pensando en obtener el placer, había dilapidado sus bienes. Los paralelos, más o menos literales, entre su experiencia y la de millones saltan a la vista. No es menos clara la diferencia entre aquel joven y otros seres humanos en el resultado final de la historia. El de la parábola supo reconocer su situación y buscó el perdón... y lo halló. Es lo mismo que puede sucederle a cualquiera que desee volverse a Dios. No existe falta demasiado grande, pecado demasiado grave, maldad demasiado inmensa que no pueda encontrar el perdón, un perdón que se extiende al arrepentido con generosidad y, sobre todo, con la misma alegría que proporciona una fiesta, la misma que el padre amoroso celebró en honor del hijo perdido y vuelto a la vida. A decir verdad, el mayor obstáculo para recibir el amor de Dios es, fundamentalmente, el sentimiento de justicia propia, de capacidad de autojustificación, de convicción de los méritos propios que tienen algunas personas.
Había – ¡vaya si lo había! - un camino directo para entrar en el Reino de Dios proclamado por los profetas a lo largo de los siglos. Pero no era el de una supuesta acumulación de méritos, ni el de la suma de presuntas obras piadosas, ni el del sentimiento de superioridad moral. El camino pasaba por reconocer la realidad – desagradable, pero difícil de negar – del pecado propio; por aceptar que no se podía comprar la salvación ni merecerla; y por acudir a Dios humildemente en petición de perdón y de nueva vida. Cuando tenía lugar esa conversión no sólo había alegría para el arrepentido, sino que también ésta se extendía en el cielo (Lucas 15, 10). También en esta visión, Jesús seguía la tradición de los antiguos profetas. ¿Acaso no había prometido Dios a Salomón al inaugurarse el Templo de Jerusalén que si el pueblo de Israel orara, y buscara Su rostro y se convirtiera de sus malos caminos, Él oiría desde los cielos y perdonaría sus pecados y sanaría la tierra (2 Crónicas 7, 14)? ¿Acaso no había anunciado Dios al profeta Jeremías que si había conversión, habría restauración (Jeremías 15, 19)? ¿Acaso no había transmitido el profeta Joel el mensaje de que el juicio caería sobre Israel si no mediaba la conversión (Joel 2, 11-12)? El judío Jesús pocas veces fue más judío y estuvo más identificado con el destino de su pueblo que cuando señaló las funestas consecuencias de no escuchar el llamamiento a la conversión que anunciaba.
CONTINUARÁ
NOTA: A inicios del año que viene se publicará en Estados Unidos mi libro Más que un rabino. Es una extensísima biografía de Jesús – con seguridad más de cuatrocientas páginas – que espero que será de ayuda para todos aquellos que deseen conocer y profundizar en la vida y la enseñanza de Jesús. Por supuesto, será mucho más amplia que lo expuesto en esta serie. Seguiremos informando.
En 1775, un personaje llamado Augustus M. Toplady compuso un himno titulado Rock of Ages (Roca de las Edades o de las épocas) que estaría llamado a disfrutar de una enorme popularidad. El texto señalaba a Dios como la Roca que a lo largo de los siglos ha dado fortaleza y refugio a los que se acogen a El.
A la hora de mostrar que, efectivamente, Jesús iba mucho más allá que cualquier maestro de filosofía o de moral, Marcos introduce tres episodios que resultan enormemente reveladores. El primero de ellos es el de la curación de un leproso.
