Sócrates denominaba a esta técnica mayeútica – algo así como el arte de hacer parir – y afirmaba que la había aprendido de su madre que era comadrona. Sin embargo, antes del genial ateniense, en la Biblia aparece vez tras vez Dios llevando a las respuestas mediante la formulación de preguntas. Basta releer los encuentros con Adán o con Caín para percatarse de que las preguntas de Dios son mucho más elocuentes que las respuestas más alambicadas de los seres humanos. En este caso, la pregunta era sencilla y apelaba al conocimiento de los sacerdotes. ¿Si algo santificado tocaba a algo que no lo era quedaba santificado? Aún más, ¿qué sucedía cuando algo inmundo tocaba algo limpio? La respuesta de los sacerdotes fue clara. En el primer caso, era obvio que lo santificado no transmite esa santidad a nada; en el segundo, es indiscutible que lo inmundo transmite la inmundicia. Por supuesto, a lo largo de la Historia han existido – y existen – sistemas clericales que afirman que pueden transmitir la santidad y que juntarse con lo inmundo tiene una importancia relativa porque los fines son santos. Quemar a un disidente se justificaba con la pureza que, supuestamente, conservaban los fieles; torturar a un sospechoso era una medida legitimada por el terror indispensable que todos debían tener para evitar el mal y los pactos políticos incluso con terroristas o dictadores se explicaban como intentos por asegurar un mundo mejor. Sí, todos conocemos esos razonamientos, pero la realidad es que cuando lo inmundo o lo muerto toca algo transmite su inmundicia (2: 13). Este claro principio espiritual debía ser tenido en cuenta precisamente por los miembros del clero judío porque todos sus sacrificios y sus actividades religiosas eran tan inmundas como un cadáver (2: 14). Esa realidad había que tenerla en cuenta antes de que se acometiera la tarea de reconstruir el templo (2: 15).
Advertencias, desde luego, no les habían faltado. La misma crisis económica que sufrían los judíos tenía hondas raíces espirituales y su explicación no se agotaba con referencias a las circunstancias (2: 16-7). Si no entendían esa verdad iba a ser imposible que hicieran las cosas bien desde el principio. Precisamente por ello, lo que Dios esperaba de los judíos era que reflexionaran, que meditaran en su corazón (2: 18). Aquellas circunstancias espirituales no se iban a resolver mediante el emocionalismo, el entusiasmo o incluso la planificación. Tampoco mediante la constitución de un estado fuerte o una gran potencia militar. La clave estaría en que comprendieran los principios que rigen las acciones de Dios y que los aplicaran a la situación en la que estaban y no en que esperaran una protección casi mágica del clero y de las ceremonias religiosas. Sólo entonces, la gente podría esperar bendición de Dios (2: 19).
Ese mismo mes, Hageo recibirá su último oráculo. El anuncio (2: 21-23) estaría cargado de esperanza. Dios tenía un propósito consistente en restaurar a Judá a través de la persona de Zorobabel y ese propósito no podría venirse abajo por la fuerza de los hombres (2: 22). Sin embargo, no fue así. A decir verdad, aquel pueblo que no quiso meditar en su corazón y que siguió pegado a sus prejuicios religiosos en lugar de sentar buenas bases se privó a si mismo de la bendición de Dios.
Hageo no repetiría sus advertencias porque si bien es cierto que, en ocasiones, el ministerio del profeta dura décadas, no lo es menos que, otras veces, apenas dura unos días o semanas. Cumplida su misión concluye y esa misión puede ser breve en el tiempo como fue el caso de Juan el bautista que anunció la inminente llegada del mesías Jesús. Cuando ese ministerio concluye, el pueblo que ha escuchado los anuncios debe reaccionar. Ante él se ofrece la posibilidad de recibir todo tipo de bendiciones – espirituales y materiales – o de malograrlas aunque no porque Dios lo desee. Ése fue el caso de los contemporáneos de Hageo. No construyeron el templo en las condiciones espirituales adecuadas. Aún peor: no restauraron la vida espiritual que Dios deseaba sino que chapotearon en la inmundicia. Las consecuencias que tendría semejante conducta sobre los judíos serían pavorosas. Sería, sin embargo, absurdo circunscribir el drama a ese Judá regresado de la deportación. Cuando Dios habla a través de un profeta abre ante una sociedad la posibilidad de la bendición o del juicio. La única posibilidad que no existe es la de eludir sus responsabilidades ante el Juez justo.
CONTINUARÁ