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Jueves, 21 de Noviembre de 2024

Los libros proféticos (XI): Jeremías (II): el contexto (II)

Viernes, 1 de Abril de 2016

El reinado de Sedequías fue la última oportunidad perdida por el reino de Judá que conoció Jeremías. Las advertencias del juicio que se venía encima no podían ser más claras y hasta incluían una primera deportación a Babilonia.

Aún quedaba tiempo, pero cada vez menos. Durante la década que duró aquel reinado (597-587 a. de C.), la nación no sólo no se volvió hacia Dios y enmendó sus caminos sino que se entregó a una división y una contienda crecientes.

La primera deportación realizada por Nabucodonosor tuvo pésimas consecuencias para el pequeño reino de Judá. El Neguev dejó de formar parte de su territorio; los deportados fueron en no pocos casos lo mejor de su capital humano; la población se vio reducida y su economía quedó seriamente afectada. Se habría esperado que con un panorama así la sociedad cambiara, pero sucedió lo contrario. De hecho, los nobles que quedaron cerca de Sedequías fueron nacionalistas empeñados en aferrarse lo mismo a la religiosidad popular que a una apelación a un pasado glorioso para continuar sus malos caminos.

Sedequías quizá tenía buenas intenciones, pero era incapaz de enfrentarse con la casta política que lo rodeaba (38: 5) y carecía del valor suficiente como para resistir las presiones del pueblo. Dado que el rey desterrado en Babilonia era considerado por muchos como el legítimo, su posición resultaba difícil.

En torno al 595-4 a. de C., tuvo lugar una rebelión en Babilonia y muchos judíos pensaron que había llegado la hora de la liberación. No faltaron incluso supuestos profetas que así lo anunciaron (Jeremías 29: 7-9). En el 594-3 a. de C., en Jerusalén se reunieron representantes de Edom, Moab, Amón, Tiro y Sidón para planear una revuelta generalizada contra Babilonia. Una vez más, los profetas al servicio del nacionalismo agitaron al pueblo señalando que YHVH había roto el yugo que pesaba sobre Judá (Jeremías 28: 2 ss). Incluso se permitieron anunciar que en dos años Joaquín regresaría como rey.

Jeremías denunció aquel comportamiento (c. 27) como una mentira pronunciada en el nombre de Dios e incluso escribió a los judíos en el exilio (c. 29) advirtiéndoles de que su destierro duraría mucho y no debían creer aquellos anuncios. Influido quizá por esos anuncios, Sedequías se dirigió a Nabucodonosor asegurándole que sería leal.

Se trató de un breve paréntesis de cinco años. En 589, el nacionalismo judío volvió a empujar a la nación por el camino de la sublevación. Sólo Tiro y Amón se sumaron y Sedequías tenía serias dudas, pero no tuvo el valor de enfrentarse con el entusiasmo nacionalista. El resultado fue que, en enero de 588, las tropas de Nabucodonosor ya estaban a las puertas de Jerusalén (Jeremías 21: 3-7). En el verano de 588, llegaron noticias de que se acercaba un ejército egipcio lo que obligó a los babilonios a retirarse (Jeremías 37: 5). La reacción de los nacionalistas fue la de volver a emborracharse en sus delirios mientras Jeremías se convertía en la única voz que avisaba del desastre (Jeremías 37: 6-10; 34: 21 ss) y que llamaba a rendirse ante Nabucodonosor. No se equivocó porque Nabucodonosor obligó a retirarse a los egipcios y volvió a cerca a Jerusalén.

Sedequías hubiera deseado rendirse (Jeremías 38: 14-23), pero el temor a los nacionalistas judíos se lo impidió. En julio de 587, cuando ya no quedaban alimentos en Jerusalén, los babilonios abrieron brecha en los muros y entraron en la ciudad. Al amparo de la noche, Sedequías logró huir hacia el Jordán con algunos soldados. Fue capturado cerca de Jericó y llevado hasta el cuartel general de Nabucodonosor en Ribla. Sedequías había sido incapaz de mostrarse valiente y decidido en los años anteriores a pesar de qué conocía la realidad y de que había sido advertido por Jeremías. Ahora, de la manera más cruel, recayeron sobre él las consecuencias de sus actos. Primero, tuvo que contemplar la ejecución de sus hijos; luego, le arrancaron los ojos. Cargado de cadenas fue llevado a Babilonia, donde murió. Un mes más tarde, Nebuzaradán legó a Jerusalén y siguiendo las órdenes de Nabucadonosor, la incendió y derribó sus muros. Algunas de las personalidades del clero, de la política y del ejército fueron llevadas hasta Ribla y ejecutadas. Por lo que se refiere al conjunto de la población fue deportado a Babilonia. El reino de Judá había acabado para siempre.

 

CONTINUARÁ

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