La película fue premiada en el festival de San Sebastián aunque – hay que decirlo – el veredicto del jurado fue recibido con un pateo colosal ante lo que el público interpretó como un verdadero pucherazo en favor de Querejeta. No se trata sólo de que el productor recibió todo tipo de pésames sino de que el propio Fernán Gómez – en absoluto, un estúpido – confesaría años después que nunca entendió su papel. Víctor Erice le respondió que no importaba que no lo comprendiera por que él, como director, sí lo entendía. Fernán Gómez, demoledor, confesaría años después que consideraba que era una de sus cuatro o cinco películas más importantes, pero que así lo pensaba por el éxito que había tenido. Finalmente, sentenciaba que, a décadas de distancia, seguía sin saber qué o quién era el espíritu de la colmena y sin enterarse del todo de lo que contaba la cinta.
Personalmente, creo que El espíritu de la colmena es una película mediocre como mediocre también fue Víctor Erice que, tras tres largometrajes, desapareció del cine. Sin embargo, el deseo de ver claves ocultas en la película durante el tardofranquismo; el color miel que se superpuso a la película confiriéndole un tono especial; la ingenuidad de la niña y el buen hacer de Fernán Gómez la convirtieron en película más que supravalorada. A decir verdad, El espíritu de la colmena fue copiada vez tras vez en los años siguientes. La idea de la relación entre la hija y el padre fue retomada por el propio Erice para El sur y aparece todavía con más claridad en Elisa, vida mía (1977) dirigida por Saura. En cuanto a los maquis volverían a reaparecer en las pantallas, pero no puedo decir que ninguna de las películas fuera especialmente notable. Simplemente, permitían ver lo que había sido tabú durante cuarenta años. No era poco, pero tampoco resultaba tan extraordinario.
Una última cuestión que es lo que más me ha llamado la atención al volver a ver El espíritu de la colmena. La acción transcurre en 1940 y, seguramente, reconstruye con bastante exactitud esa época… pero lo que muestra es lo mismo que yo conocí de la España rural en la segunda mitad de los años sesenta. España se desarrolló enormemente en esa década, pero ese avance se percibió en Madrid, en Barcelona, en Bilbao, pero apenas en el campo. A decir verdad, el teléfono, el agua corriente, el alcantarillado y tantos signos de la civilización no comenzaron a llegar antes de la Transición – así pasó también en barriadas de Madrid – aunque, eso sí, las procesiones no faltaban ningún año. En esas imágenes de la gente que llevaba películas por los pueblos, de los campos secos por los que se podía correr, de las carreteras mal trazadas, de la escuela rural he encontrado retazos de un pasado que viví y que nunca volverá. Quizá para gente que era mayor que yo en 1973 también constituyeron aliciente bastante como para gustar de la película. Quizá eso se añadió para proporcionarle su éxito de entonces porque el peso del recuerdo de cuando éramos inocentes suele resultar abrumador.