Los años finales del s. XIV constituyeron una etapa de especial dificultad para los judíos españoles. Ciertamente, la revuelta historia de las coronas de Castilla, Aragón y Navarra – que tanto pesó en el parón experimentado por la Reconquista – no constituía un contexto propicio para la paz y el sosiego. Pero a ese importante factor se unieron otros. Por un lado, se encontraba el endurecimiento creciente de las disposiciones papales dirigidas contra los judíos. Si durante el siglo XIII, las mismas habían sido desoídas por monarcas de la talla de Fernando III el santo o de Alfonso X el sabio, no sucedió lo mismo durante el siguiente hasta el punto de que, por primera vez en la Historia española, se aceptó que llevaran divisas distintivas, una medida bochornosa que llegó hasta las infames leyes de Nüremberg de 1935 en el III Reich. A ello se sumó la proliferación de leyendas antisemitas que los culpaban de la propagación de la peste y del envenenamiento de fuentes y pozos, y, sobre todo, la manipulación del pueblo llano perpetrada por el clero católico convenciéndole de que los judíos eran los culpables de sus desdichas.
Si los monarcas se plegaron a las presiones populares en contra de los intereses del reino, el clero católico sí actuó en beneficio propio. De hecho, no faltaron los prelados y clérigos que ambicionaron apoderarse de los puestos financieros de los que se despojaba a los judíos o que, simplemente, consideraban que era su obligación obedecer la normativa papal, descargando sus golpes sobre los aborrecidos judíos. Que de esa combinación de factores acabaría surgiendo el drama en sus términos más letales fue algo que fue quedando de manifiesto, aquí y allá, a lo largo del siglo. La gran explosión estaría, sin embargo, relacionada con un personaje peculiar. Nos referimos precisamente a un miembro del clero, a Ferrán Martínez, canónigo de Santa María, arcediano de Écija y provisor del arzobispado de Sevilla.
Don Ferrán no había ocultado nunca su parcialidad en contra de los judíos. De hecho, en su calidad de provisor había actuado como juez delegado del arzobispo en distintos pleitos donde tenía por costumbre fallar en contra de los judíos. Todavía en vida de Enrique II, la judería de Sevilla se había visto obligada a quejarse ante el rey por las injusticias cometidas por el clérigo. Las acusaciones se correspondían de tal manera con la triste realidad que el 25 de agosto de 1377, el rey dictó un albalá en virtud del cual privaba a don Ferrán de la capacidad para conocer los pleitos de los judíos. Semejante decisión tendría que haber solucionado el problema, pero don Ferrán no estaba dispuesto a darse por vencido. De hecho, cuatro años después, la judería de Sevilla se vio obligada de nuevo a elevar sus quejas ante el monarca.
El 3 de marzo de 1382, Juan I volvió a exigir de don Ferrán el cumplimiento de la albalá y le ordenó que los pleitos de judíos pasaran directamente a ser conocidos por el arzobispo, a la vez que insistía en que aquellos se hallaban bajo la protección regia. Fue, una vez más, inútil y, al año siguiente, de nuevo la judería tuvo que elevar sus quejas ante el monarca.
En 1388, a instancias del papa Clemente VII, se reunieron en Palencia tres metropolitanos y veinticinco obispos para proceder a la reforma de las costumbres. Es más que dudoso que lo consiguieran, pero sí establecieron que judíos y cristianos debían vivir separados. Muy posiblemente, el arcediano sevillano debió interpretar las decisiones del sínodo como una muestra de hasta qué punto se hallaba en posesión de la verdad. Y es que lo grave de la situación no se reducía a que don Ferrán desobedeciera a las repetidas órdenes regias, sino que además utilizaba sus sermones para difundir una propaganda de sombrío antisemitismo. En ellos, afirmaba, por ejemplo, que le constaba que tanto el rey como la reina verían con buenos ojos a todo aquel que matase o hiriese de gravedad a judíos.
El ardor antisemita del arcediano se vio frenado durante algo más de un año a causa de las actividades de una junta de letrados y teólogos que investigó su conducta y ante la que don Ferrán reconoció sin rebozo alguno la veracidad de sus acusaciones. El respiro concluyó cuando el 9 de octubre de 1390, falleció el rey Juan I. El clérigo consideró entonces que había llegado el momento adecuado para acabar con los aborrecidos judíos.
CONTINUARÁ
Por Pilar Muñoz.
Las noticias económicas del día con César Vidal y Lorenzo Ramírez.
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El editorial de César Vidal.
Programa completo de La Voz de César Vidal publicado el miércoles 6 de mayo de 2020.
Hay películas que dejan una huella histórica aunque, cinematográficamente hablando, no resulten nada excepcionales. Es el caso de El espíritu de la colmena y de su más que supravalorado director Víctor Erice. Cuando no se tiene en cuenta el contexto de la película no se comprende nada. Estrenada en 1973, no tuvo ningún problema con la censura franquista – no cortaron ni un solo fotograma ni una frase – y no lo tuvo porque los censores consideraron que se trataba de una obra demasiado lenta y demasiado intelectual como para que llamara la atención de un gran público que se entretenía mucho más con Paco Martínez Soria o con las películas – llenas de bragas y sujetadores – del landismo. Erice pretendió contar la historia de la relación entre una hija y su padre desde la infancia al estado adulto, pero no había presupuesto – así se lo dijo el productor Elías Querejeta – y en la infancia tuvo que quedarse. Las referencias a Frankenstein, a una niña – encarnada por Ana Torrent – a un padre – Fernando Fernán Gómez – e incluso al maquis provocaron cierta respuesta en una época empeñada en encontrar en las películas lo que, en realidad, no había.
El análisis de la actualidad económica de la mano de Roberto Centeno.
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