La lepra es una enfermedad terrible aunque felizmente erradicada ya en muchas sociedades. Yo mismo recuerdo cuando se cerró en España el último lazareto. No era, desde luego, la situación en el siglo I en que una persona aquejada de lepra era expulsada de la sociedad y debía afrontar el empeoramiento de una dolencia pavorosa con un aislamiento absoluto. Una persona de ese tipo acudió a Jesús. No deja de ser significativo que partiera de la base de que Jesús podía curarlo aunque la cuestión era si deseaba hacerlo (1: 40). Semejante disyuntiva ha acuciado al género humano desde la noche de los tiempos. Sí, ciertamente, Dios – o los dioses – pueden hacer cosas prodigiosas, pero ¿desean hacerlo? ¿Les importamos lo más mínimo a esos seres que están situados por encima de nosotros? ¿Aparte de los sacrificios y los pactos que, supuestamente, hacemos con ellos tienen algún interés en nuestro bienestar? La respuesta dada por Jesús fue terminante. Sí, él estaba interesado en aquel pobre leproso y, por añadidura, estaba tan dispuesto a atenderlo que lo tocó (1: 41). El gesto puede parecer carente de importancia, pero es exactamente todo lo contrario. Tocar a un leproso comunicaba la impureza ritual y aislaba de manera automática a esa persona. A Jesús ese aspecto no le importó lo más mínimo. Por el contrario, socorrer al desdichado resultaba prioritario. Sin embargo, Jesús no era un transgresor – palabra estúpida que llevamos soportando años – complacido en quebrantar la Torah. Todo lo contrario. A aquel hombre le ordenó que cumpliera los requisitos legales y se presentara ante el sacerdote tal y como disponía la Torah (1: 44). En contra de lo que les gusta hacer a determinados predicadores, Jesús no deseaba publicidad – debo reconocer que se me hiela la sangre cuando veo a algunos publicitando supuestos milagros – y pidió al hombre que no lo contara a nadie (1: 44). El antiguo leproso no le obedeció y la consecuencia – como siempre que se desobedece – no fue buena (1: 45).
La segunda historia es no menos impresionante y debió causar un gran impacto entre los primeros cristianos porque aparece en los tres evangelios sinópticos. Es el relato de la curación de un paralítico al que Jesús atendió al ver la fe de los que lo llevaban (2: 5). Como en tantos otros relatos de los Evangelios, queda de manifiesto que es la fe lo que conecta a los seres humanos con Dios y no la realización de prácticas, ceremonias o donativos. La fe es el canal que permite que la bendición de Dios llegue hasta el ser humano. En este caso concreto además Jesús no sólo curó – como hemos visto en el caso del leproso – sino que además se arrogó el poder y la autoridad para perdonar pecados (2: 5). Semejante conducta de Jesús provocó una reacción negativa por parte de los presentes. La reacción – hay que reconocerlo – era lógica. Sólo Dios puede perdonar los pecados y la simple idea de que un hombre pueda hacerlo – como en algunas religiones – resulta totalmente inaceptable. La respuesta de Jesús constituyó un golpe directo contra la sensibilidad de aquella gente y, a la vez, una revelación colosal. Podía tanto curar como perdonar pecados y así era porque era el Hijo del hombre (2: 10).
La afirmación era de una enorme relevancia. Jesús no era un simple maestro de moral, un rabino, un escriba. Era el Hijo del Hombre al que se refiere Daniel 7, es decir, el mesías, pero un mesías que era, a la vez, divino. No vamos a entrar ahora en la exégesis del pasaje de Daniel, pero el simple hecho de que el Hijo del Hombre viniera con las nubes implicaba su identificación con el mismo YHVH y así lo entendieron muchos judíos anteriores a Jesús. El Hijo del Hombre no era – como luego han pretendido algunos rabinos – un símbolo de Israel sino un ser divino que, a la vez, tenía aspecto de hombre y, precisamente, como un ser divino vendría en las nubes, un símbolo que sólo se relaciona en el Antiguo Testamento con el mismo YHVH. Jesús estaba diciendo que tenía autoridad para perdonar pecados y podía demostrarlo haciendo que un paralítico caminara. No puede sorprender (2: 12) que la gente considerara que no habían visto jamás nada parecido. Con toda certeza, fue así. De hecho, este episodio es un puente entre la sanación del paralítico y otra sanación distinta donde también hubo un claro factor de restauración espiritual. Nos referimos al llamamiento de Leví.
