Corría el año 1847, cuando en el curso del congreso de noviembre-diciembre, la Liga de los comunistas encomendó a Karl Marx y Friedrich Engels la redacción de un documento programático. El momento parecía el más adecuado para dar ese paso ya que, sobre todo, Alemania daba la sensación de estar crecientemente madura para la revolución. En el verano de 1844, se había producido una insurrección de tejedores en Silesia. Ese mismo año comenzaron las malas cosechas que se extendieron hasta 1845. Durante 1845 y 1846, se sufrió una plaga que afectó especialmente la patata, el alimento básico de los obreros. En agosto de 1846, la población de Colonia se enfrentó con la guarnición y en 1847, estallaron revueltas causadas por el hambre en Berlín, Ulm y Stuttgart. El texto salido de la pluma de Marx y Engels recibiría el nombre de El Manifiesto comunista y tendría un éxito extraordinario. Personalmente, estoy convencido de que es lo más que han leído de Marx los que se confiesan como fieles marxistas. Mentiría si dijera que no lo comprendo. Marx es lectura más que interesante, pero considerablemente difícil. Pero volviendo al Manifiesto hay que decir que, de manera bien reveladora, las medidas que debían adoptarse para facilitar el triunfo de la revolución comunista incluirían la expropiación de la propiedad territorial y aplicación de la renta a los gastos del estado, los Impuestos fuertemente progresivos y la abolición de la herencia. Para Marx y Engels, resultaba obvio que el avance hacia el socialismo tenía que ir de la mano de ataques contra la propiedad privada como sería privar a los ciudadanos de sus rentas para emplearlas en gastos estatales, como sería aumentar cada vez más los impuestos y como sería ir gravando las herencias hasta que no resultara rentable recibirlas. La finalidad de estas medidas no sería, aunque pudiera afirmarse, la mejora de la situación de los menos favorecidos mediante un reparto de riquezas. La finalidad sería un cambio de la estructura social que abriera las puertas al socialismo. Privadas de sus rentas, las clases ricas se debilitarían y las medias se verían empobrecidas sumándose a las filas del proletariado, un proletariado que impondría su dictadura camino de la implantación del socialismo.
Lo que Lucas relata a continuación resulta enormemente significativo porque incide en señalar qué es lo que verdaderamente señala a aquellos que están en el lado de Dios. La historia de la curación de los diez leprosos debió resultar enormemente ofensiva para sus oyentes, especialmente, los judíos (17: 11-19). Hasta Jesús llegó una decena de hombres aquejados por esta terrible enfermedad y Jesús dejó de manifiesto que podía curar a todos. Sin embargo, el agradecimiento ante su acción sanadora se limitó a uno sólo y para colmo, éste era un hereje samaritano y no un judío cumplidor de la Torah (17: 15-16). Se podían cerrar los ojos ante esa situación, pero la realidad seguía siendo la misma. Ante la manifestación del poder de Dios la mayoría de los beneficiados, a pesar de ser formalmente creyentes, no había reaccionado adecuadamente (17: 17-18). Aquel hombre que había sido salvado por la fe era el ejemplo de la reacción correcta, pero… sólo había sido uno (17: 19).
Hoy César Vidal entrevistará a la guitarrista Isabel Martínez.
Las noticias económicas del día con César Vidal y Lorenzo Ramírez.
Las noticias del día con César Vidal y María Jesús Alfaya.
El editorial de César Vidal.
Programa completo de La Voz de César Vidal publicado el viernes 25 de junio de 2021.
A inicios del siglo XVI, España se quedó descolgada del regreso a una serie de valores recogidos en la Biblia que se tradujeron en aquellas naciones donde triunfó la Reforma en una nueva ética del trabajo, una superior cultura crediticia, una alfabetización acelerada, una revolución científica y un reconocimiento de la primacía de la ley. No fueron, por desgracia, sus únicas pérdidas como veremos en las próximas entregas. Por añadidura, España aceptó, siguiendo el único discurso tolerado, la venialidad de ciertas conductas especialmente dañinas para la construcción de una sociedad de ciudadanos. Entre ellas, se podrían citar la benevolencia con que acogió la mentira y la falta de respeto por la propiedad privada.
El concepto de pecado venial es teológicamente muy discutido y discutible –no aparece, por ejemplo, en la Biblia– pero forma parte esencial de la teología católica. Baste decir que uno de los pecados mencionados expresamente en el Decálogo (Éxodo 20: 1-17) junto al culto a las imágenes, el homicidio, el adulterio o el robo es precisamente la mentira. Se puede, por supuesto, sostener que la mentira carece de relevancia salvo en casos especiales como enseña el último Catecismo de la iglesia católica, pero cuesta creer que el Dios que le entregó los mandamientos a Moisés pensara lo mismo. Desde luego, en la cultura española forjada durante la Contrarreforma no caló esa enseñanza bíblica. Los frutos de esa circunstancia innegable no dejan de ser curiosos. Por ejemplo, Reflexiónese, por ejemplo, en el hecho de que España es la única nación que cuenta con una Novela picaresca. No me refiero al Lazarillo que no es una novela picaresca sino erasmista –no podía ser menos teniendo en cuenta lo harto que estaba su autor Alfonso de Valdés de soportar al amancebado confesor de Carlos V–, sino a todo un género que reunió talentos como los de Mateo Alemán, Quevedo o Vicente Espinel, entre otros muchos, para dejar de manifiesto de manera indubitable que en la España que desangraba los caudales americanos convertida en espada de la Contrarreforma la superstición, la corrupción y la incompetencia institucional eran soportadas recurriendo de manera fundamental la comisión de un pecado considerado venial como era la mentira.
Por supuesto, la mentira se ha dado y da en otras culturas, pero no la novela picaresca –el Simplicus Simplicissimus o Moll Flandersno pasan de ser posibles y matizadísimas excepciones a la regla general– por la sencilla razón de que si bien otras también consagraron el pecado venial de mentir como una forma de existencia, no es menos cierto que ninguna nación fue tan trágicamente consciente de las mentiras que sufría. Por desgracia, concluido el desastre de los Austrias –que tan certeramente supo reconocer Claudio Sánchez Albornoz y que algunos ignorantes se empeñan en negar– España sólo se quedó con la venialidad de la mentira y no con el análisis de las razones de su desgracia que la única cultura legal convirtió, por añadidura, en motivos de jactancia.
Guste o no guste reconocerlo –en esto no pocos españoles son también tuertos y sólo dan importancia a las mentiras que les perjudican o que pronuncian los del otro lado– la mentira es una característica bien triste de las naciones en las que no triunfó la Reforma. En Estados Unidos, en Gran Bretaña, en los países escandinavos, un político que miente ha firmado su acta de defunción. En España, el uso de la mentira no ha provocado el final de un solo político a lo largo de toda su Historia. Se utiliza como arma arrojadiza contra el otro, pero, incluso en la actualidad, son pocos, poquísimos los españoles que la sopesan como factor a la hora de decidir su voto salvo que sea un argumento añadido para arrojar a la cara del contrario.
CONTINUARÁ
Con Sagrario Fernández-Prieto.
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