Que Jesús pudiera llamar a Mateo Leví no parece a día de hoy que sea nada extraordinario, pero la gente de la época lo vio de manera diferente. De entrada, Leví, como su nombre indica, pertenecía a una familia de sacerdotes, en otras palabras, estaba destinado a un servicio sagrado. Sin embargo, lejos de seguir esa línea familiar, Leví había decidido ser recaudador de impuestos. Confieso que me sentiría profundamente disgustado si supiera que mi hija ha decidido ser uno de los sicarios de la Agencia tributaria y que estaría dispuesta a extorsionar a pobres contribuyentes para cobrar un bonus de Hacienda o que no tendría inconveniente en torcer la legalidad o en aplicar criterios injustos simplemente para cubrir metas del ministerio en el que trabaja. Si llegara además a destrozar la vida de la gente, lograr el cierre de empresas y colocar con sus acciones en la calle a indefensos trabajadores me costaría contener las náuseas. Si además esto lo hiciera por cuenta de una potencia ocupante y despiadada mi malestar resultaría muy difícil de soportar. Algo así – si es que no más angustioso – debió experimentar la familia de Leví. Durante siglos, habían formado parte de los que servían a Dios en el seno de Israel y ahora les salía un hijo al servicio del mal, causando el mal y propagando el mal. No debería sorprendernos que semejante gente no fuera bien vista por nadie y, de manera especial, por sus parientes. Tampoco puede extrañarnos su aislamiento y que, prácticamente, sólo se trataran entre ellos. Sin embargo, para Jesús resultaba obvio que incluso gente tan miserable y envilecida podía ser salvada. Cuando llamó a Mateo Leví, algo debió moverse en su corazón y lo siguió dejando su anterior vida (2: 13-14).
Leví no sólo abandonó su existencia malvada sino que se apresuró a comunicar la buena noticia a la gente que tenía cerca, es decir, a encanallados recaudadores de impuestos y a rameras porque ¿qué persona decente en Israel entregaría su hija a un sujeto como Leví?. La única salida prácticamente era tratar con prostitutas. Sabemos por alguna otra fuente que incluso organizó una fiesta para que viniera Jesús y aquella gente pudiera escucharlo. Lógicamente, aquella conducta de Jesús provocó críticas. ¿Qué persona que se precie se juntaría con una chusma así? Pues precisamente alguien que esté más interesado en la curación espiritual que en la clasificación de los seres humanos (2: 17). Y aquí está la clave de la conducta de Jesús. No había venido a buscar a los justos – suponiendo que existieran – sino a los pecadores de la misma manera que el médico se acerca a los enfermos y no a los sanos. Y aquí está la clave de la respuesta humana. Si, efectivamente, reconocemos que tenemos una necesidad espiritual podemos acudir a Jesús en la seguridad de que nos acogerá. Si alguien se cree exento de pecado, nunca se acercará a Dios salvo para mostrar lo bueno y superior que se siente y mirar por encima del hombro a los demás y entonces nunca será curado de su profunda enfermedad espiritual. A decir verdad, enredado en ritos y ceremonias su podedumbre espiritual nunca dejará de crecer.
Estos tres episodios nos permiten ver en profundidad quién era Jesús y por qué provocaba reacciones. Era aquel que podía sanar y quería hacerlo, el Hijo del Hombre que podía lograr que un paralítico caminara y perdonar pecados, el que podía restaurar una vida envilecida como la de Leví. Sin duda, alguien bien diferente de cualquier maestro de moral o de filosofía.
NOTA: A inicios del año que viene se publicará en Estados Unidos mi libro Más que un rabino. Es una extensísima biografía de Jesús – con seguridad más de cuatrocientas páginas – que espero que será de ayuda para todos aquellos que deseen conocer y profundizar en la vida y la enseñanza de Jesús. Seguiremos informando.